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Teología política

Cuatro ensayos sobre la Soberanía

Carl Schmitt

 

Teología política - Cuatro ensayos sobre la Soberanía - Carl Schmitt

205 págs.,
Medidas: 14 x 20 cm.
Encuadernación: Rústica
Editorial Struhart $ Cia.,
2004, Argentina
 Precio para Argentina: 240 pesos
 Precio internacional: 16 euros

 

La Teología política de Schmitt representa un documento central de la vida intelectual europea, que alcanza al problema de la legitimidad de la Modernidad y a la discusión sobre las vías muertas del proceso de secularización.
La obra comprende cuatro estudios sobre el concepto de soberanía. Datan de 1922, habiendo sido su primera reedición en 1934, sobre cuyo texto está realizada la presente versión española de Francisco Javier Conde.
Como todo concepto político, el de soberanía es un concepto polémico. Schmitt lo construye polemizando señaladamente con Kelsen, cuya obra estaba destinada, según propia manifestación, a "la eliminación del dogma de la soberanía". Nuestro autor comienza, en realidad, por el final, por la definición del soberano. Sitúa así al lector in medias res, porque, según él, "muchas veces la primera frase decide ya sobre el destino de una publicación". Pero el camino que va a esa definición es el siguiente:
* Forma jurídica y decisión. Crítica a Kelsen (cap. 2).
* Teología Política. La sociología de los conceptos jurídicos (cap.3).
* Decisionismo en los teóricos de la contrarrevolución (cap. 4).
* Soberano es quien decide sobre el estado de excepción (cap. 1).

 

ÍNDICE

TEOLOGÍA POLÍTICA I

Introducción

Prólogo

I. Definición de la soberanía

II. El problema de la soberanía como problema de la forma jurídica y de la doctrina

III Teología política

IV Contribución a la filosofía política de la contrarrevolución

TEOLOGÍA POLÍTICA II

LA LEYENDA DE LA LIQUIDACIÓN DE TODA TEOLOGÍA POLÍTICA

Nota para orientar al lector

Introducción

I. La leyenda de la liquidación teológica definitiva

II. El documento legendario

I. La conclusión legendaria

Epílogo

INTRODUCCION

 

Teología Política comprende cuatro estudios sobre el concepto de soberanía. Datan de 1922, habiendo sido su primera reedición en 1934, sobre cuyo texto está realizada la presente versión española de Francisco Javier Conde.

Como todo concepto político, el de soberanía es un concepto polémico. Schmitt lo construye polemizando señaladamente con Kelsen, cuya obra estaba destinada, según propia manifestación, a "la eliminación del dogma de la soberanía". Nuestro autor comienza, en realidad, por el final, por la definición del soberano. Sitúa así al lector in medias res, porque, según él, "muchas veces la primera frase decide ya sobre el destino de una publicación". Pero el camino que va a esa definición es el siguiente:

* Forma jurídica y decisión. Crítica a Kelsen (cap. 2).

* Teología Política. La sociología de los conceptos jurídicos (cap.3).

*Decisionismo en los teóricos de la contrarrevolución (cap. 4).

* Soberano es quien decide sobre el estado de excepción (cap. 1).
II

El punto de partida de Schmitt es la crisis de la definición bodiniana de soberanía (cap. 2). Esa fórmula había sido ampliada en el siglo XVIII al orden internacional por Vattel -jurista que influirá notoriamente en la concepción schmittiana del jus publicum Europaeum-, y en el siglo XIX, por los iuspublicistas alemanes, se la había retorcido hasta separarla del concepto de Estado: los estados miembros del II Reich alemán tenían carácter estatal, pero no eran soberanos.

La soberanía como poder supremo, originario e independiente, un poder que fuera causa sui, aparecía en los hechos como una noción inútil, porque no se ajustaba a realidad alguna. El mortal god hobbesiano, notablemente devaluado, mantenía un catecismo anacrónico.

Kelsen lo había advertido, y criticando la vieja fórmula había llegado a yugular la idea de soberanía. Para Kelsen el Estado es el mismo Derecho, el Derecho es norma, y la norma un juicio hipotético del deber ser. Del orden jurídico estatal se elimina así todo el elemento personal, decisorio. La competencia suprema, el poder bodiniano, queda deferido a una norma originaria, cuyo ámbito de validez estará a su vez delimitado por el derecho internacional, autoridad jurídica suprema.

Kelsen, para esta demolición, se ha servido del "formalismo jurídico" de Laband y Jellinek -aunque él no se declare su continuador sino su crítico-, que sostenía una concepción kenótica del Estado: es un dios autolimitado en sus atributos divinos, un legislador sometido a su propia ley. Kelsen reconoce explícitamente una deuda con Krabbe, que afirmaba la soberanía del Derecho frente a la soberanía del Estado, es decir, un imperio de normas y no de hombres. Ni siquiera se trata de un imperio, que requiere un componente personal, sino de normas que se limitan a regir como tales, impersonalmente, como advierte Schmitt en una obra posterior.

La común oposición al poder estatal centralizado había avecinado las posiciones de Krabbe a las de las teóricos de la corporación, que buscaban edificar de abajo hacia arriba una comunidad orgánica, exenta de soberanía bodiniana. Uno de estos teóricos definía al Estado, cúspide de la pirámide corporativa, como "el garante que decide en última instancia".

"El Estado es, pues, una forma -anota Schmitt, que rescata esa definición- (...) una forma configuradora de vida". En la reconstrucción schmittiana del concepto de soberanía se afirma la existencia, en la unidad de todo orden jurídico, de una forma, la decisión sobre la cual ese orden se asienta, y de una materia, el conjunto de normas que integran ese orden.

Debe aún despejar Schmitt la noción misma de forma: forma según la filosofía trascendental, kantiana y neokan-tiana; forma como regularidad nacida de la especialización, forma como técnica que tiende a hacerlo todo calculable, forma en sentido estético, en fin, definiciones todas ellas entremezcladas en la producción de los iuspublicistas de su tiempo.

La forma jurídica, en la teoría del Estado, tanto neokantiana como corporativa, fincaba en el desplazamiento del plano subjetivo al objetivo, "la objetividad que para si reclama Kelsen se reduce a eliminar todo elemento personal ya referir el orden jurídico a la validez impersonal de una norma impersonal"

Pero se requiere siempre la interposición de un sujeto jurídico con autoridad para poner en acto la norma. Es decir, sólo desde un centro de imputación personal, desde un sujeto jurídico con autoridad, desde un autor responsable, "se puede determinar qué es una norma y en qué consiste la regularidad normativa" El problema, pues, es quién decide, cuestión no contemplada en la norma. Antes de la norma está, jurídicamente, la decisión que, del punto de vista normativo, y como previa a él, "nace de la nada".

Hobbes, el maestro del decisionismo schmittiano, decía que "auctoritas, non veritas facit legem". Sin la auctori-tas decisoria, sin una instancia suprema personal, "estaría al alcance de cualquiera invocar un contenido justo". En la tensión entre el decisor y la razón normativa del contenido de la decisión, y en la significación autónoma del sujeto decisor, estriba la forma jurídica. Hablar de la instancia suprema decisoria implica hablar de la soberanía. Hablar de la soberanía es hablar del soberano.

III

¿Sobre qué decide en última instancia el decisor soberano? Sobre el estado de excepción. La excepción produce la decisión extra ordinem, que significa fuera del orden normativo, pero no del orden jurídico tota!. El milagro, en la teología, es también el acto extra ordinem, fuera de! orden natural pero no del orden divino. Para el Derecho, pues, el estado excepcional tiene analogía con el milagro para la Teología. No es caprichoso: "todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados".

Una vez más Schmitt polemiza con Kelsen. Es cierto que el jurista vienés había advertido, al mismo que nuestro autor, el substrato teológico de los conceptos jurídico polí-ticos corrientes (como le había ocurrido a Proudhon simultáneamente a Donoso). Para Kelsen se trataba, más bien, de una mutua impregnación: lo teológico actuaba en lo profano y lo profano reaccionaba sobre las categorías teológicas. Gustaba citar, en este sentido, al teólogo protestante L'Houet, para quien la idea de Dios marchaba conforme a las ideas sobre lo político, llegándose así a "un Dios constitucional y aun republicano". Schmitt propone, más profundamente y ahondando en la dirección de su maestro Weber, una sociología de los conceptos jurídico políticos, fundada en la correspondencia estructural entre "la imagen metafísica que de su mundo se forja una época determinada" y "la forma de la organización política que esa época tiene por evidente".

Esa correspondencia no es sólo evidente en las dos ciudades agustinianas o en la política tirée por Bossuet de la Escritura. Aun los precursores que, ante el espectáculo de las guerras civiles religiosas de los siglos XVI y XVII, fundaron tras una rupura casi freudiana con la Madre Teología, el jus pubiicum Europaeum del cual derivan los conceptos básicos de la actual ciencia Política; aun aquellos hombres destinados a instalar lo político en el aquende, "como la estaca pampa bien metida en la pampa", se llevaron consigo en su escape, dirá Schmitt en otro texto,"algunas cosas sagradas”. Se produjo así la irrevocable transferencia histórica de unas estructuras sistemáticas de raíz teológica, volviéndose evidente desde entonces que el lenguaje de lo Político resulta un tropo del lenguaje teológico o metafisico en sentido amplio, de lo que está más allá de lo físico.

Puede establecerse de este modo el correlato entre eldios del deísmo, respetuoso de la naturaleza y sus leyes y enemigo de manifestarse directamente, con los orígenes de la idea del Estado de Derecho, sometido a la legalidad y desconocedor de la contingencia excepcional. Al contrario, el teísmo de los autores contrarrevolucionarios los llevaba a postular un soberano tan personal y tan interventor providencial en el curso de las cosas como el propio ser supremo en el que creían. El dios del deísmo, aunque abstencionista, era todavía trascendente, "el montador de la gran máquina". Con el tiempo, se diluirá en la naturaleza, y más tarde en la historia y en el cambio social, y esta caída en la inmanencia producirá correlativamente un progresivo ocultamiento de la idea de soberanía. La "gran máquina", sin necesidad de maquinista, comenzará a andar por si misma, nueva edición del perpetuum mobile. La soberanía en la ciudad secular se diluirá en la norma y en los falsos universales cual la "voluntad general", como Dios en el mundo, en lo histórico y en la promoción humana. Es el tiempo de la última vuelta de tuerca: la nomocracia impersonal de Kelsen.
IV

Schmitt encuentra las dos notas configuradoras del soberano, la decisión y la excepcionalidad, presentes en el pensamiento contrarrevolucionario. La indagación schmit-tiana se despliega aquí polémicamente respecto de! romanticismo alemán, al que nuestro autor dedicó en 1925 un estudio de choque, Politisclie Romantik.

Los románticos alemanes -Novalis, Mühler, los Schlegel- ejercitaban según su comoatriota la incertidumbre del "coloquio eterno". Los contrarrevolucionarios -Bonald, de Maistre, Donoso-, en cambio, de cara a las revoluciones de 1789 y 1848, exigían la decisión ante una antítesis "sin mediación posible". Schmitt define la política romántica como el ocasionalismo de Malebranclie sub-jetivizado, lo que requiere una breve explicación. Mientras en la causalidad hay una relación especial y necesaria de la causa con el efecto, en la ocasionalidad la relación entre la ocasión y el efecto resulta indeterminada: la misma ocasión puede dar lugar tanto a la acción de causas como a la producción de efectos antinómicos entre sí. De allí que para el romántico la realidad se presenta, no como la dialéctica triádica hegeliana, sino de modo dilemático, como polaridades o pares de opuestos que no pueden resolverse absolutamente el uno en el otro: "todos los hombres -decía Novalis- están empeñados en un duelo perpetuo". (Del mismo modo entendía Proudhon el mundo económico en su "Sistema de las Contradicciones Económicas o Filosofía de la Miseria", y de allí su fundamental divergencia con el hegelianismo subvertido de Marx).

Se necesita, pues, una mediación entre los dos términos antinómicos. Esa mediación, según Schmitt, se realiza en los románticos por el propio yo, que desplaza a Dios: "lo especifico del ocasionalismo romántico está en que sub-jetiviza el factor espiritual del antiguo sistema ocasio-nalista (de Malebranche). Dios".

Para el contrarrevolucionario, opone Schmitt, no hay necesidad de la mediación de un tercer término superior. El contrarrevolucionario distingue siempre tajantemente, en este mundo sublunar, entre bien y mal, verdad y error, legitimidad e ilegitimidad, según un sistema que remite con la necesariedad de la ley causal las nociones de bien, verdad, legitimidad, a una última referencia que es Dios, Supremo Soberano, categoría normativa y, por lo tanto, según Schmitt, antiromántica.

Este formidable alegato schmittiano requiere, para el caso singular del romanticismo alemán, algunas matizaciones. Ante todo, hay que tener en cuenta que el romanticismo alemán, como bien señala Alain de Benoist, se levanta polémicamente contra la Aufksirung, contra la ilustración, lo que es decir también contra el dios ausentista que hemos visto en su background teológico. En cuanto al yo romántico, no es el individuo roussoniano, sino el apoderamiento por cada uno de su Yo trascendental, "convirtiéndolo así en el Yo de su yo", dice Novalis. En la búsqueda de ese Yo trascendental el hombre requiere un mediador, en definitiva, para el mismo Novalis, el Cristo, Dios-Hombre. Con estas precisiones se advierte que el romanticismo alemán no sustituye a Dios por el individuo. Aplicando la sociología de las conceptos jurídico politicos que enseña Schmitt, podría decirse que en el pensamiento contrarrevolucionario subyace un Yavé lejano y terrible, o cuando menos la teología del Padre, mientras que en la terminología política de los románticos alemanes está soterrado el teandrismo, la teología del Hijo.

Además, el romanticismo alemán no conlleva necesariamente "indecisionismo". Al contrario, su consideración de la realidad en general, y de la realidad política en particular, como dilemática, conflictual -en lo cual coincide con la conceptualización schmittiana de lo político sobre el distingo entre el amigo y el enemigo, y en lo cual diverge del modelo y racionalista del liberalismo- exige la decisión, aunque a conciencia de su trágica provisoriedad, ya que ninguno de los términos antagónicas podrá imponerse definitivamente al otro.

Para los contrarrevolucionarios, en cambio, por lo menos en la lectura de Schmitt, un imperativo de origen divino traducido en ley natural señala que uno de los términos del dilema ha de triunfar infaliblemente sobre el otro Todo caso es el caso extremo y requiere un Juicio Final.

De donde resulta, primero, que la decisión entre "negaciones radicales" y "afirmaciones soberanas", que exigía el Ensayo donosiano, no sería la decisión absoluta y "creada de la nada", como cree leer allí Schmitt, sino un acto que remite, a su vez, a una norma superior, universal y eterna. El decisionismo de Schmitt pertenece a una noción de lo político como esfera específica y autónoma; el decisionismo donosiano subordina lo político a lo ético y lo ético a lo teológico: "la ciencia política, la ciencia social no existen, sino en calidad de clasificaciones arbitrarias del entendimiento humano", asegura el Ensayo.

En segundo lugar, la conversión de toda decisión en juicio supremo, según la característica del "espíritu donosiano", puede conducir a la trivialización del acto decisorio, produciéndose, en esta vivencia de la normalidad como si fuese siempre excepcional, una invitación a la irrealidad semejante a la formulada por los teóricos del Estado de Derecho a vivir toda excepcionalidad como si fuese una situación normal. Estas observaciones no disminuyen la finura de Schmitt al haber aislado en la barroca escritura donosiana -"cada página es un paso; cada discurso una procesión", advertía Eugenio d'Ors-, en primer lugar, el juicio sintético y demoledor sobre el liberalismo continental corno "clase discutidora", cuyo único afán es postergar la decisión extrema. El liberalismo, según Donoso, dura el tiempo que puede suspenderse el juicio entre Barrabás y Jesús. Kelsen, en cambio, veía en el plebiscito evangélico la expresión del "relativismo político" en que se funda la democracia Razón tenía Legaz y Lacambra al carear el pensamiento del español y el del vienés, como tipo y antitipo ideales de la inteligencia política. También es acierto de Schmitt haber observado que el decisionismo donosiano, al desembocar en el recurso a la dictadura, entierra al legitimismo del que partiera. La dictadura cierra la discusión, clausura la suspensión del juicio. Pero la dictadura significa también la clausura sine die de la legitimidad tradicional, sustituida por la legitimidad carismàtica y provisoria del dictador, sea el que viene de arriba sea el que viene de abajo, producto siempre de la excepcionalidad y autor de la decisión que la zanja.

V

De Bodino a Kelsen corre un proceso de ocultamiento de la soberanía. Kelsen, genial encubridor, pone a la norma abstracta como criterio supremo del mortal god. Pero detrás de la norma, aun de la originaria, hay otra instancia. El mismo Kelsen lo sabía cuando, en refutación a los ius-naturalistas, dice que esta indagación transnormativa no descubrirá "la absoluta verdad de una metafísica ni la absoluta verdad de un derecho natural: quien descorra el velo y no cierre los ojos se encontrará cara a cara con la gorgona del poder". Schmitt desenmascara quién está más allá de la nomocracia. Pero no se trata aún del caos, de la guerra de todos contra todos, de la razón salvaje del poder puro, cuya cabeza medusina petrifica a quien se atreva a sostenerle la mirada. Es todavía el orden, el último componente del orden jurídico que está en condiciones de recrearlo o de crear otro distinto y se hace autónomo y absoluto: la decisión. El principio del orden, en la excep-cionalidad, se transfiere de la norma a la decisión. Allí aparece sin máscara el soberano. Desde ese momento el tema de la soberanía ya no podrá despacharse con una compilación de definiciones; a partir de Schmitt interesa quién decide soberanamente.

La decisión, pues, es el acto creador o recreador de un orden. Tiene un claro subsuelo teológico en el fíat del dios creador. Más atrás de la decisión está el caos, donde, como decia Hobbes, "nothing can be unjust", porque la noción del orden jurídico político está allí fuera de lugar. Es el estado de conflicto generalizado, que Clément Rosset define "una situación de azar físico no elaborado por el artificio social".

Este largo proceso de desvelamiento del soberano culmina cuando la noción de soberanía entra en una de sus crisis más agudas. Podría casi decirse que se trata de una revelación postuma.

La idea de soberanía supone un pluriverso de unidades políticas edificadas sobre el modelo del Estado- Nación, "esa obra maestra de la concepción europea y del racionalismo occidental", como dirá Schmitt. Tocqueville habia demostrado de qué modo la idea estatal nace con la translatio imperii a las monarquías nacionales europeas, y cómo la Revolución Francesa completó ese ciclo con la transferencia del monopolio de la decisión del monarca a la Nación, la nueva diosa. (Gobineau, que compartía el análisis, le escribirá a Tocqueville que "el padre de los revolucionarios y los destructores fue Felipe el Hermoso"). Napoleón lo dotará de un preciso aparato administrativo fuertemente centralizado.

La época actual es de resquebrajamiento del Estado Nación: "la época del estatismo está terminando ahora -escribió Schmitt- no vale la pena discutirla". Aunque formulada en otro contexto, puede aceptarse el juicio de Denis de Rougemont acerca de que la crisis del Estado Nación se da por ser "demasiado chico y demasiado grande a la vez". Demasiado grande y centralizado en lo interno, su monopolio de la decisión política se ha visto perjudicado por un proceso de neofeudalización, es decir, de fragmentación del sistema político estatal en subsistemas con pretensión autonómica. Muchos de estos subsistemas, de estos nuevos castillos - partidos, sindicatos, organizaciones financieras, etc.-, están, a su vez, vinculados a poderes supranacionales. El gran peligro del neomedioevo es que el conflicto desatado entre los nuevos castillos termine en guerra civil abierta, y en que tomen partido los grandes poderes supranacionales, fragmentándose así la unidad política estatal que, según Furio Colombo, "queda abierta y disponible para cualquier clase de conflicto y para cualquier clase de operación de poder, de acuerdo con lógicas que no conciernen ni a la población ni al lugar".

Demasiado chico, en cambio, resulta el Estado Nación hacia los peligros de afuera. El pluriverso regido por el antiguo jus publicum Europaeum se redujo, finalizada la Segunda Guerra, a un duopolio o condominio planetario, fundado en la disuasión mutua y el reconocimiento, por cada uno de los dos grandes poderes, de la esfera de influencia del otro. Debe observarse que ninguno de los dos poderes hegemónicos tiene la estructura del Estado Nación; antes bien, son sistemas políticos globales, de alcance mundial. Ambos procuran, como dice Schmitt en otro trabajo, pasar de la dualidad a la unidad; ambos aspiran a ser dominus orbis. De allí una coincidencia básica: fuera del ámbito de sus ideologías oficiales, de los alcances de su influjo o dominio, no hay nadie computable. No existe para ellos alteridad, pluralidad; piden un mundo sólo para un amo único. Ya en 1951, Schmitt señalaba que el duopolio podía ser, antes que la transición al one World, a la unidad totalitaria del globo, la vía hacía una nueva pluralidad donde la hegemonía fuese sustituida por "un equilibrio de varios grandes espacios que creen entre sí un nuevo derecho de gentes en un nuevo nivel y con dimensiones nuevas". La quiebra del Estado Nación centralizado y de raíz europea, no debe ser el camino para la hegemonía de un amo del mundo. Si recurrimos una vez más a la sociología de los conceptos jurídicos schmittiana, observaremos que en la pretensión totalitaria de los poderes hegemónicos, en su monodoxia, hay un subsuelo monoteísta, donde el monos corresponde a un dios que ha superado a todos los demás y no al Uno donde no existe absolutamente ningún número. En la idea del equilibrio, en cambio, subyace un concepto Politeísta, que así como reconoce que en este mundo pueden darse múltiples epifanías de Dios, reconoce también la diversidad, polifonía y policen-trismo político de ese mismo mundo.

El tránsito del Estado Nación centralizado al equilibriode grandes espacios requiere un nuevo tipo de distribución funcional y articulación territorial del poder: la federación hacia adentro, la confederación hacia fuera. En el proceso de federación interior cobra fuerza el pensamiento organicista que uno de sus grandes expositores modernos, Othmar Spann, filiaba en el romanticismo alemán. En el proceso confederativo habrá que recordar los orígenes históricos en la Lotaringia y el Sacro Imperio Romano Germánico. Los argentinos tenemos un antecedente sólido y mal estudiado en lo que Julio Irazusta llamó la "confederación empírica" de Juan Manuel de Rosas, y debe recordarse que, constitucionalmente, las denominaciones claramente confederales de "Provincias Unidas del Río de la Plata" y "Confederación Argentina" son aún nombres oficiales del país.

A esos grandes espacios confederales articulados orgánicamente en comunas, provincias, regiones y naciones les conviene la definición realista del soberano que da Schmitt, más que aquella vieja definición bodiniana, con los atributos del absoluto, que el Estado Nación centralizado mantiene cada vez más de un modo meramente nominal y formulario. Será esa reformulación de la soberanía o la hegemonía de un poder mundial. Y esto planteado, debe cesar la indebida interposición del prologuista entre el lector y el texto.

Luis María Bandieri

PRÓLOGO

 

Allí donde la "diferenciación de los espíritus" comienza, se encuentra el punto extremo de la distinción del amigo y del enemigo.

Todos los pueblos europeos están hoy empeñados en un torneo espiritual de signo universal, en el que tal vez caben algunos cambios tácticos, de situación, pero no una neutralidad espiritual. El que quiere permanecer neutral se excluye a sí mismo. Menos que otro pueblo cualquiera podía renunciar a la decisión un pueblo como el español, que en todos ¡os momentos cumbres de la Historia universal ha acreditado su arrojo para decidirse en lo que atañe al espíritu. Más bien cumple a otros pueblos medir sus fuerzas mirando esta energía española para la decisión.

Por eso el hecho de que se edite en lengua española esta publicación mía, que es mi contribución a tan magno torneo, tiene para mí una significación infinitamente mayor y harto diferente de la puramente literaria. Es un llamamiento desde un frente y compensa muchos esfuerzos y muchas amarguras; su valor primordial estriba en que acaso mi trabajo resultará fructífero en un pueblo cuyo espíritu y cuya ejemplaridad me han dado a mí mucho más de lo que yo pudiera devolverle.

El que conoce la dureza del presente torneo universal sabe que no importan los aliados tácticos, sino los verdaderos amigos. Por eso es mi mayor alegría que la traducción española sea obra de Francisco Javier Conde, cuyo espíritu y cuya alma he tenido ocasión de conocer y admirar en años henchidos de destino y a través de muchos e intensos coloquios.

Carl Schmitt