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El Mito de la Sangre

Julius Evola

 

 

El Mito de la Sangre - Julius Evola

 

240 págs.,
 Tapa: blanda
 Precio para Argentina: 50 pesos
 Precio internacional: 17 euros

 

 

 

La obra que aquí editamos por vez primera en nuestra lengua representa el más fundamentado y extenso trabajo que se ha escrito sobre el movimiento racista desde sus mismos orígenes en la Antigüedad hasta la concepción que lo hiciera famoso a Adolfo Hitler. Si bien dicho texto posee una finalidad principalmente expositiva, pueden hallarse en el mismo varias pinceladas de lo que nuestro autor manifestará más tarde en otra obra suya La raza del espíritu en la que aparecen expuestas sus posturas críticas respecto de las corrientes racistas de su tiempo, sin por ello incurrir en una postura moderna y ambientalista. Con la edición de este importante texto de Julius Evola Ediciones Heracles continúa con su esfuerzo por publicar las principales obras del pensamiento tradicional alternativo, expresamente silenciado por el poder moderno.

 

ÍNDICE
prólogo : La raza en el pensamiento evoliano por Marcos Ghio... ..............7
Introducción ................................................................................................ 27

Capítulo I: Los orígenes............................................................................... 31
Los axiomas fundamentales del racismo. La idea de raza en las antiguas tradiciones. Teoría de los astros y de los temperamentos. La teoría bíblica. Poligenismo. Razas místicas. El alma de las naciones. Fichte y el “pueblo originario”. La tesis aria filológica.

Capítulo II: l a doctrina del Conde De Gobineau....................................... 41
Los comienzos de racismo antropológico. El problema de la decadencia de la civilización. Primera tipología racista: los Arios, los Negros y los Amarillos. El ciclo heroico ario. Un nuevo método histórico. Roma “semítica”.

Capítulo III: Desarrollos posteriores..................................... 55
La doctrina seleccionista de De Lapouge . Woltmann y la “Antropología política”. La tesis “nordista” y el mito prusiano.

Capítulo IV: Las concepciones de Chamberlain...................... 70
La raza superior como empresa. El complejo eslavo-celta-germánico. La concepción histórica de Chamberlain. La ciencia “germánica”. El “caos étnico”. La “anti-Roma”. Racismo y mundo moderno. Racismo pangermanista.

Capítulo V: La teoría de la herencia....................................... 86
El racismo genético. Teoría del ambiente y teoría de la herencia. Leyes de Mendel. Hibridación y deshibridación. Deducciones racistas.

Capítulo VI: Tipología racista............................................... 102
El “cazador primordial” y el “agricultor primordial”. Hombre nórdico, hombre fálico, hombre occidental, hombre dinárico, hombre oriental, hombre báltico. La “psicoantropología” de Clauss. La religiosidad de la raza nórdica.

Capítulo VII: El mito ártico.................................................. 149
Exploración de los orígenes. La civilización del reno. La raza nórdico-atlántica. La investigación sanguíneo-serológica. El monoteísmo solar primordial.

Capítulo VIII: La concepción racista de la historia............. 169
El nuevo mito de la sangre de Rosenberg. La raza nórdica en la civilización oriental. La raza nórdica en la civilización greco-romana. Racismo anticristiano y neo-pagano. El mito de la nueva “Iglesia nacional alemana”.

Capítulo IX: Racismo y antisemitismo................................. 185
La cuestión judía. El problema étnico. Génesis del Judaísmo destructor. La “Ley” y la revolución. El odio hebraico. Las modernas formas de manifestarse del judaísmo. El problema hebraico no es de carácter religioso. Los Protocolos de los Sabios de Sión y su significado.

Capítulo X: La concepción racista del derecho.................... 204
La concepción romano-racionalista y la concepción biológica del derecho. Derecho positivo y derecho “viviente”. Desvalorización racista del Estado. La “fidelidad” y la pena.

Capítulo XI: La nueva legislación racista............................. 211
La ley nazi sobre los funcionarios. La prohibición de las uniones mixtas. La proscripción de los Judíos. Leyes sobre la higiene de la raza. Esterilización y castración.

Capítulo XII: El racismo de Adolfo Hitler............................ 219
La concepción del mundo del racismo. La tesis ariana. La concepción nazi del Estado. Estado y raza. La nueva educación racista. El mito del futuro.

Conclusión............................................................................. 232
Bibliografía............................................................................ 235

LA RAZA EN EL PENSAMIENTO EVOLIANO


a) Introducción
La obra que aquí presentamos es un texto escrito por encargo de una importante editorial italiana de ese entonces (Hoepli), en 1938, en una época en la cual el racismo comenzaba a tener una significativa importancia en tal nación. En efecto, si bien en sus comienzos el régimen fascista no había nunca formulado como una cuestión prioritaria el problema de la raza, su cada vez mayor cercanía con la Alemania nacional-socialista y la incesante crisis de la situación internacional agudizada por la creciente enemistad con la colectividad judía, en especial a través de las políticas exteriores hostiles asumidas en la relación con el gobierno norteamericano en el que la misma tenía una muy significativa influencia, hizo que tal problema en Italia empezase a tomar una cierta preponderancia. A ello se asoció, por las circunstancias antes mentadas, la promulgación de la legislación anti-hebraica en ese mismo año por la que se establecían límites restrictivos al accionar de tal colectividad en el seno de la sociedad italiana. Todo esto fue lo que hizo que el problema racial y, asociado a ello estrechamente, el judío, empezasen a tener en el seno de tal sociedad una importancia sumamente destacada.
En la obra aquí mentada Evola, en función del preciso encargo editorial, se dedica principalmente a exponer de la manera más acrítica y objetiva posible la historia del movimiento racista en aras de explicar las posturas vigentes en ese entonces presentes en la política asumida por el régimen nacional socialista, dedicando un capítulo específico sea a su principal doctrinario, Alfred Rosenberg, como incluso a su líder, Adolfo Hitler. Es dable destacar al respecto que, si bien no lo formula aquí en forma expresa, aunque sí hace notar ciertos excesos extremos a los que tales posturas pueden conducir, nuestro autor discrepa fundamentalmente con ambos y con varios de sus precursores, especialmente Chamberlain, tal como puede recabarse de una atenta lectura del texto. Pero, como aquí de lo que se trata es de exponer lo más objetivamente posible tales doctrinas, se reserva para otra obra, La raza del espíritu *, la exposición sistemática de su punto de vista sobre el tema. Por lo cual el texto que aquí presentamos constituye un prolegómeno necesario y útil para una mejor comprensión de la obra mayor aquí mentada. De cualquier modo, tal como nos hace notar uno de los comentaristas principales de Evola, Renato del Ponte, se perciben igualmente en El Mito de la Sangre significativas pinceladas de lo que será su visión crítica del racismo, en especial en la manera como son expuestas tales doctrinas y resaltadas sus aristas más conflictivas.
Es de señalar que sea dicha obra, como La raza del espíritu, fueron éxitos editoriales en su tiempo, cosa que en cambio no había sucedido con otros textos anteriores de nuestro autor y de mayor envergadura, tales como Rebelión contra el mundo moderno o incluso Imperialismo Pagano. Por tal razón y debido además a las alabanzas que Mussolini hiciera de aquellas, y en especial de la segunda, es que por mucho tiempo Evola fue conocido exclusivamente como un autor racista, como si ésa hubiera sido su actividad principal de escritor y, puesto que a su vez el racismo había sido un componente germánico adosado al fascismo italiano en su última etapa, la fama que se le creó fue también la de haber sido un pensador filo-nazi. La verdad es en cambio, tal como trataremos de reseñar aquí y ya lo hiciéramos en otros escritos, que el racismo de Evola tiene muy poco que ver con el que se sustentara hegemónicamente durante el período nazi resultando en cambio sumamente crítico respecto del mismo, especialmente de las vertientes oficiales que más peso tuvieron en tal régimen. Por supuesto que ello no será obstáculo para rescatar a algunas manifestaciones del mismo, tales como el racismo psíquico de Clauss o aun ciertas experiencias habidas con los Castillos de la Orden de la SS, pero es de acotar que las mismas fueron expresiones excepcionales que de ninguna manera representaron la generalidad del fenómeno, si bien nuestro autor pensó que pudiesen en algún momento convertirse en hegemónicas. Nunca podrá saberse al respecto si tales expresiones, de no haberse operado la circunstancia trágica de la última guerra y la caída del régimen nacionalsocialista, no hubieran podido alcanzar a tener una mayor preponderancia.
Formuladas tales salvedades necesarias, en lo que sigue, debido a que con seguridad muchas personas que se abocan a la lectura de esta obra no han leído La raza del espíritu, y si aun lo hubiesen hecho nunca está de más reflexionar sobre el tema, pasaremos a reseñar lo que, a nuestro entender, representa lo esencial en la doctrina de la raza de Julius Evola y aquello en lo cual se contrapone a la nacional socialista, sin pretender que ello signifique en manera alguna prescindir de la indispensable lectura de este texto aquí mencionado.

b) Fundamentos metafísicos de la raza en Julius Evola

Digamos primeramente que, en tanto enmarcado en la totalidad de su pensamiento, el racismo representa apenas un capítulo suplementario. La meta principal de toda la obra emprendida por Evola es la de rescatar los valores propios de un mundo que se encuentra ya extinguido y del cual sólo quedan rastros apenas perceptibles en el seno de una sociedad que no solamente los ignora cotidianamente, sino que incluso tiende a constituir un orden cada vez más antitético del mismo. Los vestigios de tal dimensión tradicional milenaria se pierden en un tiempo remotísimo cuya entidad resulta difícil de discernir además debido a las categorizaciones reduccionistas y parciales formuladas por el moderno. El mismo ha liquidado y reducido a dicho período de manera simplista con el despectivo mote de prehistoria y de primitivismo salvaje, esto es, como representando un mero antecedente del pasado infantil de una humanidad aun inmadura y en ciernes, la que se hallaría consumada en los tiempos actuales más perfectos de “progreso” y  “evolución”. Para nuestro autor en cambio, si bien es cierto que en tal pasado “prehistórico” se encuentran pueblos primitivos y salvajes, éstos no deben reputarse necesariamente como grados anteriores a un proceso evolutivo que habrían dado lugar posteriormente a la actual humanidad,  sino por el contrario también es posible pensar que hayan sido el producto de una decadencia respecto de algo superior y que representen incluso a grupos étnicos extinguidos que en manera alguna pueden ser asimilados como necesarios antecedentes de esta civilización. A su vez, si bien no existan “rastros” que así lo señalen, consistentes principalmente en huesos y restos fósiles, lo cual de ninguna manera debe ser concebido como el único modo de probar la existencia de algo, la unanimidad con que las sagas de las grandes religiones así lo testimonian nos permite hablar de una humanidad distinta y superior, de carácter inmortal, coexistente también en la “prehistoria” junto o incluso antes de los “salvajes” y cuyo orden representó, a contramano de aquello que hoy constituye la opinión vigente, un paradigma de civilización humana normal * .
A partir de los textos sagrados presentes en los más dispares espacios geográficos es posible pues recabar, en su adaptación a los léxicos actuales, una concepción del hombre y del mundo diametralmente opuesta a la moderna actualmente vigente. En dicha civilización anterior se constituyó un tipo de orden en el cual la existencia tenía un diferente sentido del que hoy existe. No se concebía como ahora que la misma se redujese a la simple remisión y resolución en la mera vida fugaz, reiterativa y vermicular, sino que por el contrario se la comprendió como un acto de trascendencia y de superación de tal dimensión, esto es en tanto sometimiento de la esfera biológica y material a través de la realización de lo eterno y de la divinidad ínsita en lo más profundo del sujeto, en aquello que hoy en día se conoce como la dimensión espiritual.
Desde tal óptica la antropología tradicional debe reputarse como absolutamente opuesta a la moderna. En aquella el estar vivo no era concebido ni como una circunstancia casual por la que de repente un yo se encuentra en una determinada raza o situación, ni como el producto de una fatalidad ajena a uno mismo por la que se le impone una cierta manera de ser no elegida ni decidida por éste, tal como se lo concibe hoy en día, sino que era comprendido en cambio como una elección trascendental efectuada antes de esta misma existencia y que obedecía a una meta precisa y puntual que, por afuera de esta misma dimensión temporal, el mismo se había fijado. El estar aquí y ahora, en este cuerpo determinado, en este tiempo y situación, en esta comunidad específica, no era reputado por el hombre tradicional como una cosa absoluta y excluyente en la que se agotaba la realidad del propio ser, sino apenas como una instancia más de carácter precario, superficial y transitorio, como un eslabón en una cadena de acciones obedientes todas a un determinado fin, a una meta que uno mismo se ha fijado, a una medida que se ha impuesto en función de un objetivo a realizar en el seno de las múltiples posibilidades de manifestación del ser. La existencia no es de este modo un mero dato, una “Historia” a la que debamos adaptarnos sumisamente y de manera fatal y necesaria, sino una tarea a realizar y el estar aquí encuentra su sentido en esta búsqueda incesante que uno debe hacer respecto del por qué y el para qué ello sucede de tal manera y no de otra y de la medida propia a encontrar. Mientras que el moderno, como el prisionero de la caverna platónica, se dedica a medir y calcular la “realidad” que se le presenta adelante sin preguntarse nunca por el por qué de la misma, el hombre tradicional en cambio se interroga siempre por las razones últimas que la determinan a ser de una cierta manera, tratando de explicar su significado y aquello que hace que haya debido suceder en modo tal de que uno deba encontrarse existiendo en una manera y no de otra. ¿Por qué estoy viviendo aquí, en este cuerpo, en este mundo, en este tiempo y situación y no en otras? ¿cuál es el sentido de todo esto? Tales son las preguntas que se formula el hombre de la Tradición. En cambio el moderno, a través de su ciencia y tecnología, ha construido un muro cuya función principal es la de producir el olvido e indiferencia respecto de tales cuestionamientos esenciales y proponiendo como alternativa de ello, como un verdadero alucinógeno, la “felicidad”, reducida a una mera vida placentera en la cual tales “problemas metafísicos” no existan y sean extirpados definitivamente de nuestra mente. Y es en función de producir tal olvido que él se agita y aturde en cada vez mayor medida, no encontrándose paradojalmente, a pesar de su pretendido intento tecnológico por simplificarlo todo, una existencia más repleta de complicaciones artificiales que la que nos brinda la sociedad moderna con todos sus progresos y quimeras, con sus alineaciones y cada vez nuevos mitos.
Buscarse a sí mismo, trascenderse, no quedar reducido a la simple inmanencia del medio y del ambiente: ésta es la meta principal del hombre de la Tradición. En tal contexto es como podemos hallar una primera aproximación a la idea de raza en Julius Evola. La raza no es una realidad que está allí como una cosa ajena a uno mismo, en la que el azar ha hecho que nos encontráramos casualmente, como podría haber sido en cambio de otra manera que tampoco fuera querida, sino que es algo que posee un sentido, el que debe ser develado, conquistado y realizado en una búsqueda incesante tratando de hallar en sí mismo lo que uno realmente es a lo largo de una sucesión de generaciones y circunstancias pasadas que van más allá de esta existencia actual en la que me encuentro ahora. La vida adquiere así un sentido diferente del que le otorga el hombre moderno en tanto que ella no se agota ni se resuelve en sí misma, en la inmediatez del instante, sino que es una incesante trascendencia y el buscar y hallar esta intencionalidad profunda, ínsita también en la propia raza, que es lo que se enlaza propiamente con la dimensión de la persona, comprendida como lo opuesto al mero individuo, es la tarea emprendida por el hombre de la Tradición.
Concebida en primer término la doctrina de la preexistencia, punto crucial de la metafísica de Evola y fundamento último de su “racismo”, es necesario establecer un vínculo preciso con otras dos intuiciones que pueden encontrarse también en filósofos tradicionales tales como Platón o Plotino, cuya  influencia resulta muy notoria en la doctrina evoliana. La misma puede recabarse de la formulación de dos mitos precisos que están presentes en el pensamiento de tales filósofos, el de la Reminiscencia y el de Dionisio.
Por el primero se concibe la existencia espacio temporal del sujeto como un acto de encarnación producto de una decisión trascendental, la que ha significado en éste dos cosas diferentes: por un lado, en la medida que se ha producido una interferencia entre dos situaciones antitéticas, un yo espiritual que ya era anteriormente y un cuerpo espacio-temporal sometido a los avatares del devenir, ello ha significado una tendencia al olvido de la esencia más profunda de tal yo; pero por el otro el hecho de haber venido de otra parte ha representado también un impulso hacia la trascendencia gestado a partir de tal origen más profundo. Es decir que si encarnarse o vivir representa por una parte una caída de nivel, en tanto significa el pasaje de lo imperecedero a lo perecedero, por la otra tal situación posee el valor de producir un reactivo y una vivencia espiritual cuya intensidad no se experimentaba en estadios anteriores. En el hombre coexisten pues dos tendencias antagónicas. Por el primer movimiento se ha producido un descenso por el que el yo ha ido perdiendo paulatinamente la propia esencialidad disolviéndose en la dimensión opuesta, de carácter espacio temporal, en un proceso que ha abarcado momentos diferentes de degradación hasta arribar a la dimensión más baja constituida por nuestra época postmoderna y light en la cual la tendencia contraria hacia la elevación y la trascendencia, la relativa a la persona, se ha prácticamente diluido y mantenido viva tan sólo en algunos en forma aislada. Por el otro en cambio tiende por el contrario a apartarse de la misma y a elevarse, sintiéndose estar en ella como un mero peregrino en una búsqueda incesante de algo superior en razón de la instancia de donde se ha venido. El instrumento que nosotros hemos elegido para realizar nuestro fin espiritual, consistente en la realización de la eternidad, en el momento mismo de operarse el acto de encarnación en la dimensión espacio temporal, ha implicado pues el riesgo severo de disolverse y confundirse en la misma.
En razón de tal dualismo antropológico son posibles dos tipos de sociedades. Aquella ordenada en función del descenso del hombre hacia las dimensiones más bajas del devenir y el olvido del ser, o por el contrario aquella de carácter anagógico dirigida hacia la elevación de éste a su meta principal que se encuentra más allá de lo que es la mera vida. Desde un punto de vista tradicional la sociedad y el mundo, lejos ser fines en sí mismos, son medios encargados de brindarnos puntos de elevación, los cuales son diferentes de acuerdo a las épocas en que se ha vivido. Una sociedad plenamente enmarcada en valores tradicionales se caracterizaba por el hecho de que todo lo que en ella existía estaba ordenado en modo tal de facilitar el despliegue de tal orientación superior; la misma pues era un orden anagógico cuya función era la de elevar al sujeto de su condición inmediata y efímera hacia una dimensión que lo trascendiese. Por lo que las personas se dividían claramente entre dos categorías diferentes, la de los que eran más (magis) y por lo tanto conformaban la clase de los maestros (magistri), en tanto que eran los que en grados distintos podían elevarse por sí mismos y aquellos que en cambio, en tanto carentes, precisaban de otro para hacerlo: éstos eran los discípulos. Los primeros eran aquellos que, por haber desplegado en mayor medida el grado de espiritualidad y su dimensión de persona, es decir por tener conciencia plena y recuerdo de la meta existencial propia, por tal razón eran guías e “iniciaban” a los discípulos, los que a su vez se caracterizaban por presentar como virtud propia un grado de docilidad que les permitía ser rectificados. Por supuesto que ello es lo opuesto exacto a lo que sucede hoy en día en una época de decadencia terminal de “educación sistemática”, en donde el maestro ha dejado de ser tal y simplemente “instruye” o “alfabetiza” y menos que menos educa, es decir “rectifica” al “educando”, al cual por el contrario, le debe “respetar” la totalidad de su naturaleza espontánea y puramente material, instintiva y “social”, corriendo el riesgo, en caso de no hacerlo puntualmente, de ser reputado como “autoritario”, no siendo por lo tanto en manera alguna un paradigma a imitar, y en consecuencia tampoco propiamente un maestro, sino apenas un ser gregario más y de los tantos individuos que componen una determinada especie. La educación consistía pues de esta manera en un acto de reminiscencia por el que el hombre “recordaba” las razones por las que estaba aquí y aprendía no solamente a vivir, pues la existencia era algo más que la vida animal que se encuentra al nacer, sino principalmente a morir.
En tanto que la vida no lo era todo, la muerte no era concebida como una nada, como el acto de disolución absoluta del propio ser que nos abandona de repente y en manera simultáneamente necesaria y azarosa, del mismo modo a como antes habíamos comenzado a vivir. De acuerdo a la óptica tradicional ella era por el contrario un estado de ser, un momento determinado enmarcado en un tránsito más profundo y duradero compuesto por diferentes posibilidades y etapas, de acuerdo al grado de elección trascendental efectuada y que podía resolverse en metas distintas. Un yo que se “iba” se podía después volver a manifestar de reputarlo necesario, podía también detenerse en la sucesión de manifestaciones y alcanzar un estado de quietud y de inmortalidad duradera, o simplemente fenecer y disolverse en la nada en la medida que había sucumbido en su empresa sin haber alcanzado a “recordar”, tal como es lo que mayoritariamente acontece hoy en día en esta época compuesta esencialmente de seres fugaces, efímeros y vermiculares, de simples imágenes que brillan y desaparecen raudamente como luces en la noche. En tanto que ni la muerte ni la vida representaban estados absolutos, lo que de ninguna manera podía aceptarse era la presencia de una sola posibilidad entre las aquí mentadas, esto es la democracia que, en tanto fenómeno actual y omnicomprensivo, rige también y especialmente en la esfera espiritual en la totalidad de las cosmovisiones modernas, sea cristianas sostenedoras de la inmortalidad colectiva atribuida a todo ser con forma humana, sea teosófico-reencarnacionistas sostenedoras de la salvación universal, la que no es otra cosa que una secularización del evolucionismo; sea postmodernas, pregoneras de la existencia única e irrepetible, sin antes ni después y de la cual hay que disfrutar antes de que nos desaparezca. Todas ellas son por igual concepciones que asignan unidimensionalmente situaciones que serían inherentes a todos los individuos por igual y en manera indiferenciada. Para el hombre tradicional en cambio cada uno por su existencia elegía, de acuerdo a la manera como ésta se había desenvuelto, hacia dónde ir, aquello que iba a hacer posteriormente en relación a su grado de responsabilidad y no había así nada que le fuera impuesto en forma anticipada y absoluta ni antes ni después de la existencia, aunque éste en el fondo lo ignorara, tal como sucede entre la mayoría de nuestros contemporáneos.
El segundo mito, vinculado estrechamente con el primero, y de singular significación para comprender el racismo evoliano, es el de Dionisio. El mismo puede formularse de la siguiente manera: Dionisio, hijo de Zeus, es devorado por los Titanes envidiosos, Zeus los destruye en venganza, pero, presa de nostalgia y dolor por el hijo perdido, de las cenizas de éstos crea al hombre. Compuesto por lo tanto de dos principios, divino el uno, en tanto proveniente de Dionisio, corruptible y material el otro, en tanto proveniente de los Titanes.
A partir de lo cual se perfilan en el hombre nuevamente dos posibilidades, dos caminos existenciales antitéticos, los que se plasman a su vez en dos razas presentes en grado distinto en uno mismo y con diferentes nombres de acuerdo a las circunstancias, las cuales deben ser halladas y recreadas en su pureza más plena a fin de ser capaces de purificarse en concordancia con la elección trascendental. Liberarse de la raza titánica, tal es la tarea ascética a efectuar tratando de hallar en qué expresiones de la propia historia la misma se encuentra en contraposición con la raza dionisíaca. Buscar pues lo divino, que está presente sea en sí mismo como afuera de sí en las distintas generaciones, éste era el sentido que tenía para Platón la empresa de la filosofía. Olvidarse de tal origen sagrado es en cambio la actitud propia del moderno.
Y es aquí en donde podemos ingresar de lleno al tema del racismo y ver las dos posibilidades existentes ante el mismo: el racismo biológico cuya secuela final será el nacional-socialismo representado por Rosenberg  y el espiritual cuyo exponente principal y hasta diríamos excluyente es Julius Evola.

c) Dos racismos: moderno y tradicional.

Hemos dicho que lo que resulta propio de lo moderno y de la sociedad actual es la actitud de olvido respecto de lo que se es y de dónde se viene, habiendo sido efectuado ello en grados y niveles diferentes de intensidad. Al olvido metafísico primigenio respecto del por qué de la existencia y de su situación anterior a la misma le ha seguido el olvido respecto del pasado histórico de la comunidad en la que se vive así como también respecto de la raza a la que se pertenece y de sus caracteres propios. El ser sin raza, sin historia, anónimo y sin carácter se inscribe para el moderno en la tendencia inveterada a hacer tabula rasa de todo lo existente anteriormente al sujeto y a la propia inmediatez, como si recordar el origen y el pasado representara una fuga y distracción respecto del aquí y ahora al que se convierte como lo único verdaderamente existente, la única meta a realizar. Él no reputa a la vida en la que se encuentra como algo ocasional y con un significado ulterior, sino como la única realidad verdadera y a la que por lo tanto en cuanto tal debe venerarse ofrendándole la totalidad del propio ser, liberándola de cualquier distractivo o “alineación”. Se presenta ante la misma en un estado de pasividad por el que se disuelve en ella asumiéndola como fatal y necesaria y en la que le ha tocado estar con independencia de su voluntad, reduciéndose así, con resignación en muchos e indiferencia e ignorancia en otros, a la condición de parte de un todo que lo trasciende, no existiendo por lo tanto nada en él que se halle más allá del medio ambiente y de la “sociedad” en la que se encuentra. A su vez la “vida” y la “sociedad” lo forman de este modo como a una arcilla a la que se le imprime un molde determinado cada vez más semejante al que reciben los otros, es decir, lo masifica borrando en él cualquier huella de su propia personalidad aun incipiente, extirpándole toda forma de recuerdo de su pasado, al ser la memoria una dimensión que se encuentra en la esfera más profunda de su Yo vinculada a su impulso espontáneo por querer remitirse a su origen primigenio y a las razones últimas que explican la propia existencia.
Ante ello el hecho de buscar dentro de sí, entre las diferentes orientaciones existentes, a la propia raza, es decir, aquello que realmente se es, significa por lo tanto trascender la modernidad. Es el impulso por querer conocerse más allá de la circunstancial situación en la que uno se encuentra y tratar de hallar así un por qué y un para qué nos encontramos aquí y ahora. La primera constatación que puede hacer el racismo espiritual es que, justamente a partir de tal situación de hecho en que se encuentran habitualmente nuestros contemporáneos, resulta irrebatible sostener que somos el producto de una mezcla originaria entre dos razas antitéticas y antagónicas: una es la que se manifiesta a través de esa tendencia que nos hunde y asimila en la cotidianeidad y otra en cambio es la que nos eleva desde esta situación y nos impulsa hacia la trascendencia. Somos pues simultáneamente seres descendientes del Titán y de Dionisio, o también hiperbóreos y telúricos a un mismo tiempo, seres que son un compuesto de cielo y de tierra, en los cuales se manifiesta, en grados diferentes, la presencia de dos direcciones antitéticas. El hombre es pues una combinación entre dos principios, el uno es el que se ha plasmado en la constitución del mundo moderno y el otro está representado por ese deseo, en muchos aun confuso, por querer trascender tal realidad que nos rodea. Desde la óptica de un racismo espiritual el hecho de ser moderno no es una circunstancia fatal ni necesaria, tal como creen los hombres de tal edad, sino el producto exasperado de una determinada raza presente en nosotros mismos como una forma impura y defectuosa y a la que debemos abatir. Es la raza titánica, la raza del hombre fugaz y efímero al que se modela y masifica pasivamente, del sujeto sumergido y reducido a la mera temporalidad y devenir en lo que se disuelve. Frente a la misma se encuentra la raza de Dionisio, el ser divino, el eterno, cuya existencia y recreación está sometida a una prueba, a una guerra santa e interior por la que debe lograr el doblegamiento del hombre moderno y titánico que existe en uno mismo instaurando la dirección contraria. Por la misma debemos llegar a ser capaces de concebir a esta existencia no como un absoluto, sino como un grado más de manifestación englobado en un fin que la trasciende. A su vez y como una extensión de tal combate sostenido en el seno de uno mismo, de ese conflicto interior que acontece en lo más profundo de sí entre dos razas antitéticas, es que se desenvuelve también la otra guerra, la de la Rebelión en contra del mundo moderno, al que hay que abatir para restaurar la Tradición superando así los límites finitos del propio yo. Dicha guerra, si bien debe iniciarse en la interioridad del sujeto, es infinita y por ende no queda recluida adentro de los propios límites. Ésta es pues la raza espiritual y dionisíaca que debe ser encontrada en nosotros mismos trascendiendo el mundo moderno.
Por lo tanto buscar la propia raza e historia implica esencialmente efectuar una selección en el seno de sí y de la colectividad en que uno se encuentra entre direcciones contrarias. Evola considera que, de la misma manera que en uno mismo deben discriminarse inclinaciones antitéticas provenientes de estos dos orígenes distintos, ello es posible también hallarlo exteriormente en toda comunidad histórica a través de un señalamiento paradigmático de razas diferentes. Es decir que en toda comunidad se manifiesta en grados distintos sea una civilización y una historia del hombre telúrico y titánico como a su vez otra del hombre hiperbóreo y dionisiaco, desarrolladas ambas simultáneamente en una misma circunstancia concreta. En Italia, por ejemplo, que es la experiencia inmediata con que nuestro autor se encuentra, él halla tal dicotomía en lo que él denomina como el antagonismo entre la raza mediterránea y latina, por contraposición a la ario-romana o también, en tanto remitida a su presente, del hombre fascista (por supuesto que purificando al fascismo de todas sus abundantes connotaciones burguesas). Las dos se caracterizan por expresar en el seno de una misma circunstancia histórica y geográfica estas manifestaciones posibles, de carácter moderno la primera en tanto impulso a radicarse en la mera inmanencia y hacer de la simple “vida” la meta existencial, y tradicional la segunda en tanto proyectada hacia lo que es más que todo ello. En otros textos hemos hecho alusión a que también esta dicotomía puede ser resaltada en nuestra sociedad argentina de la misma manera que en otras, y es la que en nuestro caso específico contrapone al hombre democrático con el hombre de Malvinas, es decir el espíritu telúrico y burgués por un lado, dispuesto a apacentarse en la vida moderna y materialista, y el tradicional heroico y guerrero por el otro dirigido hacia la negación y superación de tales límites. Ambos tuvieron manifestaciones históricas distintas en grados también diferentes en cuanto a duración e intensidad. No olvidemos que la raza del hombre de Malvinas tuvo una repentina irrupción con una inesperada guerra en 1982, la que fue sofocada luego hasta nuestros días por la raza del hombre democrático, verdadera causa última de la profunda decadencia de nuestro país.
Ahora bien, yendo a la circunstancia concreta del racismo surgido en Europa en el siglo pasado con su secuela final en el nacional socialismo, Evola considera que, tomado en sí mismo, representa un fenómeno al que deben reconocérsele caracteres positivos, tal como ha acontecido por ejemplo con el caso del movimiento nacionalista. Cuando el nacionalismo rescata del olvido en el hombre a su pasado histórico frente al humanismo abstracto y anónimo del iluminismo liberal, ello en sí mismo representa un hecho auspicioso, pero sin embargo esto sólo no significa aun haber salido de los márgenes de la modernidad. Él considera que puede existir un nacionalismo puramente historicista que rescate el pasado sin beneficio de inventario y resalte lo propio simplemente por ser tal independientemente del valor que éste posea, creyendo así falsamente que porque el movimiento que lo precediera era universalista y anti-histórico, por lo tanto todo ideal de carácter universal resultaría negativo, así como la historia en sí misma se convertiría en la fuente de toda verdad. En los dos casos el hombre queda recluido en la inmanencia y el movimiento a trascenderla que se había iniciado queda de este modo trunco generando así un nuevo fatalismo y una nueva pasividad y sumisión. Así como en el caso anterior el hombre debía someterse a la “realidad única” que se le presentaba absoluta y fatalmente, ahora tal objeto de sumisión y determinismo estaría representado por otra realidad “de hecho”, la patria, el patrimonio histórico y cultural propio. De la misma manera que puede existir también un racismo que, reduciendo por un lado la reivindicación de la raza a su fenómeno puramente externo y superficial, es decir a lo relativo al propio cuerpo, termine identificándola con la propia comunidad tal como ésta se presenta con independencia de los valores que la misma posea, sean ellos positivos o negativos, aceptándolos simplemente porque son los propios y no porque sean realmente valiosos en sí mismos. De esta manera el racismo, lo mismo que cierto nacionalismo, termina constituyéndose en otra de las tantas formas degradadas de modernidad, consistente en la asunción de una actitud de pasiva aceptación de lo existente por parte del sujeto y no de discriminación y selección. En este caso ello acontece a través de la adhesión a un relativismo consistente en una exaltación obtusa e irracional de lo propio con independencia de cualquier valor superior. De este modo al racionalismo burgués e iluminista que formula ideales universales abstractos ajenos a la raza y a la historia por los cuáles pretende subsumir todo lo existente, le termina oponiendo un irracionalismo consistente en la exaltación de lo meramente instintivo: en los dos casos el hombre queda recluido en la esfera de la inmanencia. En realidad de lo que se trata es en vez de sustentar aquello que es más y no menos que la razón discursiva, el intelecto, el espíritu, la capacidad de captar y realizar lo divino y trascendente en sí mismo y en los otros. En su rechazo por tal posibilidad existencial en el hombre concuerdan por igual sea el racionalismo liberal iluminista como el irracionalismo propio del racismo nazi, constituyéndose así ambos en dos caras distintas de un mismo fenómeno moderno.
Ha acontecido de este modo con tal racismo que la reivindicación de la raza, en vez de ser concebida como la de una realidad trascendente a buscar en uno mismo a través de una ascética que opera entre orientaciones antagónicas, se convirtió en cambio en una simple sacralización de la inmanencia, rechazando la existencia de una dimensión metafísica y reduciendo la realidad a lo que es puramente material asimilable así al cuidado que puede tenerse con el pedigrí de una determinada especie viviente, tal como acontece con los perros o los caballos, resultando así un movimiento afín con el cientificismo materialista moderno encargado de identificar al hombre con el animal. La consecuencia de haberse negado la existencia de una dimensión superior espiritual y divina en el hombre dio así por resultado que se redujese la cuestión de la raza a un capítulo perteneciente a la simple biología. De tal modo, como hizo notar Evola, con el racismo ha sucedido que, partiendo de un reclamo justo y positivo cual era la de la búsqueda del origen en el hombre, ha terminado en cambio produciendo el último zarpazo que la modernidad podía dar confiscando para sí a una categoría que aun pertenecía al mundo de la Tradición y que todavía no había podido ser bastardeada, la de raza, comprendida como herencia metafísica y sagrada presente en el sujeto y que poco tiene que ver con el mundo animal, por más que puedan existir semejanzas puramente externas con el mismo, las que eventualmente pueden tener valor como símbolo o analogía, pero en ninguna manera reducir a la totalidad del hombre.
Sin embargo Evola, a diferencia de otros autores críticos hacia tal movimiento al cual identifican con el modernismo, tal como aparece sea en el prólogo como en la conclusión de esta obra, es prudente al considerar que, a pesar de todas las limitaciones aquí mentadas, el hecho de que aunque sea parcialmente haya formulado el problema de la herencia, aunque ello haya sido reducido exclusivamente a un plano biológico e inmanente, sin embargo, si lograra ser profundizado, tal como considera que ha acontecido en ciertas posibilidades del nacional-socialismo lamentablemente permanecidas en ciernes  o abruptamente abortadas con la resolución bélica, podía haber recreado ciertos principios tradicionales en contraposición con las posturas socialistas y ambientalistas propias de la modernidad vigente.
En lo que sigue sintetizaremos las principales objeciones que Evola dirige al racismo nacional-socialista con la intencionalidad precisa de rectificarlo.
1) Ha reducido la raza a un fenómeno biológico llegando así a negar la existencia en el hombre de una dimensión trascendente asumiendo de tal modo las acusaciones triviales que la modernidad ha efectuado hacia todo aquello que no es material o “positivo”, a lo que califica también como un “duplicado esquizofrénico” de la realidad. Es decir que en tanto ha rechazado la existencia de una dimensión metafísica y reducido unidimensionalmente lo humano al plano puramente físico y materialista, ha profundizado de este modo la decadencia moderna. A pesar de tal racismo, el hombre es principalmente una realidad espiritual y el espíritu no es un epifenómeno del cuerpo, tal como sostienen los mentores de tal movimiento, pues lo superior no puede comprenderse a partir de lo inferior.
2) Por tal razón, la raza, que desde un punto de vista tradicional se plantea como una cosa a ser buscada y actualizada a través de una profunda e incesante actividad ascética, y que por lo tanto podía existir de manera excelente tan sólo en algunos que oficiaban de guía (magistri) para el resto de la comunidad, queda aquí reducida a una cosa que se encuentra ya hecha y al alcance de cualquiera en tanto que sin más se trae al nacer, sin haber tenido que intervenir la voluntad humana para ello, no habiendo así necesidad alguna de buscarla o de transformarse a sí mismos, sino simplemente la de dejarse afectar y determinar por tal fatalidad evitando simplemente en lo sucesivo la presencia de cruzas impuras. Una vez más el hombre queda reducido a su medio que en este caso recibe el nombre pomposo de raza.
3) El racismo nazi se vincula así con la asunción de un cierto nacionalismo de corte relativista promovido por la Revolución Francesa y por la Modernidad y concebido como quiebra del universalismo medieval. Para éste la raza pasa a formar parte de un patrimonio heredado que no se elige, sino que por el contrario somos elegidos por ésta, por lo que nuestra función se reduce a hacerla perdurar y triunfar sobre las restantes con independencia del valor que la misma posea. Es desde tal óptica que, con la calificación de ario referido a la propia comunidad, se le asigna a ésta en forma unilateral y caprichosa un carácter de superioridad respecto de las restantes. En esto queda siempre indeterminado saber si una raza es superior tan sólo porque es la propia y por lo tanto la tarea del sujeto es hacerla vencer en una lucha por el triunfo del más apto, o si por el contrario este hecho alcanza a ser algo excepcional resultando los beneficiaros de ello un “pueblo elegido” a pesar de la propia voluntad y no en cambio un pueblo que elige cuál es la orientación a seguir. En el caso aquí aludido se recrea el idealismo fichteano para el cual lo germánico era considerado como sinónimo de verdadero y de bueno y lo no germánico u opuesto a lo germánico, era en cambio reputado como un disvalor.* Aquellos que no forman parte de este pueblo privilegiado estarían condenados a un estado irreversible de inferioridad.
4) Puede decirse así que, a pesar de los anatemas descalificatorios dirigidos hacia el judaísmo, en realidad el nazismo biológico no rechaza, sino por el contrario asume el espíritu más profundo presente sea en su vertiente secularizada como talmúdica, siendo a su vez la misma una de las principales inspiraciones de la modernidad. Esto aparece en su asunción del concepto de “pueblo elegido”, por la que se expresa también aquí la idea de la existencia de una raza que sería superior a las restantes, las que deberían a aceptar su señorío. Discrepa tan sólo con el mismo en determinar cuál de los dos es el encargado de dirigir los destinos del planeta, si el “ario” o el “judío”. Cuando hoy en día ciertos movimientos políticos, en especial de izquierda, hablan de las afinidades entre el nazismo y el judaísmo sionista, no están del todo equivocados.
5) En tanto fundado en un sentimiento moderno y por lo tanto acorde con toda la tendencia titánica antes mentada considera la superioridad de la raza, aria germánica en algunos casos, o simplemente blanca en otros, en función de ciertos logros acontecidos en el plano de las ciencias y de la tecnología. Dicho sentimiento hoy resulta también algo propio de los europeos y norteamericanos quienes de la misma manera exaltan la superioridad de su civilización en función de sus mayores capacidades tecnológicas y económicas, las que también justificarían nuestra subordinación a su visión omnicomprensiva y globalizadora.
d) Racismo y Judaísmo
Una vez que se ha rechazado el concepto de pueblo o raza elegida propio de ciertas expresiones modernas, tales como el nazismo biológico y el judaísmo talmúdico, digamos lo último en relación al enfoque que en esta obra nuestro autor nos ofrece del problema judaico.
En primer lugar no existe para él un pueblo que hoy en día posea en exclusividad los caracteres de la raza espiritual hiperbórea, dionisíaca o simplemente Tradicional. Dicho elemento divino está presente en todas las comunidades con independencia de su color de piel o del lugar geográfico en que se encuentren. Podrá haber algunas que por su historia pasada posean un grado mayor que otras que les permita realizar tal raza interior de una mejor manera y con posibilidades mejores. Sin embargo nada está dado anticipadamente. Es verdad que la raza blanca rubia, occidental y nórdica puede en algunos casos haber tenido una mayor aproximación con tales valores, del mismo modo que a un hombre medieval le ha resultado más fácil acceder a una dimensión espiritual que al de la light y rockeada sociedad postmoderna. Sin embargo, tal como decían los Dióscuros: “estamos más cerca de un bantú, que con todas las limitaciones que le ha producido su cuerpo y su cultura tribal, a pesar de ello se ha mantenido fiel a sus dioses, que de un sueco o noruego rubio, en orden con su cuerpo, pero que espiritualmente es una excrescencia que se reduce y resuelve en una existencia de carácter hedonista”. Del mismo modo que hoy en día estamos mucho más cerca de los árabes semitas de piel oscura o aun somalíes africanos y negros ofrendados en una plegaria de cinco veces diarias y luchando como monjes guerreros y mártires por la Tradición espiritual de su pueblo que de esos norteamericanos yankis o europeos blancos y rubios y aun de modales finos y educados, pero volcados como ebrios a una sociedad de consumos infinitos.
Ha sido un mérito indudable de Evola haber separado la idea de raza de la de fatalidad y determinismo. No se es elegido por una raza, sino que la raza es algo que se elige. No existen ni razas elegidas ni razas condenadas, todo hombre tiene la posibilidad de hallar en el seno de sí mismo a la propia raza espiritual y superior y los caminos para ello deben ser hallados en la  civilización, historia y religión de la que se forma parte, pues ellas son nuestro lenguaje propio. Por supuesto que hay mayores o menores posibilidades de realización, de la misma manera que no todas las épocas han proporcionado idénticos sostenes para la realización de la misma. Una sociedad tradicional era aquella en donde cada acción era un rito y cada realidad un símbolo que permitía elevarse desde esta situación material. En un desierto crepuscular como el actual en donde prácticamente todos los sostenes han desaparecido resulta sumamente más difícil pero no imposible realizar tal fin. Sin embargo es dable también decir con los grandes místicos que quizás estar aquí es porque hemos querido otorgarnos una medida difícil probándonos “como el oro por el fuego”.
Podemos finalmente formular una última objeción respecto del tratamiento que en esta obra se hace del tema judío, el cual, tal como dijéramos, por las limitaciones propias de una simple exposición de un problema y de las circunstancias de la época, debía ser parcial. Dijimos que el racismo en Evola no es fatalista. Uno no está condenado a ser parte de una raza elegida, sino que debe siempre elegir entre orientaciones existenciales diferentes a la raza del espíritu que le concierne. Que no resulta por lo tanto un factor determinante haber nacido en una raza o en un pueblo en particular si no se es capaz de recrear en el seno de los mismos aquellos factores positivos y de carácter espiritual que deben actualizarse. Ahora bien, al tratar aquí el problema judío vemos cómo nuestro autor, tras destacar el factor corrosivo y deletéreo producido por tal comunidad en el seno de las naciones, por lo que en algún momento llega a definirlo como una anti-raza, sin embargo deja en suspenso lo concerniente a la posibilidad de redención que el mismo puede tener a fin de superar tal condición deletérea. Al respecto el antisemitismo ha producido dos manifestaciones diferentes en Europa. La solución católica fue por años la de considerar que la resolución de tal problema pasaba por la conversión del judío a la religión propia. A través de la misma, por el reconocimiento del Mesías verdadero, el judío cesaría de ser el pueblo condenado e incluso, tal como en nuestro medio manifestara Julio Meinvielle, ello representaría el fin de la historia. La solución nazi es en cambio la contraria, por más que el judío se convierta, nunca va a dejar de ser tal, por tal razón su propuesta era la de expulsarlo de la propia comunidad e incluso alentar su asentamiento en un territorio determinado. Tal postura será en el fondo sumamente afín con la del sionismo. Las circunstancias bélicas europeas impidieron la realización de tal resultado y la secuela conocida como el Holocausto, más allá de la veracidad de sus cifras, representó el fracaso de tal solución. En esta obra nuestro autor comparte la idea de que la conversión no modifica la esencia del judío, pero ¿cuál sería al respecto su solución? Como a su vez en otro texto  Evola ha manifestado que, si bien el judaísmo subversivo ha sido el secularizado que ha abandonado la propia tradición religiosa, sin embargo el retorno a la misma no lograría quitarle tal condición en la medida que en ésta también está presente  una doble moral fundada en un sentimiento de dominio universal, el que aparece en textos sagrados fundamentales como el Talmud, pareciera entonces, y tal ha sido la crítica que se le efectuara especialmente desde sectores marxistas, que al encarar tal tema nuestro autor se contradice en su doctrina de la raza. A pesar de haber sostenido que el hombre es libre en relación a su raza, sin embargo habría un sujeto histórico, el judío, el cual siempre estaría condenado a ser de una determinada manera. A pesar de esto nosotros hemos señalado en otra nota * que, si bien tal tema no es manifestado claramente por nuestro autor en otras partes, se podría recabar una solución diferente del mismo a través de los análisis que efectúa en su obra principal, Rebelión contra el mundo moderno, respecto del judaísmo. Allí él hace notar que también en esta religión ha existido una forma solar y por lo tanto Tradicional y no moderna, expresada principalmente en la figura de los reyes, aunque también presente en ciertos profetas-fundadores de tal pueblo como Jacob quien alcanza su bendición a través del doblegamiento de la divinidad. Más tarde también en dicho pueblo, como en otros, sobrevendrá el dominio de los sacerdotes y por lo tanto una religiosidad pasiva, lunar y de sometimiento, que se estereotipará con la diáspora, dando cabida al judaísmo talmúdico antes mentado. La solución evoliana para el judío no sería pues la de convertirse a otra religión, ni tampoco la de permanecer en su estado actual irreversible, sino la de ser capaces de vivir en la propia tal experiencia primigenia, de la misma manera que en el catolicismo no sería una solución la superación del modernismo conciliar retornando simplemente al espíritu güelfo de Trento, sino al antiguo espíritu gibelino de las grandes órdenes de la caballería, hoy prácticamente inexistente en su seno.
Esperamos que estas reflexiones hayan podido servir para efectuar una aproximación al pensamiento evoliano en lo relativo a tal candente problema de la raza y coadyuvado en nuestro intento por liberarlo del prejuicio tan adentrado, en forma capciosa en algunos y por ignorancia en otros, de que se trata de un autor filonazi, tal como se comprende habitualmente tal fenómeno.
Digamos por último que esta obra fue editada por primera vez en 1938 y tuvo una segunda edición ampliada en 1942. Por circunstancias no del todo claras cuando fuera reeditada en la post-guerra se lo volvió a hacer primeramente, a través de Ediciones Ar  en 1979, con la primera edición, hasta que en 1995 Renato del Ponte reeditará la segunda en 1995. Esta última ha sido la que hemos traducido.
                                     
                                                                         Marcos Ghio
Buenos Aires, 5-09-06