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DOCTRINA Y ÉTICA ARIA

 

JULIUS EVOLA

 

Doctrina y Ética Aria - Julius Evola

 

202 páginas
Ediciones Sieghels
2008
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 30 pesos
 Precio internacional: 12 euros

 

 

 

 

El término "ario" se refiere, en general, a una "raza del espíritu" de origen hiperbóreo empeñada en una especie de lucha metafísica y que tiene como propio un especial ideal de Imperium, concibiendo al jefe como el "rey de reyes"; más en particular, en su extrema pureza, el mismo comprende en primer lugar el ideal de una alta pureza biológica y de una nobleza de la raza del cuerpo; en segundo lugar, la idea de una raza del espíritu, de tipo "solar", con rasgos sacrales y simultáneamente de realeza y dominadores: raza de verdaderos superhombres.
El símbolo ario es solar, en el sentido de una pureza que es fuerza y de una fuerza que es pureza, de naturaleza radiante que tiene la luz en sí
Finalmente, por lo que se refiere a los principios éticos correspondientes, son característicamente arios el principio de la libertad y de la personalidad por un lado, de la fidelidad y del honor por el otro. El Ario tiene el placer por la independencia y por la diferencia, tiene una repugnancia por todo tipo de promiscuidad; pero ello no le impide obedecer virilmente, de reconocer a un jefe, de tener el orgullo de servirlo según un lazo libremente establecido, guerrero, irreductible al interés, a todo lo que se puede vender y comprar y, en general, reducir a los valores del oro.
En su conjunto, se trata de un clasicismo del dominio y de la acción, de un amor por la claridad, por la diferencia y por la personalidad, de un ideal "olímpico" de la divinidad y de la suprahumanidad heroica, junto a un ethos de la fidelidad y del honor, aquello que caracteriza al espíritu ario.
Es esencial que la expresión "ario" no decaiga en una simple designación negativa. Es necesario mantener siempre presentes los supremos puntos de referencia, los conceptos-límite, las líneas de altura. Esta orientación, inalcanzable o fantasiosa para algunos, puede en cambio despertar en los otros una tensión creadora, suscitadora de superiores posibilidades.
A ese sentido está orientado el presente libro.

 

ÍNDICE

Prólogo...............................7
Qué quiere decir “ario”...............................17
El elemento solar y heroico de la antigua raza aria...............................21
Espiritualidad aria o solar o viril...............................25

Doctrina aria de lucha y victoria...............................31
Ética aria...............................45
I- Rostros del heroísmo...............................45
Subpersonalidad bolchevique ...............................46
La mística japonesa del combate ...............................47
La “devotio” romana ...............................49
II- El derecho sobre la vida...............................51
Enseñanzas arias...............................53
¿Es “mía” la vida? ...............................54
Pruebas de reacción sobre el destino ...............................55
III- Fidelidad a la propia naturaleza...............................57

Metafísica de la Guerra...............................65
La espiritualidad pagana en el seno de la edad media católica...............................87
I. Introducción...............................87
II. El despertar nórdico-ario de la romanidad...............................89
III. El ethos pagano del feudalismo...............................91
IV. La Tradición secreta del Imperio...............................93
VI. El “Graal” y la “Dama” ...............................102
VII. Conclusión...............................107

Las malas interpretaciones del neo-paganismo...............................109
Acerca de la Tradición Hiperbórea...............................117
La Tradición Nórdico-Aria...............................127
Acerca de la “Fidelidad”...............................143
Raza y Cultura...............................147
La determinación ario-romana de la Italia Fascista...............................153
La Contribución de la romanidad a la nueva Alemania...............................167
La luz del Norte................................168
El afecto antirromano................................170
Dos nostalgias................................171

Simbolismo del Águila...............................173
El doble rostro del epicureísmo ...............................179
Virilidad espiritual - máximas clásicas -...............................183
Navidad Solar...............................197

QUÉ QUIERE DECIR “ARIO”

De acuerdo a la concepción hoy convertida en corriente, tiene derecho a decirse “ario” quienquiera que no sea judío o de raza de color, ni tenga ascendientes de tales razas. En Alemania ello abarcaba hasta la tercera generación. A los fines más inmediatos de la política racial esta visión puede tener una cierta justificación, en el sentido de punto de referencia para una primera discriminación. Sobre un plano más alto y también a nivel histórico la misma aparece en vez como insuficiente ya por el hecho de que ella se agota en una definición negativa que indica lo que no se debe ser, no lo que se debe ser; por lo cual, una vez satisfecha la condición genérica de no ser ni negro, ni judío, tendría el mismo derecho de decirse ario, sea el más hiperbóreo de los Suecos, que un tipo seminegroide de las regiones meridionales. Por otro lado si se confronta este significado reducido de la arianidad con el que la palabra tuvo originariamente, habría que pensar casi en una profanación, puesto que la cualidad aria, en su origen, coincidía esencialmente con aquella que, como se ha mencionado, la investigación de tercer grado puede atribuir a formaciones de la raza restauradora, de la “raza heroica”. Por ende el término “ario” en su concepción corriente actual no puede aceptarse sino a los fines de la circunscripción y separación de una zona general, en lo interno de la cual debería sin embargo tener lugar toda una serie de ulteriores diferenciaciones, en tanto nos querramos acercar, aunque fuese aproximativamente, al nivel espiritual que corresponde al significado auténtico y originario del término en cuestión.
El racismo -es verdad- en sus expresiones filológicas se ha empeñado en una búsqueda comparativa de palabras que en el conjunto de las lenguas indoeuropeas contienen la raíz ar de “ario” y que expresan aproximadamente cualidades de un tipo humano superior. Herus en latín y Herr en alemán significan “señor”, en griego aristos quiere decir excelente y areté significa virtud; en irlandés air significa honrar y en el alemán antiguo la palabra êra quiere decir gloria; así como en el moderno Ehre quiere decir honor, etc.; y todas estas expresiones, como muchas otras, parecen justamente extraerse de la raíz ar de ario. Además el racismo ha creído hallar esta misma raíz también en Eran, antiguo nombre para la Persia, en Erin y Erenn, antiguos nombres de Irlanda, además de otros muchísimos nombres propios que se encuentran frecuentemente en las antiguas estirpes germánicas. Sin embargo, desde un punto de vista riguroso el término “ario” -de ârya- con certeza puede ser sólo referido a la civilización de los conquistadores prehistóricos, de la India y de Irán. En el Zend-Avesta, texto de la antigua tradición iránica, la patria originaria de las estirpes, a la cual tal tradición le fue propia, es llamada airyanem-vaêjô, que significa “semilla de la gente aria” y de las descripciones que se hacen resulta claramente que es una misma cosa que la sede ártica hiperbórea. En la inscripción de Behistum (520 a. C.) el gran rey Darío habla así de sí mismo: “Yo, rey de reyes, de raza aria” y los “arios”, a su vez, en los textos se identifican con la milicia terrestre del “Dios de Luz”: cosa ésta que nos hace aparecer a la raza aria en un significado metafísico, como aquella que, sin tregua, en uno de los varios planos de la realidad cósmica, lucha incesantemente contra las fuerzas oscuras del anti-dios, de Arimán.
Este concepto espiritual de la arianidad se precisa en la civilización hindú. En la lengua sánscrita ar significa “superior, noble, bien hecho” y evoca tanto la idea de mover como la de ascender, de dirigirse hacia lo alto. Con referencia a la doctrina hindú de los tres guna, una idea semejante plantea acercamientos interesantes. La cualidad “ar” corresponde a rajas, que es la cualidad de las fuerzas ascendentes, superior y opuesta a tamas, que es la cualidad en vez de todo lo que cae, lo que va hacia lo bajo, mientras que la cualidad superior a rajas es sattva, la cualidad propia de “lo que es” (sat) en sentido eminente, podría decirse, el principio solar en su carácter olímpico. Ello puede pues dar un sentido al “lugar” metafíisico propio de la cualidad aria. De esta raíz ar, ârya como adjetivo indica luego las cualidades de ser superior, fiel, óptimo, estimado, de buen nacimiento; y como sustantivo designa a “quien es señor, de noble estirpe, maestro, digno de honor”: éstas son deducciones a nivel de carácter, a nivel social y, en fin, de “raza del alma”.
Todo esto vale desde un punto de vista genérico. En sentido específico ârya era sin embargo esencialmente una designación de casta: se refería colectivamente al conjunto de las tres castas superiores (jefes espirituales, aristocracia guerrera y “padres de familia” en tanto propietarios legítimos, con autoridad sobre un cierto grupo de consanguíneos) en su oposición con la cuarta casta, la casta servil de los çûdra. Hoy quizás habría que decir: con la masa proletaria.
Ahora bien, dos condiciones definían la cualidad aria: el nacimiento y la iniciación. Arios se nace; tal es la primera condición. La arianidad sobre tal base es una propiedad condicionada por la raza, por la casta y por la herencia, la misma se transmite con la sangre de padre a hijo y no puede ser sustituida por nada, del mismo modo como el privilegio que, hasta ayer, en Occidente tenía la sangre patricia. Un código particularmente complicado, que desarrolla una casuística hasta en sus más pequeños detalles, contenía todas las medidas necesarias para preservar y mantener pura esta herencia preciosa e insustituible, considerando no sólo el aspecto biológico (raza del cuerpo), sino también el ético y social, la conducta, un determinado estilo de vida, derechos y deberes, por ende toda una tradición de “raza del alma”, diferenciada luego para cada una de las tres castas arias.
Pero si el nacimiento es la condición necesaria para ser arios, el mismo no es sin embargo todavía suficiente. La cualidad innata es confirmada a través de la iniciación, upanayâna. Así como el bautismo es la condición indispensable para hacer parte de la comunidad cristiana, del mismo modo la iniciación representaba la puerta a través de la cual se entraba a formar parte efectiva de la gran familia aria. La iniciación determina el “segundo nacimiento”, ella crea el dvîja, “aquel que ha nacido dos veces”. En los textos ârya aparece siempre como sinónimo de dvîja, renacido o nacido dos veces. Por lo cual, ya con esto se entra en un dominio metafísico, en el campo de una raza del espíritu. La raza oscura, proletaria çudrâ varna- llamada también enemiga -dasa- no-divina y demónica -assurya-varna- posee sólo un nacimiento, el del cuerpo. Dos nacimientos, el uno natural, el otro sobrenatural, uránico, tiene en vez el ârya, el noble. Tal como en varias ocasiones lo hemos recordado, el más antiguo código de leyes arias, el Mânavadharmaçâstra, llega hasta el límite de declarar que quien ha nacido ario no es verdaderamente superior al çûdra, al siervo, antes de haber pasado a través del segundo nacimiento o cuando su pueblo haya metódicamente descuidado el rito determinante de este nacimiento, es decir la iniciación, la upanayâna .
Pero también se encuentra la parte contraria. No cualquiera es apto para recibir legítimamente la iniciación, sino sólo quien ha nacido ario. Si ésta es impartida a otros es delito. Nos hallamos así con una concepción superior y completa de la raza. La misma se distingue de la concepción católica puesto que ignora un sacramento apto para suministrarse a cualquiera, sin condiciones de sangre, raza y casta, de modo tal de conducir a una democracia del espíritu. Al mismo tiempo, la misma supera también al racismo materialista puesto que, mientras que aquí se satisface a las exigencias del mismo y se lleva el concepto de la pureza biológica y de la no-mezcla hasta la forma extrema relativa a la casta cerrada, la antigua civilización aria consideraba insuficiente al mero nacimiento físico: tenía en vista una raza del espíritu a ser alcanzada -partiendo de la sólida base y de la aristocracia de una determinada sangre y de una determinada herencia natural- a través del renacimiento, definido por el sacramento ario. Aun más arriba se encontraba el tercer nacimiento, o, para usar la designación correspondiente a las tradiciones clásicas, la resurrección a través de la “muerte triunfal”. Como ideal supremo el antiguo ario consideraba en efecto la “vía de los dioses” -deva-yâna- llamada también “solar” o “nórdica”, a través de la cual se asciende y “no se vuelve”, no la “vía meridional” de la disolución en el tronco colectivo de una determinada estirpe, en la sustancia confusa de nuevos nacimientos (pitr-yâna): cosa ésta que basta para imaginarse en cuál cuenta podría tener el hombre ario a la llamada reencarnación, concepción, ésta, que, como se ha dicho, fue propia de razas extrañas, prevalecientemente “telúricas” o “dionisíacas”.

EL ELEMENTO SOLAR Y HEROICO DE LA ANTIGUA RAZA ARIA

La doble condición de la cualidad aria hace comprender que estas antiguas civilizaciones presuponían una especie de herencia sobrenatural latente en la raza aria de la sangre, herencia que sin embargo tenía que ser redespertada y llevada de la potencia al acto según la circunstancia para que el sujeto pudiese convertirla en cosa verdaderamente suya. Este era el significado genera] del sacramento ario en sus formas más altas. Considerando en cambio el ápice de la jerarquía aria, se puede ver fácilmente que la cualidad primordial latente que debía redespertarse corresponde esencialmente a la de la “raza solar” y que, por ende, el ario, en tanto aquel que pertenece potencialmente a tal raza, pero que sin embargo debe reconquistarla o restaurarla en cuanto sujeto, presenta exactamente los rasgos de la raza definida por nosotros técnicamente como “heroica”.
Tal como se ha mencionado, la casta aria se repartía en otras tres y la más alta la hemos definido como la de los “jefes espirituales”, puesto que esta expresión previene muchos equívocos y nos permite también evitar el problema sumamente complejo de las relaciones que en las antiguas sociedades arias de origen hiperbóreo existían entre la casta sacerdotal -brahmán- y la guerrera -kshâtram. La mayor parte de los orientalistas, al referirse a la primera, allí donde efectivamente representó el vértice de la jerarquía aria, creen ver en ella una especie de supremacía sacerdotal; cosa efectivamente errada. En primer lugar parece resultar de los más antiguos testimonios que la casta sacerdotal en su origen hacía una misma cosa con la guerrera y la de realeza, en plena correspondencia con la función originaria de la “raza solar”. En segundo lugar, también prescindiendo de esto y limitándose sólo a los brâhmana (a los componentes de la casta del brâman) como jefes arios, no se puede pensar en una sociedad regida por “sacerdotes” y sujetada a ideas “religiosas”, como son concebidos en la religión europea. Ello es así por dos razones.
En primer lugar porque se encontraba la antes mencionada cuestión de la sangre. Por diferentes razones la Iglesia tuvo que imponer al clero el celibato, con lo cual se hizo imposible una base racial hereditaria para la dignidad sacerdotal. De acuerdo a la visión católica -y más aun según el protestantismo- para convertirse en sacerdote es suficiente la “vocación” (concepto éste demasiado vago), ciertos estudios afines a la filosofía y la entrega a ciertos preceptos morales: no es reclamado pues ser de raza de sacerdotes para ser ordenado sacerdote. Este es el primer punto.
En segundo lugar, la antigua élite aria, en tanto “raza solar”, ignoraba la distancia metafísica entre un Creador y la criatura. Sus representantes no aparecían como mediadores de lo divino (es decir en la función que posee el sacerdote en las civilizaciones lunares), sino como siendo ellos mismos naturalezas divinas. La tradición los describe como dominadores no sólo de hombres, sino también de potencias invisibles, de “dioses”. Entre los muchos textos reproducidos en nuestro libro ya recordado a tal respecto, se encuentra por ejemplo éste: “Nosotros somos dioses, Uds. (tan sólo) hombres”. Ellos son naturalezas luminosas y son comparados al sol. Están constituidos “por una sustancia ígnea radiante”, constituyen el “ápice” del universo y “son objeto de veneración de parte de las mismas divinidades”. No son los administradores de una fe, sino los poseedores de una ciencia sagrada. Este conocimiento es potencia y fuerza transfigurante. Actúa como un fuego que consume y destruye todo lo que para otros en las diferentes acciones podría significar culpa, pecado, contrición. Es algo similar al nietzscheano “más allá del bien y del mal”, pero sobre un plano trascendente, no en el sentido de superhombre de “cabeza rubia”, sino de superhombre “olímpico”. Puesto que ellos “saben” y “pueden”, estos jefes arios no tienen necesidad de “creer”, no conocen dogmas, en el dominio de los conocimientos tradicionales ellos son infalibles.
Y puesto que no tienen dogmas, ellos tampoco constituyen una “iglesia”; ejercen directamente, en forma personal, su autoridad; no tienen pontífices a quienes venerar, puesto que, en una cierta manera, cada exponente legítimo de su casta es un “pontífice”, en el sentido originario de la palabra. Pontífice es aquel que hace puentes, que establece los contactos entre dos riberas, entre dos mundos, entre lo humano y lo suprahumano. Puesto que ésta era la función propia del brâhman; y puesto que en una civilización orientada en sentido eminentemente heroico y metafísico, como era el caso para la de la antigua arianidad, una tal función aparecía como de suprema utilidad y eficacia; por tal razón el jefe espiritual, o brâhmana, encarnaba ante los ojos de las otras castas arias, por no hablar de las serviles no-arias, una autoridad ilimitada y supremamente legítima.
El instrumento “pontifical” -es decir de “enlace”- por excelencia (en su origen, prerrogativa del rey) era el rito. También respecto del rito deberemos aquí repetir cosas ya dichas en más de una ocasión. El rito para el hombre antiguo no era una vacía y supersticiosa ceremonia. Se expresaba con éste en vez una actitud viril y dominadora ante lo suprasensible, puesto que, mientras que la plegaria es un solicitar, el rito, de acuerdo a esta visión, es un mandar y un determinar. El rito es una especie de “técnica divina” que se distingue de la moderna por el hecho de que no actuaba en base a las leyes externas de los fenómenos naturales sino que influía sobre las causas suprasensibles de los mismos; en segundo lugar, estaba condicionado por una fuerza especial y objetiva, supuesta en quien debía ejecutar el rito. La mentalidad moderna, que ve todo al revés, se inclina a referir los ritos a las prácticas supersticiosas de los salvajes. La verdad es en cambio que las prácticas de éstos no son sino las formas degeneradas de los ritos verdaderos, los cuales deben explicarse y entenderse sobre una base muy diferente.
Ahora bien, si ya en el modo de aparecerse como brâhmana de la suprema casta aria están presentes todos estos rasgos, tenemos razones suficientes para admitir que en los orígenes, en donde el brâhman y el kshâtram -el elemento sacerdotal y el guerrero o el de la realeza- correspondían todos a una misma cosa, la civilización de los hiperbóreos descendidos hacia el Sur tenía también en el propio centro exactamente lo que nosotros hemos definido como espiritualidad olímpica o solar. Sin embargo esta tradición en las fases sucesivas de parcial oscurecimiento de tales civilizaciones, tuvo que actuar por medio de restauraciones de tipo “heroico” en una élite o casta de jefes espirituales. Una indagación de los testimonios correspondientes a la más antigua civilización griega y romana conduciría a los mismos resultados. El elemento solar y de realeza, el sentido de la comunidad de origen y de vida con los entes divinos, son rasgos por igual presentes en la misma.
Por lo tanto, resumiendo, si se lo quiere explicar con las concepciones y las tradiciones propias de las civilizaciones a las cuales perteneció en manera rigurosa y probada, el término “ario” se refiere sobre todo, en general, a una “raza del espíritu” de origen hiperbóreo empeñada en una especie de lucha metafísica y que tiene como propio un especial ideal de Imperium, concibiendo al jefe como el “rey de reyes” (Irán); más en particular, en su extrema pureza, el mismo comprende en primer lugar el ideal de una alta pureza biológica y de una nobleza de la raza del cuerpo; en segundo lugar, la idea de una raza del espíritu, de tipo “solar”, con rasgos sacrales y simultáneamente de realeza y dominadores: raza de verdaderos superhombres, enfrentada a todo lo que de materialista, evolucionista, “prometeico” se encuentra en vez en las concepciones modernas del superhombre, aun prescindiendo de que éstas no son sino “filosofía”, teorías e imaginerías formuladas por personas cuya raza, casi siempre, no se encuentra para nada en orden.
Si la investigación relativa a la aristocracia aria de los tiempos primordiales nos lleva a tales alturas, descender en cambio a partir de éstas a las exigencias prácticas del problema actual de la raza no es por cierto agradable. El mundo espiritual que la investigación de tercer grado vuelve a llevar a la luz a través de un examen adecuado de las tradiciones y de los símbolos antiguos y que ve esencialmente unido a la más alta herencia ario-hiperbórea, para muchos “arios” de hoy puede parecer inusitado y fantasioso, para otros incluso incomprensible. Traer a colación significados que milenios de historia han sepultado en los más profundos estratos de la subconsciencia, para que ellos despierten nuevas formas de sensibilidad, no puede acontecer del hoy al mañana y, en cada caso, es una obra que va asociada a los deberes del racismo práctico de primero y de segundo grado, siendo necesario remover al mismo tiempo obstáculos y deformaciones que paralizan, por decirlo así, incluso físicamente, la posibilidad de cualquier retorno al antiguo espíritu ario.
A pesar de como hoy se encuentren las cosas, es esencial que la expresión “ario” no decaiga en una vacía consigna y sea la simple designación que se le da a cualquiera que no sea negro, judío o mongol. Es necesario mantener siempre presentes los supremos puntos de referencia, los conceptos-límite, las líneas de altura, porque es de éstos que depende el sentido de todo el desarrollo a partir de los primeros grados del mismo. Y también a tal respecto puede acontecer una elección de vocaciones: el sentido de algo que, hoy, aparece como una veta reluciente en míticas e inalcanzables lejanías, mientras que puede paralizar a los unos e inducirlos a “no perder el tiempo” en fantasías anacrónicas, puede en cambio despertar en los otros una tensión creadora, suscitadora de superiores posibilidades.

ESPIRITUALIDAD ARIA o SOLAR o VIRIL

Fue propia de los ârya (término sánscrito que designa a los “nobles” comprendidos como raza no sólo de la sangre, sino también y esencialmente del espíritu) una actitud afirmativa frente a lo divino. Detrás de sus símbolos mitológicos, recabados del cielo resplandeciente, se escondía el sentido de la “virilidad incorpórea de la luz” y de la “gloria solar”, es decir, de una virilidad espiritual victoriosa: por lo cual aquellas razas no sólo creían en la existencia real de una suprahumanidad, de una estirpe de hombres no-mortales y de héroes divinos, sino que muchas veces le atribuían a tal estirpe una superioridad y un poder irresistible con respecto a las mismas fuerzas sobrenaturales. En relación a ello, los ârya tuvieron como ideal característico más el regio que el sacerdotal, más el guerrero de la afirmación transfigurante que el del devoto abandono, más el del ethos que el del pathos. Originariamente, los reyes eran sacerdotes, en el sentido que se reconocía eminentemente a estos y no a otros la posesión de aquella fuerza mística, a la cual se le vincula no sólo la “suerte” de su raza, sino también la eficacia de los ritos, concebidos como operaciones reales y objetivas sobre las fuerzas sobrenaturales. Sobre esta base, la idea del regnum tenía un carácter sacral, así como también universal. De la enigmática concepción indo-aria çakravarti o “señor universal” pasando por la idea ario-iránica del reino universal de los “fieles” del “dios de luz” hasta arribar a los presupuestos “solares” de la romana aeternitas imperii y finalmente a la idea gibelina medieval del Sacrum Imperium, siempre se ha asomado en las civilizaciones arias o de tipo ario el impulso a proveer un cuerpo universal a la fuerza de lo alto respecto de la cual los Ârya se sentían como sus eminentes portadores:
En segundo lugar, así como en vez del servilismo devoto y orante se tenía el rito, concebido, repitámoslo, como una seca operación que hace descender lo divino, de la misma manera también, más que a los Santos.
Era a los Héroes que les eran abiertas, entre los ârya, las sedes más altas y privilegiadas de la inmortalidad: el Walhalla nórdico, la Isla de los Bienaventurados dórico-aquea, el cielo de Indra entre los indo-germánicos en la India. La conquista de la inmortalidad o del saber conservó rasgos viriles; allí donde Adán, en el mito semita, es un maldecido, por haber intentado tomar del árbol divino, el mito ario en cambio nos representa, a través de epopeyas similares, un final victorioso e inmortalizador en la persona de héroes, como por ejemplo Jasón, Mitra, Siegurt. Si, más en lo alto aun del mundo heroico, el supremo ideal ario era el “olímpico” de esencias inmutables, realizadas, separadas del mundo inferior del devenir, luminosas en sí mismas, como el sol y las naturalezas siderales, los dioses semitas en cambio son esencialmente dioses que cambian, que tienen nacimiento y pasión, son los “dioses-año” que, del mismo modo que la vegetación, padecen la ley de la muerte y del renacimiento. El símbolo ario es solar, en el sentido de una pureza que es fuerza y de una fuerza que es pureza, de naturaleza radiante que -repitámoslo- tiene la luz en sí, en oposición con el símbolo lunar (femenino), que es el de una naturaleza que es luminosa tan sólo porque refleja y absorbe una luz que emana de un centro que cae afuera de ella. Finalmente, por lo que se refiere a los principios éticos correspondientes, son característicamente arios el principio de la libertad y de la personalidad por un lado, de la fidelidad y del honor por el otro. El Ario tiene el placer por la independencia y por la diferencia, tiene una repugnancia por todo tipo de promiscuidad; pero ello no le impide obedecer virilmente, de reconocer a un jefe, de tener el orgullo de servirlo según un lazo libremente establecido, guerrero, irreductible al interés, a todo lo que se puede vender y comprar y, en general, reducir a los valores del oro. Bhakti, decían los arios de la India; fides, decían los Romanos, fides se repetía en la Edad Media; Trust, Treue, serán las consignas del régimen feudal. Si en las mismas comunidades religiosas mithraicas el principio de la fraternidad se resentía sobre todo de una solidaridad viril de soldados comprometidos en una única empresa (miles era el nombre de un grado de la iniciación mithraica), ya los Arios de la antigua Persia hasta la época de Alejandro conocían la facultad de consagrar no solamente a las personas y a sus acciones, sino por sus mismos pensamientos, a sus Jefes, concebidos como seres trascendentes. No una violencia, sino al mismo tiempo una fidelidad espiritual -dharma y bakhti— fundaba entre los Arios de la India el mismo régimen de las castas en su jerarquía. El gesto grave y austero, carente de misticismo, desconfiado hacia cualquier abandono del alma, lo cual fue lo propio de las relaciones entre el civis y el pater romano y sus divinidades, tiene los mismos rasgos del antiguo ritual dorio-aqueo y de la tenida “regia” y dominadora de los brâhmana o “casta solar” del primer período védico y de los atharvan mazdeos. En su conjunto se trata de un clasicismo del dominio y de la acción, de un amor por la claridad, por la diferencia y por la personalidad, de un ideal “olímpico” de la divinidad y de la suprahumanidad heroica, junto a un ethos de la fidelidad y del honor, aquello que caracteriza al espíritu ario.
Con esto, si bien sumariamente, el punto fundamental de referencia se encuentra dado. Se trata de tener presentes los lineamientos de una antítesis ideal que nos sirva como hilo conductor entre todo lo que la realidad histórica y la situación de conjunto de las diferentes civilizaciones nos muestran en estado de mezcla: puesto que sería absurdo, para tiempos que no sean absolutamente primordiales, querer volver a hallar en algún lugar el elemento ario o el semítico en estado absolutamente puro.
Por contraposición y para entender más claramente sus significados, ¿Qué es lo que caracteriza a la espiritualidad de las culturas semíticas en general? La destrucción de la síntesis aria entre espiritualidad y virilidad. Entre los Semitas tenemos por un lado una afirmación crudamente material y sensualista, o bien ruda y ferozmente guerrera (Asiria) del principio viril: por el otro, una espiritualidad desvirilizada, una relación “lunar” y prevalecientemente sacerdotal con respecto a lo divino, el pathos de la culpa y de la expiación, todo un romanticismo impuro y desordenado, y, al lado de ello, casi como una evasión, un contemplativismo de base naturalista-matemática.
Precisemos algún punto. También en la antigüedad más remota, mientras que los Arios (así como los mismos Egipcios, cuya primera civilización debe considerarse como de origen “occidental”) tenían respecto de sus reyes el concepto de “pares de los dioses”, ya en Caldea en cambio el rey no valía sino como un vicario -patêsi- de los dioses, concebidos como entes diferentes de él (Maspero). Hay algo más característico aun para esta desviación semítica del nivel de una espiritualidad viril: la humillación anual de los reyes en Babilonia. El rey, vestido como un esclavo o como un prisionero, confesaba sus culpas y sólo cuando, golpeado por un sacerdote que representaba al dios, le brotaban las lágrimas de los ojos, era confirmado en su cargo y podía revestir las insignias reales. En realidad, así como el sentimiento de la “culpa” y del “pecado” (casi totalmente desconocido entre los Arios) es propio de la naturaleza del Semita y se refleja de manera característica en el Antiguo Testamento, de la misma manera es también característico entre los pueblos semitas en general, estrechamente vinculado a tipos de civilización matriarcal (Pettazzoni) y en cambio extraño a las sociedades arias regidas por el principio paterno, el pathos de la “confesión de los pecados” y de su redención. Es ya el “complejo” (en sentido psicoanalítico) de la “mala conciencia”, el cual usurpa el valor “religioso” y altera la calma pureza y la superioridad “olímpica” del ideal aristocrático ario.
En las civilizaciones semítico-siríacas y en la asiria es característico el predominio de divinidades femeninas, de diosas, lunares o telúricas, de la Vida, muchas veces dadas en los rasgos impuros de heteras. A su vez, los dioses, con los cuales ellas se acoplan como amantes, carecen totalmente de los rasgos sobrenaturales de las grandes divinidades arias de la luz y del día. Muchas veces se trata de naturalezas subordinadas, ante la imagen de la Mujer o Madre divina. Ellos o son dioses “en pasión” que sufren y que mueren y resurgen, o son divinidades feroces y guerreras, hipóstasis de la fuerza muscular y salvaje o de la virilidad fálica. En la antigua Caldea las ciencias sacerdotales, en especial las astronómicas, son el exponente justamente de un espíritu lunar-matemático, de un contemplativismo abstracto y en el fondo fatalista, escindido de cualquier interés por la afirmación heroica y sobrenatural de la personalidad. Un residuo de este componente del espíritu semita intelectualizado, actuará entre los mismos Judíos de épocas más recientes: desde un Maimónides y un Spinoza hasta los matemáticos modernos judíos (por ejemplo, Einstein y, entre nosotros, Levi-Civita y Enriques), nosotros hallamos una pasión característica por el pensamiento abstracto y por la ley natural dada en un ámbito de números sin vida. Y ésta, en el fondo, puede considerarse como la mejor parte de la antigua herencia semítica.
Por supuesto que aquí, para no aparecer unilaterales, deberíamos desarrollar consideraciones mucho más vastas de lo que nos consiente el espacio del que disponemos. Mencionaremos tan sólo que los elementos negativos aquí mencionados se pueden volver a encontrar, además que entre los Semitas, también en otras grandes civilizaciones originariamente

DOCTRINA ARIA DE LUCHA Y VICTORIA

Conferencia impartida en el Instituto “Kaiser Willhelm” de Roma, el 7 de Diciembre de 1940.

La “Decadencia de Occidente”, según la concepción de una crítica reputada de la civilización de occidente, es claramente reconocible en dos características principales: en primer lugar, el desarrollo patológico de todo aquello que es Activismo; en segundo lugar, el desprecio hacia los valores del Conocimiento interior y de la Contemplación.
Esta crítica, no entiende por Conocimiento, racionalismo, intelectualismo u otros vacíos juegos de palabras; no entiende por Contemplación un alejamiento del mundo, una renuncia o un alejamiento monacal mal comprendido. Al contrario, Conocimiento interior y Contemplación representan las formas de participación normales y más apropiadas del hombre a la Realidad sobrenatural, supra-humana y supra-racional. A pesar de esta aclaración, en la base de la concepción indicada existe una premisa inaceptable para nosotros. Ya que, tácitamente y de hecho, es admitido que toda acción en el dominio material es limitativa y que el más alto dominio espiritual sólo es accesible por otras vías que no sean las de la acción.
En esta idea se reconoce claramente la influencia de una concepción de la vida básicamente extranjera al espíritu de la raza aria; pero que, sin embargo, está tan profundamente unida ya al pensamiento del Occidente cristiano, que se la encuentra igualmente en la concepción imperial dantesca. La oposición entre Acción y Contemplación era, por el contrario, desconocida por los antiguos arios. Acción y Contemplación no estaban enfrentados como los dos términos de una oposición. Designaban únicamente sólo palabras distintas para la misma realización espiritual. Dicho de otro modo, se estimaba entre los antiguos arios que el hombre podía sobrepasar el condicionamiento individual no solamente por la Contemplación sino también por la Acción.
Si nos alejamos de esta idea primera, entonces el carácter de decadencia progresiva de la civilización occidental debe ser interpretado de diferente forma. La tradición de la acción es típica de las razas ario-occidentales. Pero esta tradición se desvía progresivamente. Así es en el Occidente actual, donde se ha llegado a conocer y honrar solamente una acción secularizada y materializada, privada de toda forma de contacto trascendente, una acción profanada que, fatalmente, debía degenerar en fiebreo en manía resolviéndose en el obrar por el obrar: o bien en un hacer que está ligado solamente a efectos condicionados por el tiempo. A una acción así degenerada no responden, en el mundo moderno, valores ascéticos y auténticamente contemplativos sino únicamente una cultura brumosa y una fe pálida y convencional. Tal es nuestro punto de vista sobre la situación.
Si la “vuelta a los orígenes” es el concepto base de todo movimiento actual de renovación, entonces debe valer como tarea indispensable, de vuelta consciente, el comprender la concepción aria primordial de la Acción. Esta concepción aria debe tener un efecto transformador y evocar en el Hombre Nuevo, de Buena Raza, unas fuerzas vitales dormidas.
Hoy y aquí, queremos atrevernos a hacer un breve “excursus” precisamente justo en el universo del pensamiento del mundo ario primordial, con el objetivo de sacar, de nuevo, a la luz algunos elementos fundamentales de nuestra tradición común, poniendo una atención especial en los significados arios de guerra, de lucha, y de la victoria.
Naturalmente, para el antiguo guerrero ario la guerra, como tal, respondía a una lucha eterna entre fuerzas metafísicas. De un lado está el principio olímpico de la luz, la realidad solar y uraniana; de otro, la violencia brutal del elemento “titánico- telúrico”, bárbaro en el sentido clásico, “femenino-demoníaco”. Este tema de aquella lucha metafísica aparecería de mil formas, en todas las tradiciones de origen ario. Así, toda lucha a nivel material era tomada con una consciencia más o menos grande, como un episodio de esta antítesis. Ya que la arianidad se consideraba como milicia del principio olímpico, es necesario hoy, por tanto, devolver esta vía de los antiguos arios; e, igualmente, conceder la legitimidad o la consagración suprema del derecho al poder y de la concepción imperial misma, ahí donde, en el fondo, parece bien evidente su carácter anti-secular.
En la imaginación de este mundo tradicional toda realidad se transformaba en símbolo... Esto también vale para la guerra desde el punto de vista subjetivo e interior. Así, podrían ser fundidas en una sola entidad: guerra y camino hacia lo divino.
Los significativos testimonios que nos ofrecen las varias tradiciones nórdico-germánicas son, para todos, bien conocidos. De todos modos, debemos decir que estas tradiciones y tal como nos han llegado, se ven fragmentadas y mezcladas; muy a menudo ya representan la materialización de las mas altas tradiciones arias primordiales, caídas a nivel de supersticiones populares. Esto no nos impide fijar algunos puntos.
Ante todo, como todos sabemos, el «Walhalla» es la capital de la inmortalidad celeste, y principalmente reservado a héroes caídos en el campo de batalla. El señor de estos lugares, Odín- Wotan, es representado en la saga «Ynglinga» como aquel que por su sacrificio simbólico al árbol cósmico «Ygdrasil» ha indicado el camino a los guerreros, camino que conduce a una residencia divina, donde siempre florece la vida inmortal. Conforme a esta tradición, de hecho ningún sacrificio o culto es más agradable al dios supremo, ningún otro esfuerzo obtiene más ricos frutos supra-terrestres, que aquel que han ofrecido los que han muerto combatiendo en el campo de batalla. Pero hay mucho más; tras la oscura representación del «Wildes Herr» se esconde también, el siguiente fundamental significado: a través de los guerreros que, cayendo, ofrecen un sacrificio a Odín, se forman aquellas tropas que el dios necesitará para la última definitiva batalla del «Ragnarökk»; es decir, contra ese fatal “oscurecimiento de lo divino” que ya desde los tiempos antiguos planea, amenazante sobre el mundo.
Hasta aquí, por consiguiente, el genuino motivo ario de la fuerte lucha metafísica es claramente expuesto a la luz. En los «Edda» quedaría igualmente dicho: “Por muy grande que pueda ser el numero de los héroes reunidos en el «Walhalla» nunca será lo suficientemente grande, cuando el lobo irrumpa”. El lobo es aquí, la imagen de esas fuerzas oscuras y salvajes que el mundo de los «Ases» ha logrado someter.
La concepción ario-iraniana de Mithra, “el guerrero sin sueño” es de hecho análoga. El que a la cabeza de los «Fravashi» y de sus fieles, libra batalla contra los enemigos del dios ario de la luz. Hablaremos, inmediatamente después, de los «Fravashi» y examinaremos su estrecha correlación con las «Walkyrias» de la tradición nórdica. Por otra parte intentaremos clasificar también el significado de la “Guerra Santa” a través de otros testimonios concordantes.
No hay que sorprenderse si hacemos, en este contexto, ante todo, referencia a la tradición islámica. La tradición islámica tiene aquí el lugar de la tradición ario-iraniana. La idea de la “guerra santa” -y al menos, en lo que concierne a los elementos aquí examinados- llegará a las tribus árabes por el universo del pensamiento iranio: tiene por tanto, al mismo tiempo, el sentido de un tardío renacimiento de una herencia aria primordial y desde este punto de vista puede ser utilizada sin ninguna duda.
Está admitido que se distingue en esa tradición en cuestión, dos “guerras santas”; es decir la “grande” y la “pequeña” Guerra Santa”. Esta distinción se funda en unas palabras del Profeta que afirma a la vuelta de una incursión guerrera “Hemos vuelto de la pequeña guerra a la gran guerra santa”. En este contexto, la gran guerra santa pertenece a niveles espirituales. La pequeña guerra santa es por el contrario la lucha psíquica, material, la guerra conducida en el mundo exterior. La gran guerra santa es la lucha del hombre con sus propios enemigos, los que lleva en si mismo. Más exactamente, es la lucha del elemento sobrenatural del propio hombre contra todo lo que resulta instintivo, ligado a la pasión, caótico, sujeto a las fuerzas de la naturaleza.
Tal es la idea, también, que aparece recogida en el «Bhagavad-Gitâ», ese antiguo gran tratado de la sabiduría guerrera aria: “Conociendo aquello que está sobre el pensamiento, afírmate en tu fuerza interior y golpea, guerrero de los largos brazos, a ese temible enemigo que es el deseo”. Una condición dispensable para la obra interior de liberación es que este enemigo debe quedar aniquilado de forma deliberada.
En el cuadro de la tradición heroica, aquella pequeña guerra santa -es decir, una guerra como lucha exterior-, sirve solamente de medio por el cual se realiza justamente esa gran guerra santa.
Y por esta razón, en los textos, “guerra santa” y “camino de vía a Dios” son a menudo sinónimos. Así leemos en el Corán: “Combaten en el Camino de Dios” -es decir, en la Guerra Santa- aquellos que sacrifican esta vida terrestre a la vida futura; pues a aquel que combate y muere, sobre el camino de la Vía de Dios; o a aquel que consigue la victoria, le daremos una gran recompensa”. Y, más adelante: “A aquellos que caen sobre el camino de la Vía de Dios, El nunca dejará que se pierdan sus obras; les guiará y dará mucha paz a sus corazones; y les hará entrar en el Paraíso, que El les revelará”. Se hace alusión aquí a la muerte física en guerra, a la «mors triunphalis» (muerte victoriosa); y que, se encuentra en correspondencia perfecta para todas las tradiciones clásicas. La misma doctrina puede de todas formas ser también interpretada en un sentido simbólico... Aquel que en la “pequeña guerra” vive una “gran guerra santa” crea en si una fuerza que le prepara para superar la crisis de la muerte. Pero, igualmente sin haber muerto físicamente, puede, mediante la ascesis de la Acción y la Lucha, experimentar la muerte; puede haber vencido interiormente y haber logrado un “más que vida”. Entendiendo esotéricamente, “Paraíso”, “Reino de los cielos” y expresiones análogas no son nada más que unos símbolos y unas figuraciones forjadas por el pueblo, de unos transcendentes estados de iluminación, ya en un plano más elevado que la vida o la muerte.
Estas consideraciones deben valer también, como premisa para reencontrar los mismos significados bajo el aspecto externo del Cristianismo; que la tradición heroica nórdico-occidental se vio apremiada a adoptar durante las Cruzadas, para poder manifestarse al exterior. Mucho más de lo que, hoy y en general, la gente está inclinada a creer, en las cruzadas medievales para la “liberación del Templo” y realizar la “conquista de la Tierra Santa”, existen evidentes puntos de contacto con la tradición nórdico-aria, donde se hace referencia a la mítica «Asgard», la lejana tierra de los Ases y de los Héroes, donde la muerte no tiene prisa y donde los habitantes gozan de una vida inmortal y una paz sobrenatural. La guerra santa aparece como una guerra totalmente espiritual hasta el punto de poder llegar a ser comparada, por los predicadores, literalmente, a una “purificación, como el fuego del purgatorio antes de la muerte”. “Que mayor gloria que no salir del combate, sino cubierto de laureles. Que gloria mayor que ganar, sobre el campo de batalla, una corona inmortal”, afirma a los Templarios un Bernardo de Clairvaux. La “Gloria Absoluta”, aquella que atribuyen los teólogos a Dios, en lo más alto del cielo (con su «in Excelsis Deo»), es también encargada como propia al cruzado. Sobre este telón de fondo se situaba la «Jerusalén Santa», bajo ese doble aspecto: como ciudad terrestre y como ciudad celeste, y la Cruzada como una gran elevación que conduce realmente a la inmortalidad.
Los actos de los militares de las cruzadas, altos y bajos, produjeron inicialmente sorpresas, confusión, y hasta crisis de fe, pero tuvieron después como único efecto purificar la idea de la «Guerra Santa» de todo residuo de materialismo. Sin dudarlo, el fin desafortunado de una Cruzada es comparado a la Virtud que es perseguida por el Infortunio; y en el cual el valor puede ser juzgado y recompensado solamente en relación a una vía, en forma no terrestre. Así se concentraría -mucho más allá de la victoria o de la derrota-, el juicio de valor sobre el aspecto espiritual y genuino de la Acción. Así la «Guerra Santa» vale por si misma, independientemente de su resultado material visible, como medio para alcanzar por el sacrificio activo del elemento humano, una realización supra-humana.
Y justo, esa misma enseñanza, elevada al nivel de expresión metafísica, reaparecerá en un texto indo-ario citado y conocido, el «Bhagavad-Gitâ». La compasión y los sentimientos humanitarios que impiden al guerrero ARJUNA batirse en liza contra el enemigo, son juzgados por dios “turbios, indignos de un «ârya» (...), que no conducen ni al cielo ni al honor” El mandato le dice así “Si muerto, tu irás al cielo; si vencedor, gobernarás la tierra. Alzate, hijo de Kuntî, dispuesto a combatir”. La disposición interior que puede transmutar a de la forma siguiente: “...Trayéndome toda acción, el espíritu plegado sobre si mismo, es libre de esperanza y de visiones interesadas, combate sin escrúpulos”. En expresiones tan claras se afirma la pureza de la acción: debe ser deseada, por si misma, más allá de toda pasión y de todo impulso humano: “Considera que están en juego el sufrimiento, la riqueza o la miseria, la victoria o la derrota. Prepárate, por tanto, para el combate; y de esta forma evitarás el pecado”.
Como fundamento metafísico suplementario, el dios aclara la diferencia entre aquello que es espiritualidad absoluta -y, como tal, será indestructible- y lo que solamente tiene como elemento lo corporal y humano, en una existencia ilusoria. De un lado, el carácter de irrealidad metafísica de aquello que se puede perder como cuerpo y vida mortales que pasan, o bien es revelada en los que la pérdida puede ser un condicionante. De otro, Arjûna queda conducido, en aquella experiencia de una fuerza de manifestación de lo divino, a una potencia de irresistible transcendencia. Así frente a la grandeza de esta fuerza, toda forma condicionada de existencia aparecía como una negación. Allí donde está negación es activamente negada, es decir, allí donde, en el asalto, toda forma condicionada de existencia es invertida o destruida, esta fuerza llega a tener una manifestación terrorífica.
Sólo sobre esta base, exactamente, se puede captar energía adecuada para producir la transformación heroica del individuo. En la medida en que el guerrero obra en la pureza y el carácter de lo absoluto, aquí indicados, rompe las cadenas de lo humano, evoca lo divino como una fuerza metafísica, atrae sobre sí esta fuerza activa y encuentra en ella su ilusión y su liberación. La palabra crucial corresponde a otro texto -perteneciente también a la misma tradición- dice: “La vida es como un arco; el alma es como una flecha; el espíritu absoluto como la diana a traspasar. Uníos a este gran espíritu, como la flecha lanzada se fija en la diana”. Si sabemos ver aquí la más alta forma de realización espiritual por la lucha y el heroísmo, es entonces verdaderamente significativo que esta enseñanza sea presentada, en el «Bhagavad-Gitâ» como continuación de una herencia primordial ario-solar. De hecho, le fue dada por el “Sol” al primer legislador de los arios, Manú; y fue guardada seguidamente, por una gran dinastía de reyes consagrados. En el curso de los siglos, esta enseñanza se perdió y, sin embargo fue de nuevo revelada por la divinidad, no a un devoto sacerdote, sino a un representante de la nobleza guerrera: Arjûna.
Lo que hemos tratado hasta aquí permite también comprender los significados más interiores que se encuentran en la base de un conjunto de tradiciones clásicas y nórdicas. Así, como punto de referencia, habrá que reseñar aquí que, en estas tradiciones antiguas algunas imágenes simbólicas precisas aparecían con una frecuencia singular: estas son, primero la imagen del alma como demonio, doble y genio; y enseguida la imagen de las presencias dionisiacas y de la diosa de la muerte y la imagen de una diosa de la victoria; que aparecía a menudo bajo la forma de diosa de la batalla.
Para la exacta comprensión de todas estas relaciones será muy oportuno clasificar la significación que tiene el alma; que, es aquí entendida como demonio, genio o doble. El hombre antiguo simboliza en el demonio o propio doble una fuerza yacente en las profundidades, que es, por decirlo así, “la vida de la vida”, en la medida en que ella dirige en general todos los sucesos, tanto corporales como espirituales, a los que la consciencia normal no tiene acceso; pero que condicionan, sin embargo e indudablemente la existencia contingente y el destino del individuo.
Entre esas entidades y las fuerzas místicas de la Raza y de la Sangre existe una bien estrecha ligadura. Así por ejemplo, el Demonio aparece y bajo numerosos aspectos, parecido a los Dioses Lares, las entidades místicas de un linaje, o una generación; de los cuales Macrobio, por ejemplo, nos afirma: “Son dioses que nos mantienen vivos. Ellos alimentan nuestro cuerpo y guían nuestra alma”. Así, se puede decir que entre el demonio y la consciencia normal existe una relación del mismo tipo que entre el principio individuante y el principio individuado. El primero, es según las enseñanzas de los antiguos como una fuerza supra-individual y por tanto superior al nacimiento y a la muerte. La segunda, es decir, el principio individuado, consciencia condicionada por el cuerpo y el mundo exterior, destinada normalmente a la disolución o esta supervivencia muy efímera propia del mundo de las sombras.
En la tradición nórdica, la imagen de las «Walkyrias» tiene más o menos el mismo significado que el demonio. La imagen de una «Walkyria» se confunde, en muchos textos, con aquella de una «Fylgja»; es decir, con una entidad espiritual activa en el hombre y a cuya fuerza su destino está sometido. Como «Kynfylgja», una «walkyria» es -de igual forma que lo son los dioses lares romanos- la fuerza mística de la sangre. Y lo mismo ocurre con las «Fravashi» de la tradición ario-iraniana. La «Fravashi» -explica un bien conocido orientalista- “es la fuerza íntima de cada ser humano, es la que le sostiene desde el momento que nace y subsiste”. Al mismo modo que los dioses lares romanos, las «Fravashi», están en contacto, simultaneamente, con las fuerzas primordiales de una raza y son -como las «Walkyrias»-, diosas preponderantes de la guerra, que dan la fortuna y la victoria. Tal es la primera relación que debemos desvelar y descubrir ¿Qué es lo que esta fuerza tan misteriosa, que representa el alma profunda de la raza y lo trascendental en el interior del hombre, puede tener en común con las diosas de la guerra? Para comprender bien este punto habrá que recordar que los antiguos indo-germanos tenían una concepción de la propia inmortalidad, por así decirlo, aristocrática, diferenciada. No todos escaparían a la disolución, a esta supervivencia lemúrica de la que «Hades» y «Niflheim» eran antiguas imágenes simbólicas... La inmortalidad fue un privilegio de bien pocos; y, según la concepción aria, un privilegio heroico principalmente. El hecho de sobrevivir -no como sombra, sino como semidios-, está reservado solamente a aquellos a los que acciones espirituales han elevado de una a otra naturaleza. Aquí, no puedo por desgracia, suministrar las pruebas para justificar lo que doy como afirmación: técnicamente, estas acciones espirituales logran transformar el yo individual, el de la consciencia humana normal, en una fuerza profunda, supra-individual, la fuerza individuante, que está más allá del nacimiento y de la muerte y a la cual, como se dijo, corresponde el concepto de “demonio”. Pero, sin embargo, el demonio está mucho más allá de todas las formas finitas en que se manifiesta, y esto no solamente ya porque representa la fuerza primordial de toda una raza, sino que también bajo el aspecto de la intensidad. El paso brusco de la consciencia ordinaria a esta fuerza, simbolizada por el demonio, suscitaba, por consiguiente, una crisis destructiva; parecida a un relámpago como fruto de una tensión de potencial demasiado alta en y para el circuito humano. Suponemos por ello, que en condiciones excepcionales, el demonio puede igualmente aparecer en el individuo y hacerle experimentar el tipo de una transcendencia destructiva; y así. en este caso, se produciría una especie de experiencia activa de la muerte, y la segunda relación aparecía por tanto muy claramente, es decir, porque la imagen de doble o demonio en los mitos de la antigüedad ha podido confundirse con la divinidad de la muerte. En la vieja tradición nórdica, el guerrero ve su propia walkyria en el mismo instante de la muerte o del peligro mortal.
Vayamos más lejos. En la Ascesis religiosa, mortificación, renuncia al Yo, tensión en el desamparo de Dios, son los medios preferidos; a través de los que se busca, precisamente, provocar la crisis mencionada y superarla positivamente. Expresiones como “muerte mística” o bien “noche oscura del alma”, etc., etc., que indican esta condición, son de todos conocidas. De forma opuesta, en el cuadro de una tradición heroica, el camino hacia el mismo fin está representado por la tensión activa, por la liberación dionisiaca del elemento Acción. Observamos por ejemplo, al nivel más bajo de la fenomenología correspondiente, la danza empleada como técnica sacra para evocar y suscitar a través del éxtasis del alma, fuerzas subyacentes en las profundidades. En la vida del individuo liberado por el ritmo dionisiaco se inserta otra vida casi como el florecimiento de su raíz basal. Las Erinias, Furias, “Horda salvaje”, y otras varias entidades espirituales análogas representan esta fuerza en términos simbólicos. Todas corresponden por consiguiente a una manifestación del demonio en su transcendencia aterradora y activa. A un nivel más elevado se sitúan ya los sacros juegos guerreros y deportivos y aún todavía más alto se encuentra la misma guerra. Así retornamos de nuevo a la concepción aria primordial y la ascesis guerrera.
En la cumbre del peligro del combate heroico, se reconoce la posibilidad de esta experiencia supra-normal. Así la expresión latina “ludere”, jugar o desempeñar un papel, combatir-, parece contener la idea de resolución. Esa es una de las numerosas alusiones a la propiedad comprendida en el combate, de desatarse de las limitaciones individuales; de hacer emerger fuerzas libres escondidas en la profundidad. De aquí deriva el fundamento de la tercera asimilación: los Demonios, los Dioses Lares, como el Yo individuante, son idénticas no solamente a las Furias, Erinias y a las otras naturalezas dionisiacas desencadenadas, que, por su parte, tienen muchas características comunes con el deseo de muerte; tienen también igual significación, por su relación con las vírgenes que conducen héroes al asalto en la batalla, a las «Walkyrias» y las «Fravashi». Así, las «Fravashi» son descritas en los textos sagrados, por ejemplo, como “las aterradoras, las todopoderosas”, “aquellas que escuchan y dan la victoria al que las invoca”; o, para decirlo ya más claramente, a aquel que las invoca en el interior de sí mismo. De ahí a la última con la normal consciencia ordinaria. Así es como ellas, Furias y Erinias, nosreflejan una manifestación especial de desencadenamiento y de irrupción demoníaca -y las Diosas de la Muerte, «Walkyrias», «Fravashi», etc..., se relacionan con las mismas situaciones; en la medida en que son posibles a través de un combate heroico- de igual forma la Diosa de la Victoria es la expresión del triunfo del yo sobre este poder. Indica la tensión victoriosa respecto de una condición situada más allá del peligro, inserto en el éxtasis y en las formas de destrucción sub-personales, un peligro siempre emboscado detrás del momento frenético de la gran acción dionisiaca, y también, de la acción heroica. El impulso hacia un estado espiritual realmente supra-personal, que nos hace libres, inmortales, interiormente indestructibles, lo ilustra la frase “Convertir dos en uno” (los dos elementos de la esencia humana) que se sintetiza pues en esta representación de la consciencia mítica.
Pasemos ahora al significado dominante de estas tradiciones heroicas primordiales, es decir, a esta concepción mística de la victoria. Aquí la premisa fundamental es que una correspondencia eficaz entre física y metafísica, entre visible e invisible fue conocida allí donde los actos del espíritu en la victoria efectiva. Entonces todos los aspectos materiales de la victoria militar se convierten en expresión de una acción espiritual que ha suscitado la victoria, en el punto en que exterior e interior se tocan. La victoria aparecería como signo tangible para una consagración a un renacimiento místico acometido en el mismo dominio. Las Furias y la Muerte, que el guerrero había afrontado materialmente en el campo de batalla, se le oponen también, interiormente, más en el plano espiritual, bajo la forma de una irrupción amenazante de las fuerzas primordiales de su ser. En la medida en que triunfe sobre ellas, la victoria es suya.
En este contexto se explica también la razón por la que cada victoria toma especial significado sacro en el mundo ligado a la tradición. Y de esta forma el jefe del ejército, aclamado en los campos de batalla, ofrecía la experiencia y la presencia de esta fuerza mística que le transformaba a él. El sentido profundo del carácter supra-terrestre emergente de la gloria y de la heroica divinidad” del vencedor se hace así más comprensible; y de ahí, el hecho de que la antigua tradición romana del triunfo tuviese rasgos más sacros que militares. El simbolismo recurrente en las tradiciones arias primordiales de Victorias, «Walkyrias» y otras entidades análogas que guían al “cielo” el alma del guerrero...; así como el mito del héroe victorioso como el Hércules dorio que obtiene de Niké “la Diosa de la Victoria”, la corona que le hace partícipe de la inmortalidad olímpica. Este símbolo se manifiesta ahora bajo una luz muy diferente y en adelante resulta claro que es totalmente falso y superficial este modo ignorante de ver, que no querría distinguir en todo esto nada más que simples “poesía”, retórica y fábula.
La teología mística actual enseña que en la Gloria se cumple la transfiguración espiritual santificante, y toda la iconografía cristiana rodea la cabeza de los santos y mártires de la aureola de la gloria. Todo nos indica que se trata de una herencia aunque muy debilitada de nuestras tradiciones heroicas más elevadas. La tradición ario-iraniana, ya conocía, de hecho, el fuego celeste entendido como gloria -«Hvareno»-, que desciende sobre los reyes y verdaderos jefes, los hace inmortales y les permite llevar así el testimonio de la victoria... La antigua corona real de rayos simbolizaba, exactamente, la gloria como fuego solar y celeste. Luz, esplendor solar, gloria, victoria, realeza divina, son esas imágenes que se encontraban en el seno del mundo ario, en la más estrecha relación; no como abstracciones o invenciones del hombre sino con el claro significado de fuerzas y dominios absolutamente reales. Y en este contexto, la Doctrina Mística de la Lucha y de Victoria representa para nosotros un vértice luminoso de nuestra común concepción de la acción en el sentido tradicional.
Esta concepción tradicional nos habla hoy; de forma todavía comprensible para nosotros -a condición naturalmente, de que nos desviemos de sus manifestaciones exteriores y condicionadas por el tiempo-. Entonces, al igual que en el presente, se quiere así superar esta espiritualidad cansina, anémica o basada en simples especulaciones abstractas o en mortecinos sentimientos piadosos, y a la vez que se sobrepasa también la degeneración materialista de la acción. ¿Se puede encontrar para esta tarea mejores puntos de referencia que los ideales mencionados del ario primordial?. Pero hay mucho más. Las tensiones materiales y espirituales son comprimidas hasta tal punto en el Occidente de estos últimos años que no pueden ser ya resueltos más que a través del combate. Con la guerra actual, una época va dominadas y transformadas en la dinámica de una nueva civilización tan sólo por unas ideas abstractas, unas premisas universalistas o por medio de mitos ya conocidos irracionalmente. Ahora, una acción mucho más profunda y esencial se impone, para que mucho más allá de las ruinas de un mundo subvertido y condenado, una nueva época comience para Europa.
Sin embargo, en esta perspectiva mucho dependerá de como el individuo pueda dar forma a la experiencia del combate; es decir, si estará a la altura de asumir heroísmo y sacrificio como propia catarsis, como un medio de liberación del despertar interior. No solamente para la salida definitiva, y victoriosa de los sucesos de este período tempestuoso, sino aun también para dar una forma y un sentido al orden que surgirá de la victoria. Esta tarea de nuestros combatientes -interior, invisible apartada de gestos y grandes palabras-, tendrá un carácter decisivo. Es en la batalla misma donde es necesario despertar y templar esta fuerza que, más allá de la tormenta de la sangre y de las privaciones favorecerá, con un nuevo esplendor y una paz todopoderosa, la nueva creación.
Por esto, se debería aprender hoy sobre el campo de batalla, la acción pura, una acción no solamente en el sentido de ascesis viril sino también de gran purificación y de camino hacia formas superiores de vida, válidas en si mismas y por ellas mismas; éso que no obstante, tiene en cierta forma, el sentido de una vuelta a la tradición primordial del ario-occidental. Desde los tiempos antiguos resuenan todavía hasta nosotros las palabras: “la vida, como un arco; el alma, como una flecha; y el espíritu absoluto, como una diana a traspasar”. Ya que aquel que, todavía hoy, vive la batalla en el sentido de esta identificación, este persistirá en pie allí donde los otros caerán; tendrá una fuerza invencible. Este hombre nuevo vencerá en sí, todo el drama y toda oscuridad, todo el caos y representará la llegada de los nuevos tiempos, el comienzo de un nuevo desarrollo... Este heroísmo de los mejores, según la tradición aria primordial, puede realmente, asumir una función evocadora; es decir, la función de restablecer de nuevo el contacto, adormecido desde hace muchos siglos, entre mundo y supra-mundo. Entonces el combate no se convertirá en una horrible gran carnicería, no tendrá el sentido de un destino desesperado, condicionado únicamente por el único deseo de ganar poder, sino que será la prueba del derecho y de la misión de un gran pueblo. Entonces la paz no significará un ahogo en la oscuridad burguesa cotidiana, ni el alejamiento de la tensión espiritual de la lucha en batalla, sino que tendrá, todo lo contrario, el sentido de un cumplimiento de ella.
Es también, y justamente por ella, que queremos hacer nuestra, de nuevo, la profesión de fe de los antiguos; tal como se expresa y muy bien, en las siguientes palabras: “La sangre de los héroes es más sagrada que la tinta de los sabios y las plegarias de los devotos”. Que éso se encuentra justamente en la base profunda de la concepción tradicional, y según la cual, en la “guerra santa” operan mucho más fuertes que los individuos las místicas fuerzas primordiales de la raza. Estas fuerzas de los orígenes crean los Imperios.