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La inquietud de esta hora

Liberalismo, corporativismo, nacionalismo

Carlos Ibarguren

 

La inquietud de esta hora - Liberalismo, corporativismo, nacionalismo - Carlos Ibarguren

136 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 480 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Carlos Ibarguren, académico de profesión, historiador y político, fue sin duda uno de los grandes hombres de las letras argentinas. Suma a ello su compromiso con la acción política siendo ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la presidencia de Roque Sáenz Peña e interventor de Córdoba durante la presidencia de Uriburu, así como uno de los máximos defensores del sistema de gobierno corporativo para Argentina.
Ante la grave crisis en que se sumía el mundo entero en tiempos de entreguerras, Ibarguren no dudo en tomar posición por los movimientos nacionalistas. Viendo que tanto el capitalismo como la democracia liberal sólo aumentaban los problemas del mundo, y que la supuesta revolución bolchevique no era sino la otra cara de la misma moneda, dedica sus esfuerzos a fomentar una revolución espiritual que represente la tradición argentina, opuesta a las corrientes materialistas en boga.
En "La inquietud de esta hora" trata sobre los principios fundamentales del nacionalismo, la escala tradicional de valores, o, para decirlo de manera más breve y contundente, la Tradición. De la efectiva vigencia de la Tradición auténtica surgen las relaciones correctas entre los hombres, su libertad y la libertad y grandeza de las naciones. Cuando la evolución es incorrecta, se impone la revolución, es decir, la vuelta a lo esencial y eterno, para partir de allí nuevamente en la verdadera dirección. La única revolución que merece ese nombre es esta, llámesela como se la llame, nacionalista, fascista, tradicionalista, nacionalsocialista o extremoderechista.
El Nacionalismo comporta indispensablemente  el conocimiento de la Tradición, que es la estructura espiritual de la Nación, su íntima esencia, en nuestro caso griega y romana, cristiana y europea.
Con la caída de Rosas; y a partir de entonces, el utopismo fanático tan característico de los ideólogos liberales produjo una brusca aceleración y desvío del proceso de formación nacional. Nuestra clase dirigente (los Alberdis, Sarmientos y Mitres), ingenua y presuntuosa, vendió con inconsciente despreocupación por un plato de lentejas la primogenitura del país. La doctrina de Alberdi opuso al ideal nacional fundado en el sentido heroico de la vida y de la patria, el concepto materialista y burgués del bienestar económico como suprema finalidad de una nación.
De este círculo vicioso no se sale si no es con una autoridad justa y férrea que, en ejercicio de su función docente, enseñe coercitivamente la unión y el patriotismo como antes se enseñó el humanitarismo sentimental y el hedonismo egoísta. Para ello tenemos el ejemplo y la doctrina de Carlos Ibarguren, quien despojándose a tiempo de los prejuicios liberales, toma bando por la Revolución Nacionalista.
A la concepción materialista de la patria que dominó en el mundo político y financiero antes de la guerra se le opone la concepción idealista. La patria más que un cuerpo es un alma que persigue los ideales de un pueblo.
Una formidable lucha ha comenzado entre las dos grandes corrientes, que son las que ahora ocupan principalmente la escena política mundial: el comunismo internacional y materialista y el fascismo, o corporativismo nacionalista y espiritualista. Estas dos poderosas corrientes combaten encarnizadamente a la democracia liberal para ultimarla.
El nacionalismo debe poner su centro en el espíritu humano y no en la ganancia economía. Para él, el hombre no es lo que es sino en función del proceso espiritual al que concurre en el grupo familiar y social, en la nación y en la Historia, y la tradición es una de las más grandes fuerzas espirituales del pueblo, porque representa una creación sucesiva y constante de su alma.
Se basa en la juventud de la posguerra, que lleva consigo la moral fiera basada en el valor, en la audacia y en la energía que conduce al triunfo; ésa es la ‘‘moral de los amos”, como la llamaba Nietzsche, por oposición a la “moral de los esclavos” que es peculiar de los pueblos vencidos, en los que la debilidad se considera virtud y la impotencia para reaccionar se transforma en bondad.
Los fascismos no son antidemocráticos sino que, por el contrario, promueven una participación real en la política, una democracia participativa y orgánica que sustituya a la demagógica, ejercida únicamente por vía indirecta en el sufragio. “La democracia que en el pueblo real se produzca deberá ser, no la gregaria de uno más uno, hasta sumar millones, sino la orgánica, compleja, jerarquizada y funcionalmente diferenciada”. Se deben constituir en forma de sindicatos, asociaciones culturales, industriales, instituciones, núcleos locales, los órganos genuinos del cuerpo social del Estado. La representación directa de esos órganos sociales en el gobierno ya debe ser una mera aspiración doctrinaria sino una realidad política, tomando el ejemplo de los países en que se ha incorporado su ideario en las constituciones y leyes dictadas en aquel tiempo, bajo la influencia de las nuevas tendencias de la posguerra que están transformando a la democracia individualista en democracia funcional. El fascismo no anula al individuo disolviéndolo en la masa, ni sacrifica la persona al esfuerzo colectivo, sino que los armoniza.
Gracias al reconocimiento oficial de las asociaciones profesionales como organismos de derecho público, el régimen corporativo crea un sistema de agrupaciones especializadas por las cuales el interés del individuo se armoniza con el de su categoría profesional, así como el interés de la profesión se armoniza con el del Estado.
Tal fue el pensamiento "maldito" de Ibarguren.

 

ÍNDICE

 

Estudio preliminar7
Prefacio13
I.- La inquietud de esta hora15
I15
II20
III26
IV30
II.- La crisis política del mundo33
Consecuencias espirituales, sociales y políticas de la Gran Guerra33
Crisis de la democracia liberal individualista40
Estado político de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos42
Las dictaduras57
Características de la hora presente59
El fascismo y el comunismo, concepto y caracteres de uno y otro60
El socialismo nacional en Alemania66
Conclusión70
III.- El liberalismo individualista en la actualidad71
De la “prosperidad” de Hoover a los remedios de Roosevelt71
Los ensayos del presidente Roosevelt75
Vicisitudes del Imperio Británico y el mal de su democracia78
Decadencia del estado parlamentario francés81
IV.- Hacia la democracia funcional87
V.- La experiencia de Italia: El Estado Corporativo97
La organización corporativa98
VI.- Los problemas de hoy y las nuevas concepciones filosóficas109
VII.- El Nacionalismo117
I117
II121
III124
IV132

Estudio preliminar

 

Cuando se me pidió que prologara esta nueva edición de La inquietud de esta hora de Carlos Ibarguren, me sentí honrado y complacido, pero también algo abrumado por la responsabilidad que importa comentar un texto a tal punto honrado, luminoso y trascendental. Son tan amplios y profundos los temas que trata, y los tenemos tan metidos en el alma, constantemente presentes, que se nos aparece casi imposible sintetizar cuanto tendríamos que decir sobre ellos y sobre el autor. Necesariamente, pues, debemos elegir entre las muchas maneras de encarar el comentario, temiendo no acertar con la mejor, como el caso lo exige y lo merece.
Es ocioso decir, como se suele cuando de reediciones se trata, que este libro es actual, aunque desde luego lo sea. Cuando se cala hondo en la política, podrá uno acertar o equivocarse, o ambas cosas a la vez, pero a pesar del transcurso del tiempo, lo bueno que se diga seguirá siendo bueno y lo malo, malo, ya que los principios esenciales sobre los que se estructuran los hombres y las naciones son perennes e invariables. Y de estos principios, en lo que hacen a todos los hombres y a todas las naciones y más en particular a nuestra Nación Argentina, trata aquí Carlos Ibarguren: constituyen ellos la escala tradicional de valores, o, para decirlo de manera más breve y contundente, la Tradición. Ellos, o ella, nos hacen ser lo que somos de la manera más excelente posible. De la efectiva vigencia de la Tradición auténtica surgen las relaciones correctas entre los hombres, su libertad y la libertad y grandeza de las naciones. Reimplantada cuando está oculta, caída, olvidada bajo la gruesa costra de los errores y de los vicios que se han ido acumulando con el tiempo, es la tarea propiamente revolucionaria que obliga a todo hombre decente y avisado. Cuando la evolución es incorrecta, se impone la revolución, es decir, la vuelta a lo esencial y eterno, para partir de allí nuevamente en la verdadera dirección. La revolución bolchevique, la revolución mundial blanca que decía Spengler, lejos de ser una revolución, no es más que la acentuación y aceleración del vicioso proceso liberal. La única revolución que merece ese nombre es la nuestra, llámesela como se la llame, nacionalista, fascista, tradicionalista, nacionalsocialista o extremoderechista. Anotemos al margen que la designación más correcta sería la que combinara los vocablos nacional, social y tradicional.
El carácter esencial y simultáneamente ético y realista del Nacionalismo, su intrínseca honradez, dice a las claras que no puede originarse sinceramente más que en un impulso individual y colectivo hacia el Bien, en una buena voluntad aplicada a la consideración inteligente y limpiamente desapasionada de la realidad. Ello descarta y descalifica, por de pronto, toda ideología basada en el resentimiento y desplegada en la demagogia, como lo es este seudonacionalismo indoamericanista y marxistoide cuya deletérea acción se ha extendido hoy tanto y que es tan extraño a la egregia Tradición y a la raza misma de la Nación Argentina —tan cipayo, para decirlo sin vueltas— como la ridícula idolatría anglofrancesa de los liberales.
En todas las épocas oscuras de la Historia, aun en un siglo tan equivocado y desoladoramente estúpido como el XIX, ha habido quién conociera y proclamara la verdad y actuara rectamente en su consecuencia. Son los inteligentes inconformistas, que constituyen los canales por donde fluye la Tradición y que a la vez posibilitan, por su eventual acción sobre las circunstancias, la restauración de la auténtica jerarquía de valores. La cual acontece al llegar las crisis revolucionarias, cuando la verdad, renovada y vital, encarna en la juventud y resurge con vigor, como las gigantescas llamaradas que se levantan a veces de las cenizas humeantes en un incendio que parecía apagado.
A esa encrucijada de la Historia —que podemos situar en los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial— llegó, ya en plena madurez, don Carlos Ibarguren. No le tomó el evento por sorpresa, y de que ello fue así dan testimonio sus opiniones anteriores, citadas constantemente en La inquietud de esta hora y que demuestran no sólo una inteligente comprensión de la realidad, sino la eminente calidad moral de su persona, su intrínseca y fundamental nobleza, la sinceridad de su patriotismo. De allí viene el juicio siempre ecuánime, ajeno a todo resentimiento y a la vez a toda contemporización con el error o con el mal, ya que su pensamiento no se detiene por cierto ante ninguna audacia política, llega a todos los extremos necesarios. Pero por lo mismo que está seguro de sí —que es consciente de la bondad de sus intenciones— no condesciende jamás con la injusticia de las imputaciones primarias, con el intrínseco error de los juicios maniqueos. Asume toda la Argentina, y por eso comprende lo que la Argentina es, contradictoria como todos los pueblos, pero original, única. Sólo el amor, como bien lo afirmó Max Scheler, permite a la inteligencia la comprensión cabal: ciego es el odio, no el amor. Y aquí hay genuino amor a la Patria, viril magnanimidad, espíritu de justicia: aristocracia en el sentido preciso de la palabra.
Por eso es particularmente necesario que este libro se difunda nuevamente entre nosotros. Los jóvenes de hoy deben aprender en él a juzgar con altura y con inteligencia; y deben comprender cabalmente que el Nacionalismo, ni ha nacido ayer, ni es una suma de simplificaciones pueriles y chauvinistas. El Nacionalismo comporta indispensablemente el conocimiento de la Tradición, que es la estructura espiritual de la Nación, su íntima esencia, en nuestro caso griega y romana, cristiana y europea. La Argentina es esa cultura, plasmada por las razas de España y trasladada al ámbito virgen y gigantesco de América —por obra de nuestros antepasados—en la que quizás es la más admirable de las empresas nacionales realizadas en el curso de la Historia.
Y la Argentina es también la suma de virtudes y de vicios, de aciertos y de errores, de consecuencias necesarias y casuales que nos han dado por fin este conglomerado aún informe que somos hoy, compuesto paradójico de libertad y de convencionalismos, tan excesivos la una como los otros. La Argentina es Europa, racial y culturalmente, y a fuerza de serlo (de ser la suma de las naciones europeas, de ser la Europa unida que la rigidez de los particularismos impide concretar allí) somos una experiencia nueva y original. El proceso de formación nacional siguió un ritmo natural y conveniente, con sus lógicas vicisitudes, en los trescientos dieciséis años que van desde la fundación de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza hasta la caída de Rosas; y a partir de entonces, el utopismo fanático tan característico de los ideólogos liberales produjo una brusca aceleración y desvío del proceso. El país volvió a desdibujarse mientras se enriquecía de golpe pero efímeramente en el callejón sin salida de una economía colonial. Aquí se careció del sólido pragmatismo, de la útil hipocresía de los anglosajones, tan capaces para actuar en abierta contradicción de los principios que proclaman. Nuestra clase dirigente (los Alberdis, Sarmientos y Mitres), ingenua y presuntuosa, vendió con inconsciente despreocupación por un plato de lentejas la primogenitura del país. Y ahora hemos acabado de comernos las lentejas.
Del enérgico y optimista macaneo de nuestros abuelos nos queda en definitiva algo bueno, que es la calidad de nuestra población. Pero si bien la Argentina es cultural, étnica y geográficamente formidable, no somos, como debiéramos, una nación-potencia sino una nación perpetuamente en potencia. Y ello por culpa de nuestros defectos primordiales que son la carencia de una suficiente conciencia nacional y, consecuentemente, el frenesí de los egoísmos individuales, ciegos hasta para la consideración de su propia conveniencia cuando ella no es inmediata. De este círculo vicioso no se sale si no es con una autoridad justa y férrea que, en ejercicio de su función docente, enseñe coercitivamente la unión y el patriotismo como antes se enseñó el humanitarismo sentimental y el hedonismo egoísta.
Para lo cual es condición necesaria que la «buena gen- te» —que abunda aquí aunque a menudo no lo parezca— siga el ejemplo y la doctrina de Carlos Ibarguren, despojándose a tiempo de los prejuicios liberales, de la estúpida idolatría de las instituciones. Cuando los hombres buenos y capaces queden liberados de los condicionamientos, tomarán por fin conciencia de la solución, de la solución única y universal, presente desde el origen de los tiempos, evidente, fácil e inédita: la Revolución Nacionalista.
Francisco Seeber
Buenos Aires, julio de 1975

Prefacio

 

Los acontecimientos que se precipitan ahora en el mundo conmueven a los pueblos y van destruyendo sus instituciones con mayor celeridad que la imaginada. Las ideas evolucionan más tardíamente que los hechos, de modo que ese desequilibrio entre la veloz realidad transformadora y las lentas visiones ideológicas provoca en las gentes inquietud y confusión.
Muchos creen que la crisis que hoy aflige al mundo es pasajera y que se retornará al carril optimista del liberalismo democrático y de la prosperidad indefinida. Los que así piensan no se dan cuenta de que se está destruyendo totalmente el sistema que imperó hasta la Gran Guerra en el orden económico y político. El capitalismo tal como existió hasta ayer y la democracia individualista basada en el sufragio universal fenecen. Es menester no abrigar ilusiones al respecto y contemplar el panorama actual en su realidad verdadera.
Los trascendentales fenómenos políticos, económicos y sociales que se operan en el mundo deben ser estudiados con información plena, con serenidad y con altura. El charlatanismo vacuo de los demagogos y la ofuscación tendenciosa de los que sostienen que las naciones deben seguir encerradas dentro de la estructura demoliberal que la Gran Guerra ha roto, perturban el juicio público y aumentan la perplejidad y confusión en esta hora crítica. Con falsedades no se dará vida a un régimen agonizante, ni con dicterios se impedirá el curso de la profunda transformación universal que se efectúa en la estructura política y económica.
Creo que contribuyo modestamente a que se medite con seriedad acerca de los grandes problemas actuales al publicar estas páginas que se apoyan en los hechos que día a día ocurren, y en las observaciones y obras de los pensadores que en estos momentos investigan tales fenómenos y procuran iluminar la senda, oscurecida hoy, de los pueblos.