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Las otras Tablas de Sangre

Ensayo sobre el terror unitario

Alberto Ezcurra Medrano

 

Las otras Tablas de Sangre - Ensayo sobre el terror unitario - Alberto Ezcurra Medrano

124 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 460 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El revisionismo histórico argentino ha realizado una labor científica, hondamente patriótica, en favor de la verdadera historia argentina. Todos los años se publican libros y folletos que destruyen la leyenda negra difundida por los historiadores liberales, heterodoxos todos ellos, y que por su misma heterodoxia combatieron desde las logias y luego desde el gobierno lo más profundo del ser tradicional argentino, para desarraigar nuestras antiguas y nobles costumbres.
Es así que el período más intenso, de más grandeza y que da la verdadera razón de nuestra nacionalidad fue y es negado hasta hoy por los historiadores liberales, que se copian unos a otros en su deleznable tarea de difundir una historia falsificada. Pero el fraude histórico inventados por los vencedores de Caseros y Pavón no resiste la fuerza incontrastable de la verdad histórica.
Y es con ese espíritu de justicia que revelan los historiadores revisionistas que Alberto Ezcurra Medrano publica la segunda edición ampliada de su libro "Las otras Tablas de Sangre", libro magnífico, claramente escrito, de alta polémica, totalmente documentado, que expone los hechos para que el lector juzgue, valiéndose muchas veces de los mismos historiadores liberales para demostrar cómo los unitarios, con sus olas de crímenes, de degollaciones, de fusilamientos a granel, superaron las supuestas atrocidades y desafueros de los enemigos de la “civilización.”
De hecho, los fusilamientos en masa e individuales mandados a ejecutar por órdenes de Lavalle, Lamadrid, Paz, Mitre, Sarmiento y los demás jefes unitarios, son incontables. Pero la guerra civil, provocada por los unitarios en unión con los extranjeros, suscitadora de los odios más enconados y las venganzas más cruentas, continuó después de la caída de Rosas, y el terror liberal que reemplazó al unitario pudo proseguir con sus asesinatos y degollaciones, hasta que el triunfo definitivo de la heterodoxia, encarnada en figuras masónicas como Mitre y Sarmiento, inició la era de un crudo y persistente materialismo.
Este tipo de falsificaciones ya casi que siguen un modelo típico en la historia mundial: Un "tirano sanguinario", que por poco no escupe espuma por la boca, y que a pesar de contar con el apoyo de su pueblo es retratado como poco más que un estúpido que sólo piensa en saciar sus perversiones, comete todo tipo de supuestos crímenes. Con estos, por un lado, se logra tapar toda su obra de gobierno y, por el otro, logran esconderse los "crímenes de los buenos", iguales o peores que los cometidos por el malvado, pero tapados por la historia oficial.
En esta ocasión, la despreciable tarea cayó sobre el infame Rivera Indarte, quien había tenido que escapar de Buenos Aires procesado por estafa y falsificación de documentos (existen pruebas de ello) y no perdonaba que Rosas no hubiese hecho nada por salvarlo. La investigación histórica devela que Indarte recibía de la casa Lafone la macabra nómina a un penique el cadáver. Por lo tanto, los 480 cadáveres que logró presentar en su libro "Las tablas de sangre" le habrían reportado dos suculentas libras esterlinas (algo así como U$S 17,50 por muerto actualmente). De esta manera las primeras “Tablas de Sangre” le dejaron U$S 8.400 a valores actuales. Los procedimientos para matar eran escalofriantes: “las cabezas de las víctimas son puestas en el mercado público adornadas con cintas celestes”, los degüellos se hacían “con sierras de carpintero desafiladas”. Como si esto fuera poco, tuvo el descaro de agregar relatos sobre los incestos de Rosas con su hija Manuelita, y la participación en macabras ceremonias para terminar de delinear la imagen del monstruo que Europa nos venía a extirpar. Las Tablas de Sangre fueron publicadas en folletín por el Times de Londres para estremecer de horror a los flemáticos victorianos, y por Le Constitutionelle de París para quitar el aliento a los buenos burgueses de Luis Felipe. Roberto Peel, que aprobó el gasto de la Casa Lafone, lloró al leerlas en la tribuna de los Comunes pidiendo se aprobase la intervención, y Thiers (a quien el destino llamaría a cometer horrores más grandes en 1871) se estremecía por "el salvajismo de esos descendientes de españoles" al citar Las Tablas, acoplando a Francia a la intervención británica.

Este estupendo trabajo de Alberto Ezcurra Medrano es un acto de justicia histórica y de profunda significación patria pues contribuye a mostrar la verdadera cara de los próceres liberales tanto como la grandeza de nuestra historia nacional

 

ÍNDICE

 

Algunos juicios acerca del presente libro7
Prólogo9
El juicio histórico sobre Rosas15
I21
II31
III37
IV51
V63
VI75
VII83
VIII89
IX93
X99
XI103
XII111
Epílogo 119

Algunos juicios acerca de la primera edición del presente libro

 

 
“En pocas palabras dice Ud. mucho más que otros en sendos libros. Lo felicito.”
MANUEL BILBAO
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“Recomendamos al lector la lectura de Las otras Tablas de Sangre, del señor Alberto Ezcurra Medrano, que le ayudará a comprender mejor la época y nuestra historia.”
TTE. CNEL. CARLOS A. ALDAO

Rosas a la luz de los documentos históricos, pág. 163.
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“Aquí vemos averiguada, ordenada y definitivamente aclarada una de las acusaciones más estridentes contra Rosas: la de crueldad, sus degüellos y sus matanzas.”
SIGFRIDO A. RADAELLI
Tiempos de Buenos Aires, pág. 89
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“Este precioso trabajo de investigación está precedido por un estudio metodológico sobre Rosas y su responsabilidad en las ejecuciones por él ordenadas estudio que, como el “Rosas en los altares”, publicado por Ezcurra Medrano en Crisol del 1°de enero de 1935, revela en su autor singular aptitud para la crítica histórica.”
JULIO IRAZUSTA
Ensayo sobre Rosas, págs. 137-8
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“Lo he leído con fruición y con sumo interés histórico:”
CLEMENTINO S. PAREDES
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“El gran acopio de datos históricos ilevantables, la lógica irrebatible de su exposición y el vacío que vino a llenar ese trabajo le dan un interés excepcional.”
JOSE MARIA FUNES
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“Se acusa a Rosas exclusivamente del uso del terror, y no fue él solo, ni, acaso, el que más usara de esta suerte de apaciguamiento. Y aquí está la prueba, reunida en apretadas demostraciones.”
Revista Bibliográfica, octubre-noviembre 1934.
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“Sin entrar a discutir la personalidad del hombre que abarca toda una época agitada de la historia argentina ni emitir juicio alguno al respecto, debemos reconocer en el folleto de referencia un alto valor documental y un estilo claro y preciso.”
Bandera Argentina, 13 de noviembre de 1934.
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Prólogo

 

 
El revisionismo histórico argentino ha realizado una labor científica, hondamente patriótica, en favor de la verdadera historia argentina. Todos los años se publican libros y folletos que destruyen la leyenda negra difundida por los historiadores liberales, heterodoxos todos ellos, y que por su misma heterodoxia combatieron desde las logias y luego desde el gobierno lo más profundo del ser tradicional argentino, para desarraigar nuestras antiguas y nobles costumbres, nuestras ideas y sentimientos esenciales católicos.
Y esta labor revisionista, que se ha intensificado hace algo menos de treinta años a esta parte, y que se desarrolla en la cátedra, en el libro, en periódicos y conferencias por todo el país, continúa la obra que a fines del siglo pasado inició con su Historia de la Confederación Argentina Adolfo Saldías, y luego, en su libro intitulado La época de Rosas, Ernesto Quesada.
El período más intenso, de más grandeza y que da la verdadera razón de nuestra nacionalidad fue y es negado hasta hoy por los historiadores liberales, que se copian unos a otros en su deleznable tarea de difundir una historia falsificada. De esta manera la investigación histórica se estanca y pierde total vitalidad. ¿Y qué podríamos decir de los textos de historia argentina destinados a los establecimiento de segunda enseñanza?. Hemos leídos los aprobados por el Ministerio de Educación en esta asignatura, y en todos, salvo alguna rara excepción, no sólo encontramos los absurdos más grotescos respecto a la época de Rosas, sino que surge enseguida, en volúmenes destinados a los jóvenes, exacerbado, el antiguo odio de unitarios y liberales a la política rosista. Habría que añadir, además, que la falsificación de la historia no se reduce a estos textos escolares al período en que gobernó Juan Manuel de Rosas; los siglos de la dominación española han sido también falseados, como asimismo todo aquello que de algún modo nos define como nación esencialmente católica e hispánica.
Frente a una enseñanza oficial de la historia argentina que es perniciosa para la formación de los jóvenes, a quienes se les debe explicar solamente la verdad, justipreciamos la intensa obra de los historiadores revisionistas, que en la cátedra y el libro están demostrando dónde están los verdaderos y los falsos próceres, riñendo una batalla que ya ha sido ganada, porque el fraude histórico inventados por los vencedores de Caseros y Pavón no resiste la fuerza incontrastable de la verdad histórica.
Y es con ese espíritu de justicia que revelan los historiadores revisionistas que Alberto Ezcurra Medrano publica la segunda edición de su libro Las otras Tablas de Sangre, libro magnífico, claramente escrito, de alta polémica, totalmente documentado, que tiene la ventaja sobre el de su antagonista, el del lamentable e infelicísimo Rivera Indarte, de que no inventa ni fantasea ni agrega adjetivos insultantes ni comentarios malévolos, sino que expone los hechos para que el lector juzgue, valiéndose muchas veces de los mismos historiadores liberales para demostrar cómo los unitarios, con sus olas de crímenes, de degollaciones, de fusilamientos a granel, superaron las atrocidades y desafueros de los enemigos de la “civilización.”
El mérito de este volumen reside precisamente en su valor científico, que destruye la leyenda unitaria, construída sobre la propaganda periodística, el libelo de Rivera Indarte y ese otro, en forma de novela, de José Mármol.
Las otras Tablas de Sangre constituyen un documento incontrovertible y se advierte en él la verdadera objetividad histórica, que es la que tiene el sentido de justicia. Esta obra ha sido completada durante largos años de paciente tarea investigadora, formando así un volumen que supera extraordinariamente al que conocíamos por la primera edición. Todo lo que la historia liberal ha callado, aquello que permanecía oculto en documentos y libros, ha sido reunido por Ezcurra Medrano en su búsqueda de la verdad, con afán de historiador, sobreponiéndose al espíritu de partido o de bandería.
Es curioso observar cómo el sectarismo liberal, en su anhelo de trastocarlo todo con fines de sectarismo político, no se le ocurrió advertir que la falsificación de la historia en la forma grosera en que lo hicieron no podía persistir indefinidamente, ya que, frente a los crímenes que se atribuyen a Rosas, las atrocidades del terror celeste -a pesar de la destrucción de documentos que hicieron los unitarios- son tan evidentes, que sólo el odio, la ceguera y la mala fe de varias generaciones de gobernantes liberales han podido ocultarlas. Y con este sistema de criminal ocultación han padecido también hechos gloriosos, acontecimientos de la época rosista, como la lucha por la soberanía argentina contra Francia e Inglaterra, ocultación que revela el grave delito de traición contra la patria y el espíritu de los argentinos.
El proceso del terror celeste, desde Rivadavia hasta Sarmiento, está relatado por Ezcurra Medrano. Los fusilamientos en masa e individuales mandados a ejecutar por órdenes de Lavalle, Lamadrid, Paz, Mitre, Sarmiento y los demás jefes unitarios, son incontables. Pero la guerra civil, provocada por los unitarios en unión con los extranjeros, suscitadora de los odios más enconados y la venganzas más cruentas, continuó después de la caída de Rosas, y el terror liberal que reemplazó al unitario pudo proseguir con sus asesinatos y degollaciones, hasta que el triunfo definitivo de la heterodoxia, encarnada en figuras masónicas como Mitre y Sarmiento, inició la era de un crudo y persistente materialismo.
El régimen de terror, anterior y posterior al gobierno de Rosas, ha sido estudiado por Ezcurra Medrano, atestiguándolo con hechos concretos. En cuanto a los procedimientos que utilizaban los unitarios para matar a sus enemigos, nadie ignora que Lavalle y Lamadrid cumplían al pie de la letra lo que exaltaban en su furor de degolladores; aconsejaban o daban órdenes de lancear o de degollar sin perdonar a nadie. Lavalle, en 1839, consigna Ezcurra Medrano, en su proclama dirigida a los correntinos decía refiriéndose a los federales: “es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de estos monstruos. Muerte, muerte sin piedad.” No hay jefe unitario que utilice otros procedimientos frente a los federales. Era una lucha sin cuartel, y nadie lo daba. El culto y civilizado Paz no se quedaba corto en las matanzas y ejecuciones de prisioneros. He aquí una descripción de lo que el general Paz llamaba actos de severidad: “Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados simultáneamente por el pecho y por la espalda...A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa antes de ultimarlo, hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la Sierra son diezmados. Por orden, si no del general, de algunos de sus lugartenientes, ciertos desalmados, como Vázquez Nova, apodado Corta Orejas, el Zurdo y el Corta Cabezas Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblos, en grupos hasta de cincuenta personas.” “Los coroneles Lira, Molina y Cáceres rindieron la vida entre suplicios atroces. Sus cadáveres despedazados fueron exhibidos en los campos de Córdoba y expuestos insepultos.”
Como dijimos, el jacobinismo liberal continuó después de la caída de Rosas y durante todo el siglo XIX su política de crueldades inauditas, degollando prisioneros, exterminando a los vencidos donde quiera que se encontrasen, mandando asesinar a los gobernadores que no obedecían a la política central.
El libro que comentamos será sumamente útil a la juventud argentina. Todo él da una idea clara de lo que fue el terror celeste a lo largo de la centuria decimonovena. Necesitábamos esta segunda edición, completa con nuevos aportes indubitables, y donde se prueba a una vez más el talento de investigador de Alberto Ezcurra Medrano, que huye de lo farragoso para buscar la síntesis, y, sobre todo, su honradez y el espíritu de justicia que definen su obra.
ALFREDO TARRUELLA

El juicio histórico sobre Rosas

 

 
Lenta, pero firmemente, la verdad sobre Rosas se abre camino.
La causa de esa lentitud se explica. A Rosas le tocó actuar en pleno auge del romanticismo y del liberalismo. Sus enemigos, libres de la pesada tarea de gobernar, empuñaron la pluma e “inundaron el mundo -como dice Ernesto Quesada- con un maëlstrom de libros, folletos, opúsculos, hojas sueltas, periódicos, diarios y cuantas formas de publicidad existen.” Supieron explotar la sensiblería romántica dando a ciertas ejecuciones y asesinatos una importancia que no les corresponde dentro del cuadro histórico de la época. Los famosos degüellos de octubre del año 40 y abril del 42 pasaron a la historia hipertrofiados, como si los 20 años de gobierno de Rosas se hubiesen reducido a esos dos meses y como si su acción gubernativa no hubiese sido otra que ordenar o tolerar degüellos. Rosas, para ellos, fue un monstruo, y desde este punto de vista, que no permiten discutir, juzgan su época, sus hechos y sus intenciones. Si Rosas fusiló, no fue porque lo creyó necesario, sino para satisfacer su sed de sangre. Si luchó -aunque sea con el extranjero-, no fue por patriotismo, sino por ambición personal, o para distraer la atención del pueblo y mantenerse en el poder. Si expedicionó al desierto, fue para formarse un ejército. Si efectuó un censo, fue para catalogar unitarios y perseguirlos. Si ordenó una matanza de perros, que se habían multiplicado terriblemente en la ciudad, lo hizo para instigar una matanza de unitarios. Y así, mil cosas más. Naturalmente, de todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad, “un Calígula del siglo XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los unitarios para justificar sus derrotas y sus traiciones.
Como la historia la escribieron los emigrados que regresaron después de Caseros, ese Rosas pasó a la posteridad, y desde entonces todas las generaciones han aprendido a odiarlo desde la escuela. Sólo así se explica que aun perdure en el pueblo el prejuicio fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas de la Mazorca conocidas a través de Amalia o de alguna recopilación de “diabluras del Tirano.”
Afortunadamente, en la pequeña minoría que estudia la historia se evidencia una reacción. Los libros nuevos que tratan seriamente el debatido tema lo hacen con un criterio cada vez más imparcial. Tal es el caso de las interesantes obras publicadas en 1930 por Carlos Ibarguren y Alfredo Fernández García.
“Donde hay un hombre, hay una luz y una sombra”, se ha dicho. Rosas, como hombre que fue, cometió errores, pero no crímenes, porque “el delito -como él mismo escribió en su juventud- lo constituye la voluntad de delinquir”, y es absolutamente infundada la afirmación de que él la tuvo. Cuando se habla de su reivindicación, no se trata de presentarlo sin mancha a los ojos de la posteridad, como han querido presentarse sus enemigos, ni tampoco de “disculparlo”, como dicen algunos con cierto retintín cada vez que oyen hablar de cualquiera de sus innegables aciertos. El perdón supone el crimen, y la facultad de concederlo no pertenece a la historia, sino a Dios. De lo que se trata es, simplemente, de presentarlo tal cual fue, con sus errores y con sus aciertos, ya que los primeros no tienen la propiedad de borrar los segundos, tal como los numerosos fusilamientos ordenados por Lavalle y Lamadrid en sus campañas no extinguen ni una partícula de la gloria que les corresponde por el valor legendario de que dieron pruebas en la guerra de la independencia. La vida pública de esos hombres no es un todo indivisible que se pueda condenar o glorificar en globo. Por eso es absurda en nuestros días esa fobia oficial antirrosista que, haciéndose cómplice de lo que podríamos llamar conspiración del olvido, excluye sistemáticamente el nombre de Rosas de las calles y paseos públicos mientras se le concede ese honor a una porción de personajes anodinos, cuando no traidores o enemigos de la patria.
La “tiranía” no fue un hombre sino una época en que todos emplearon cuando pudieron los mismos métodos. Rosas no “abrió el torrente de la demagogia popular”, como se ha dicho con más literatura que acierto. Lo tomó desbordado como estaba, tal como no quisieron tomarlo ni San Martín ni otros hombres de valer; lo encauzó dirigiéndolo hacia un buen fin, lo siguió una veces y otras lo contuvo con su acostumbrada energía.
Es muy cómodo, pero muy injusto, cargar sobre Rosas toda la responsabilidad de una época semejante.
Cuando se habla del terror, de los abusos, de los crímenes, es preciso averiguar, no sólo lo que hizo Rosas, sino también lo que hicieron sus enemigos, algo de lo cual hemos de bosquejar en el presente ensayo. Dentro de lo hecho en el campo federal, hay que delimitar bien lo que ordenó Rosas, lo que se hizo con su tolerancia y lo que se hizo contra su voluntad. Y finalmente, dentro de lo que ordenó Rosas, es preciso establecer cuándo hubo abuso, cuándo obró justamente -porque al fin y al cabo, era autoridad legal- y cuándo obró de manera que sería condenable en circunstancias normales, pero que en las suyas era una legítima defensa contra iguales métodos de sus contrarios. Sólo así tendremos la base sobre la cual se ha de asentar el juicio definitivo. Con repetir a priori que Rosas fue el “principal responsable”, nos habremos ahorrado ese trabajo previo, pero no probaremos nada.
Además, por encima de esa investigación imparcial, es necesario que varíe el criterio con que se juzga esa época. Antes se la juzgaba con criterio romántico y liberal. Hoy, que el romanticismo está en decadencia, priva un criterio objetivo, pero aún no despojado de la influencia liberal. Por eso, al juzgar a Rosas, muchos creen condenarlo, y en realidad condenan, no al hombre, sino al sistema: la dictadura. No se contentan con juzgar lo que hizo Rosas, sino que le señalan también lo que debió hacer, y como tienen prejuicios liberales, concluyen: Rosas debió dar al país una constitución liberal y democrática. Pudo hacerlo y no lo hizo. Luego: su gobierno fue estéril.
Tal razonamiento es muy discutible. Sería preciso averiguar si Rosas realmente hubiera podido constituir al país. Y suponiendo que hubiera podido, aún quedaría por averiguar si hubiese debido hacerlo. Para los liberales, eso no admite dudas. Para los que creen que era preciso consumar previamente la unidad política y geográfica del país y dejar luego que la tradición presidiese su constitución natural, la cuestión varía de aspecto.
No condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo juzga que debió haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unión nacional y mantener la integridad del territorio, preparándolo para la organización definitiva. Ésa es su gloria. Cuando se lo juzgue con simple buen sentido y, por consiguiente, sin prejuicios liberales, le será reconocida.