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Mi último año

 

Benito Mussolini

Mi último año - Benito Mussolini

208 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 250 pesos
 Precio internacional: 16 euros

Estas páginas, las últimas que Benito Mussolini hubo de publicar en vida, analizan el último periodo de la Italia fascista según la visión de su principal protagonista. Aparecieron el 24 de junio de 1944 en el «Corriere della Sera», de Milán, con una nota que decía: «Iniciamos hoy la publicación de una serie de artículos que, con criterio de rigurosa objetividad y veracidad esclarecen los acontecimientos desarrollados en el período que va desde octubre de 1942 a septiembre de 1943; acontecimientos que provocaron la crisis militar, política y moral de la Patria.»
Un Mussolini siempre racional y lógico, no pierde la compostura ante la inminencia del desastre y analiza con precisión los problemas más importantes de su patria. Aborda el problema de la derrota sin caer en la retórica y ni la atribución de errores. Un Mussolini a menudo irónico, exquisito en su análisis, se ocupa de temas como la naturaleza del régimen, la diarquía, la entrada en la guerra, la campaña contra Grecia. Llega a afirmar que el fascismo era una rebelión, pero no llegó a ser una revolución, y se enfrenta con valentía al problema de cómo Diarquía ha perjudicado a Italia.
Pocos regimenes políticos resultan tan interesantes y cargados de enseñanzas como el fenómeno italiano, que en este libro queda bosquejado por una de las figuras más sobresalientes de nuestro tiempo.
No es preciso insistir mucho para hacer ver a los lectores la extraordinaria importancia que este inapreciable y único documento político tiene.

 

ÍNDICE

 

Advertencia preliminar 9
Prólogo 11
I.- De «El Alamein» a Mareth 21
En vísperas del desembarco de Argel 22
La linea Sollum-Halfaya 24
Las operaciones en Túnez 25
La Batalla del Mareth y el informe de Messe 27
Pantelaria, La Anti-Malta 29
II.- De Pantelaria a Sicilia 31
La defección del jefe 32
La rendición de la isla 34
Un diario del general Ambrosio 35
La primera referencia al golpe de estado 37
Defensa de Cerdeña y situación de Sicilia 39
III.- El desembarco en Sicilia 43
El Duce convoca a los jefes de estado mayor 44
Planes y métodos del enemigo 45
Directrices para la producción de guerra 46
El concepto de la defensa activa 48
un parte demasiado optimista 50
IV.- La invasión y la crisis 53
La nota del 14 de julio 53
Los primeros rumores de la traición 55
El estado de alarma 57
Insuficiencia de los mandos 59
Resistencia parcial y remisa 60
V.- De la entrevista de Feltre a la noche del «Gran Consejo» 63
El rey, en el centro de la maniobra 63
La postura de Grandi 65
La entrevista de feltre 67
el bombardeo de Roma 68
la última conversación con el rey 69
la tarde del 24 de julio 71
VI.- La reunión del Gran Consejo 73
El mando de las fuerzas armadas en pie de guerra 74
La ilimitada lealtad de Badoglio al duce 75
El auxilio de Alemania 77
«Señores, ¡atención!» 79
El ataque de Grandi 80
La votación. «vosotros habéis provocado la crisis del régimen» 82
VII.- De Villa Saboya a Ponza 85
La mañana del domingo 85
El Duce visita el barrio Tiburtino 87
La detención de Mussolini 89
Un mensaje de Badoglio 91
La comedia de la «residencia particular» en la Isla de Ponza 95
VIII.- Desde Ponza al Gran Sasso, pasando por la Maddalena 97
El encuentro con el almirante Brivonesi 98
Las aprensiones del general Basso 99
El regalo del Führer 100
Hacia el «Gran Sasso» 101
«Han matado a Muti» 102
IX.- La primera señal de alarma de la Casa Real 105
La técnica del golpe de Estado 106
El rápido cambio de un pueblo 107
El mes de la «libertad» 108
Memorial del rey 109
Arrepentimiento y temor de la monarquía 111
X.- Hacia la capitulación 113
Los «enriquecimientos ilícitos» 113
Entre las cláusulas de la rendición: la entrega de Mussolini 115
La campaña difamadora 118
La capitulación es inminente 118
La retirada de las grandes unidades en servicio fuera de las fronteras 119
XI.- Septiembre. En el Gran Sasso de Italia 123
Guerra sentida y no sentida 123
Las guerras del RISORGIMENTO 126
La intervención en Crimea 127
La «traición» de villafranca 128
XII.- El consejo de la corona y la capitulación 131
Las entrevistas del general norteamericano con el general Carboni 133
A las cinco de la tarde del 8 de septiembre 135
La fuga 137
XIII.- Una «cigüeña» sobre el Gran Sasso 141
El telegrama de Göring 142
La «cigüeña» despega 146
Duro de morir... 147
XIV.- Uno de tantos: El Conde de Mordano 151
El «collar» 152
La máscara y el rostro 153
Me verás en la prueba 154
el «paso romano» 156
El «cambio de la guardia» 157
Una mujer escribe 159
XV.- El drama de la diarquía. Desde la Marcha Sobre Roma al discurso del 3 de enero 161
Monarquía y república 162
La diarquía 165
Masonería y judaísmo 166
XVI.- El drama de la diarquía. De la Ley sobre el Gran Consejo a la conjura de julio 171
La «sucesión al trono» 171
Contrastes protocolarios 174
Una explosión de furor 175
La venganza 176
XVII.- Otro de tantos: perfil del ejecutor 179
El mayor responsable de Caporetto 180
jefe de estado mayor del ejército 182
el gobierno de Libia 184
Así surgió el duque de Addis Abeba 186
XVIII.- La reunión del 15 de octubre en el Palacio Venecia 189
La guerra contra Grecia 189
Las declaraciones de Badoglio 193
XIX.- ¿Eclipse u ocaso? 201
«Caída vertical» 203
Roma eterna 205
Quizá un día... 207

Advertencia preliminar

 

El 24 de junio de 1944 apareció en el «Corriere della Sera», de Milán, una nota que decía: «Iniciamos hoy la publicación de una serie de artículos que, con criterio de rigurosa objetividad y veracidad esclarecen los acontecimientos desarrollados en el período que va desde octubre de 1942 a septiembre de 1943; acontecimientos que provocaron la crisis militar, política y moral de la Patria.»
Al terminar la publicación de esos artículos, que fueron seguidos en Italia del Norte con apasionada atención, por sospecharse quién fuera su verdadero autor, salió en el mismo periódico, el 18 de julio de 1944, la siguiente aclaración: «Con éste ha terminado la primera parte de los artículos «Historia de un año», que tan agudo interés han suscitado en nuestros lectores. Su autor—Mussolini—ha consentido que sean recogidos en un volumen de próxima publicación, que será titulado «II tempo del bastone e della carota».1
No es preciso insistir mucho para hacer ver a los lectores de lengua española la extraordinaria importancia que este inapreciable y único documento político tiene, y por ello la satisfacción con que lo ofrecemos—después de haber logrado la autorización correspondiente—al público español.
Con ello EPESA cree servir fielmente al ideal que le dio vida, pues pocos momentos como el actual imponen la necesidad de otear nuevos horizontes, de observar nuevos caminos y de seguir más, paso a paso, el proceso de los trascendentales acontecimientos políticos que ante nuestros ojos se desenvuelven. Y de entre todos, ninguno—por cercanía, hermandad de sangre y similitud de cultura—tan interesante y cargado de enseñanzas como el fenómeno italiano, que en este libro queda bosquejado por una de las figuras más genialmente luminosas y humanas de nuestro tiempo.

Notas:

1 El tiempo del palo y de la zanahoria. Hemos creído preferible publicar los artículos en su forma original, donde el autor se oculta hablando en tercera persona, a esperar la publicación definitiva de sus memorias.

PRÓLOGO

 

Leyendo estas primeras memorias de Benito Mussolini, en el campo de nuestra conciencia histórica (cualquier europeo del siglo XX tiene, por necesidad, una conciencia histórica) se plantean, con dramática intensidad, una serie de interrogantes.
¿Constituyen esas páginas, en su dolor osa, descarnada sobriedad, un canto al crepúsculo o el comienzo de una nueva fase en la historia de Italia? ¿ Un epílogo o únicamente la conclusión de un acto que ha conocido, en su desarrollo, las dimensiones de lo sublime, de lo profundamente trágico e incluso de lo grotesco? ¿El vituperio violento, echado sobre el fracaso moral de un pueblo, con fría objetividad, por una de las figuras más representativas de la moderna historia europea o la invocación de un héroe que, completamente identificado con el destino de aquel pueblo, ha sentido mil veces el puñal del oprobio y del dolor penetrando en su propia carne?
Se ha dicho con frecuencia, y la afirmación tiene sin duda alguna sus razones profundas, que el pueblo italiano ha poseído siempre un admirable sentido político. Pero, a nuestro parecer, no se ha puesto con suficiente claridad de relieve el hecho de que cada vez que se ha intentado que el pueblo italiano manifestara, en cuanto “masa”2, este sentido político, sus manifestaciones no han superado el ámbito de lo regional.
Otro pueblo latino, el español, en lo que tiene de más peculiar en sus manifestaciones políticas, se ha expresado casi siempre como masa. Considero de máximo interés la observación formulada por Ortega y Gasset (uno de los pocos españoles que han sabido «considerar el fenómeno español avisto de fuera») que fijando la «ecuación peculiar» en que se desarrollaron las relaciones de las masas de su nación con sus minorías selectas, insiste sobre la función de «pueblo», de lo anónimo en la historia de España.
Un fenómeno contrario se pone de manifiesto en la historia del pueblo italiano. No hay, en ella, participación efectiva de «masas», como factor decisivo de su desarrollo. Su historia es asunto de minorías. Y este hecho, que reviste carácter de constante histórica encuentra ilustración no sólo en el campo de la política, sino también en su literatura y en su mística. El fenómeno de la «mística colectiva», propio en sumo grado del pueblo español, o el «Volksgeist» alemán, son en gran parte desconocidos para el espíritu del pueblo italiano.
Alguien intentaba definir una vez el destino de este pueblo con una metáfora topográfica comparándolo a una inmensa llanura donde salen aquí y allá, como apariciones telúricas, montañas que alcanzan la bóveda estrellada.
Esta característica se manifiesta también en la rareza de manifestaciones literarias y artísticas populares. Mientras en el mundo eslavo-celta-germánico abundaban, en el período de la temprana Edad Media, expresiones del genio popular; mientras el mundo ibérico conocía la obra de los «romanceros» y los inmortales «cantares», Italia se mantuvo, durante largo tiempo, lejos de estas preocupaciones.
Por esto, el aspecto dogmático de un arte político fue admirablemente ilustrado en Italia por algunas figuras que se destacan, con una insuperable fuerza de proyección en lo universal. E insistimos sobre este «aspecto dogmático» en cuanto sabemos que el pueblo, como cuerpo político vivo, actúa, se mueve, pero no «dogmatiza» nunca. Por esto Dante, Maquiavelo, Guicciardini, no aparecen como la expresión de un estado de espíritu colectivo; más bien preconizan, anticipan, «teorizan». A los famosos «condottieri», del Renacimiento les falta una visión política de proporciones. Ellos actúan en el ámbito de algunos intereses locales y los «dogmáticos» de su tiempo (un Maquiavelo, por ejemplo) son objeto de befa o de persecución. En el mismo «Risorgimento» podría afirmarse que no se llegó tampoco a una íntima fusión entre las ideas de una minoría política directora y la masa del pueblo.
«La historia del Risorgimento tiene todavía que ser escrita, dice Mussolini: habrá que crear una síntesis entre la historia, tal como ha sido manipulada por los monárquicos, quienes hipotecaron el Risorgimento, y la visión de los republicanos. Habrá que establecer cuál fue la contribución del pueblo y cuál la de la Monarquía; qué aportó la revolución y qué la diplomacia.»
No alcanzará el pueblo italiano una justa intuición de sus posibilidades históricas mientras persista en la falta de una valoración exacta del «Risorgimento» y de su herencia en la formación de la moderna Italia. Mazzini, Garibaldi, Cavour Crispí... Reducido es el número de los que quisieron, como necesidad histórica, una Italia grande con proyección política en el mundo. En lo restante tendría interés establecer hasta qué punto influyeron las contingencias políticas del tiempo y las exigencias del equilibrio europeo. Por primera vez en su historia moderna, Italia, la Italia de las repúblicas sin número, de las continuas luchas internas, de las facciones, de los «capitani di ventura», tuvo una visión imperial, una visión romana de su destino, con la presencia polarizadora de Mussolini.
No es tarea nuestra, ni del momento actual, el determinar la importancia de Mussolini en la historia de Europa y del pueblo italiano. La Historia, que a nadie perdona y que todo esclarece, la Historia que nosotros consideramos como un problema de destino y como proyección de lo divino en lo humano, formulará infaliblemente su juicio. Nos parece, sin embargo, de sumo interés para la comprensión de estas memorias de Mussolini que se publican en España, fijar en su justo lugar, en el proceso histórico italiano, el momento representado por los veinte años de gobierno fascista.
Con la presencia de Mussolini, el pueblo italiano parece querer salir de su estado de ausencia histórica, con una voluntad colectiva de manifestar su ambición de poder y de imperio. Conoce momentos de verdadero entusiasmo. La visión de Roma, que durante siglos fue el privilegio de un número muy escaso de poetas e inspirados, vuelve a ser patrimonio de las masas.
Los indagadores del Fascismo (el conde de Keyserling se encuentra entre ellos) consideran esta pasión de Roma resurgida y vivificada en el alma italiana por virtud de Mussolini, como un fenómeno anacrónico. Es cierto, sin embargo, el hecho de que con esta visión de Roma el pueblo italiano marchó, bajo las banderas de Mussolini, desde el 28 de octubre de 1922 hasta la conquista del Imperio y la guerra de España.
La marcha sobre Roma inicia un nuevo período en la historia de Italia, pero no logra separar el viejo mundo, con su mentalidad, con sus aspiraciones, de un mundo nuevo, que una nueva generación que sale de las trincheras y va camino del poder está dispuesta a crear. La marcha sobre Roma no fue la expresión de lo que se llama en lenguaje corriente una revolución. No significó, en otros términos, una ruptura. De acuerdo con aquella distinción, tan familiar a un doctrinario y técnico de la revolución como León Trotsky, Mussolini llama la suya «insurrección». Esta valoración retrospectiva (durante veinte años se había hablado de «revolución fascista») nos parece sumamente justa en un sentido, digamos, técnico. Vale decir en cuanto el Fascismo no había roto completamente sus lazos con las instituciones tradicionales italianas: la Monarquía y la clase militar tipo «Risorgimentor». El Fascismo es, sin embargo, una revolución, y conservará su puesto como tal en la historia de las Revoluciones, en cuanto formula una filosofía política nueva que, como cualquier filosofía, encuentra posibilidades de irradiación universales. Y en cuanto filosofía, el Fascismo fue un modo de ser europeo. Por esto, sus manifestaciones en las demás partes del Continente no fueron sencillas imitaciones. Fue un estado de espíritu al cual el pueblo italiano, más sensible quizá que los otros, con un clima moral y político favorable a su desarrollo, reaccionó más pronto.
Y suponemos (en este campo, operar con puras hipótesis no nos parece cosa tan grave) que no está falto de sentido el hecho de que la primera manifestación de la crisis fascista—entendiendo en este caso el Fascismo como filosofía de una revolución—se produjera igualmente en Italia.
La formulación institucional de esta filosofía revolucionaria no superó, como decimos, los límites de una insurrección. La marcha sobre Roma fue una insurrección que, no habiendo sustituido con la fuerza la forma institucional del Estado y limitándose sólo a un cambio de Gobierno, no desembocó en una revolución. Las condiciones históricas y políticas de entonces, dice Mussolini, no permitieron una instauración de la República, para la cual el pueblo no estaba preparado, y cualquier tentativa de supresión de la Monarquía habría podido perjudicar la suerte del movimiento insurreccional. Y quizá por la misma razón la «insurrección» no se transformó en verdadera «revolución».
Se instauró, de este modo, el llamado sistema de la «diarquía». La Monarquía se quedó junto a todas las instituciones que le eran propias y sobre las cuales se basaba, y el Fascismo sintió la necesidad de crearse otras suyas. Así surgieron el Gran Consejo Fascista y la Milicia Fascista. Mientras el Consejo de Ministros se remontaba al Estatuto del 1848, el Gran Consejo Fascista procedía de la insurrección. Tenía éste más importancia, en cuanto designaba a los ministros y reivindicaba para sí el derecho de intervenir en el caso de que se tratara de la sucesión al trono. El sistema de la adiar quía» creaba una situación sumamente difícil: dos fuerzas con funciones paralelas ejercitaban continuamente su presión sobre la vida del Estado. Era natural que el conflicto entre ellas perdurara de un modo más o menos evidente hasta el momento en que el Fascismo, hecha suya la responsabilidad de la guerra y de las derrotas, tuvo que ceder frente a la institución tradicional. Desde 1925, año de las leyes excepcionales y de la instauración del Estado totalitario, hasta la conquista del Imperio, o más bien hasta estallar la Guerra Europea, fue el Fascismo, entre las fuerzas de la «diarquía», quien tuvo el predominio. Profundas fueron las consecuencias, internas y exteriores, de este estado de cosas. El año 1926 fue el año de las leyes constructivas en el plan social. Surgieron, sucesivamente, las corporaciones y las obras asistenciales que pusieron al Fascismo a la vanguardia de los regímenes sociales modernos. Italia se transformó en un país industrial de primer orden; se realizaron reformas integrales de vastas repercusiones en el campo agrícola, obras de bonificación integral en una escala nunca conocida y se resolvió el problema de la emigración.
Las reformas sociales fascistas fueron adoptadas o se hicieron objeto de estudio en muchos países europeos (los planes de reformas sociales en vasta escala, de Beveridge, en Inglaterra, y de Perkins, en los Estados Unidos, no son en este campo sino manifestaciones tardías).
A este aspecto pragmático del decenio fascista correspondió una formulación dogmática de los diversos problemas en estudio, que alcanzó el valor de un cuerpo de doctrina de vastas proporciones. El discípulo de Sorel, de Peguy y de Vüfredo Pareto supo, al transformarse en hombre de gobierno, conservar un plan superior de filosofía, una visión integral de los problemas desde donde considerar las cosas e indicar su solución práctica. A la fórmula de lucha de clases él supo oponer la de una armonía social, aunque dogmáticamente negó cualquier fundamento a la ecuación bienestar-felicidad. Atemperó mucho las fuerzas del capitalismo. Por el hecho de que no quiso, o no supo, o no pudo suprimirlas del todo y porque ellas le dieron en el último momento un golpe casi mortal, nos resulta difícil inculparlo. El mismo parece haberse dado cuenta de que el sistema no fue de los más felices cuando, al principio de este año, determinó la socialización de las empresas.
En el campo de la legislación positiva, la creación de los códigos mussolinianos constituye una obra a la altura, quizá, de la legislación napoleónica. Expresión fel siglo «corporativista», ellos llevan el sello de la personalidad del Duce y una visión verdaderamente romana del Derecho.
No menos ricas son las manifestaciones de este período fascista en la política internacional. La solución de la «cuestión romana» mediante la Conciliación; la conquista del Imperio, con la consiguiente expansión en África y con el retorno a una verdadera pasión africana en el ánimo del pueblo italiano; la creación de un sistema de alianzas continentales en el cual Italia jugara un papel de protagonista; la actitud en la guerra de España; la expansión en los Balcanes; la política de reivindicaciones con respecto a Francia, he aquí el balance de las realizaciones fascistas en esta materia.
Hay un momento en la historia de Italia que, seguramente, los italianos no podrán nunca olvidar: el momento de Munich, de 1938, cuando Mussolini tuvo que decir reciamente su palabra a favor de la paz en nombre de una Italia grande y fuerte como no lo había sido desde la caída del Imperio romano.
Llega, por consiguiente, el momento de preguntarse: ¿a qué fue debido el sucesivo colapso?, ¿cuáles fueron las fuerzas que tramaron el derrumbamiento del régimen interno de Italia y la pulverización de su prestigio? No nos parece suficiente la explicación de que el fracaso del régimen sea debido exclusivamente a las derrotas militares y que estas derrotas actuaran en virtud de causas exteriores. La explicación consiste, para nosotros, en una razón orgánica que pertenece al fondo íntimo del pueblo italiano. Los italianos no comprendieron que esta guerra era una guerra de proporciones históricas. Olvidaron por un momento su pasión africana, su voluntad de Imperio, y no se dieron cuenta de que una vez alcanzada una posición preeminente en el mundo hay que defenderla con una conciencia imperial permanente, ni de que una vez logrado tanto no se puede volver a querer menos, porque se corre el riesgo de desaparecer del todo. Pero esto prueba más: prueba que la voluntad de Imperio del pueblo italiano correspondió, en gran parte, a un momento de noble entusiasmo típicamente mediterráneo. Que Mussolini había logrado crear por primera vez desde los romanos, mediante una revolución, el clima favorable a este entusiasmo. Que durante más de un decenio el pueblo italiano — masa — quiso salir de su estado de ausencia y participar en la vida histórica.
Una serie de golpes militares lo llevaron nuevamente a su es19
tado de «normalidad» histórica. Pero la experiencia hecha no fue vana, ni mucho menos. En el momento del entusiasmo revolucionario colectivo, instante único en el cual el pueblo participó de la iluminación de su minoría directora, muchos cayeron mientras sus labios entonaban la canción de una Italia grande e inmortal. Y lo importante de todo esto consiste en el hecho de que no cayeron pura y simplemente, sino con) la conciencia de que Italia vivía un momento único, su momento histórico culminante, debido a un hombre cuya dramática, terriblemente dramática personalidad, se proyectará siempre sobre el destino de las generaciones italianas venideras.
Los pueblos se nutren históricamente, si quieren permanecer, de sus períodos de mayor gloria nacional.
«Una gran parte de los franceses del tiempo de Napoleón—dice Mussolini en su diario de la isla de Maddalena—, y algunos también hoy, lo condenaron como hombre nefasto que, por haber intentado realizar sus sueños desmesurados de dominación, llevó a la muerte a millones de franceses. También su obra en el campo político fue negada. Por fin, el Imperio fue considerado como una paradoja anacrónica en la historia de Francia. Pasaron los años, las alas del tiempo se extendien sobre los duelos y las pasiones. Francia ha vivido V esto viviendo todavía en la luz de la tradición napoleónica. Los veinte años napoleónicos, más que un episodio de la Historia son, en su deslumbradora grandeza, un hecho indisolublemente asociado a la conciencia nacional francesa. Quizá también en Italia ocurrirá otro tanto. El decenio que va desde la Conciliación al final de la guerra de España, el decenio que colocó de un solo golpe a Italia al nivel de los grandes Imperios, el decenio Fascista, durante el cual todos los hombres de nuestra sangre, diseminados por todas las partes de la tierra pudieron llevar la frente alta y proclamarse, sin enrojecer, italianos; este decenio estamos ciertos de que exaltara el orgullo de las generaciones que vivan en la segunda mitad de nuestro siglo... »
G. U.

notas:

2 Entendemos en este caso con la palabra «masa» al pueblo en cuanto actúa históricamente de por si, independientemente de la dirección que pudiera darle un grupo de minorías. Lejos, por tanto, de la interpretación peroyativa de esta palabra, que designe una realidad amorfa.