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El orden y el desorden

 

Charles Maurras

El orden y el desorden – Charles Maurras

80 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2021
, Argentina
tapa: blanda
 Precio para Argentina: 520 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Charles Maurras constituyó un hito en el pensamiento político de derecha. La pulcritud de su estilo, el rigor y lo afilado de su raciocinio, tanto como lo tradicional de sus ideas, lo convirtieron en un referente intelectual ineludible en la Francia de su época, hasta el punto que se llegó a escribir que para orientarse políticamente un joven francés no tenía más elección que entre Karl Marx y Charlas Maurras. Su pensamiento fue rápidamente difundido por todo el mundo y también en Argentina fue una referencia constante para el pensamiento de derecha.
Propagandista de la restauración de una monarquía que debía respetar, contra el jacobinismo, las particularidades regionales, su figura fue en cierto modo silenciada luego de su ambiguo papel en la Francia ocupada pero no por ello dejó de ser una personalidad enormemente influyente, incluso en arte y literatura.
En "El orden y el desorden", tan breve como sustancioso ensayo, nos presenta resumidamente sus opiniones generales sobre Francia, su historia, su organización social, las causas y consecuencias de la Revolución de 1789, la institución monárquica, el socialismo, el destino nacional de su patria.
El eje de su análisis es la idea de orden, pero, una idea con la marca del pensamiento de Maurras: clarificada, perfectamente definida, con causas y consecuencias vívidamente marcadas.
Toda acción política eficaz necesita primero un orden. Para accionar hay que escoger, clasificar. La vida entera se cimenta en este problema de organización. No es la libertad lo único que importa. Obrar con método, vivir humanamente y razonablemente, requiere principios diversos de la libertad de los elementos recibidos, sufridos y considerados.
Un alma grande no está signada por la libertad sino por su grado de servidumbre a una idea que la trasciende; y su grandeza se estima con no menor precisión a través del contraste entre sus energías naturales y la regla superior que las encauza.
Hay que adoptar un principio y permanecer fiel al mismo. No para aniquilar toda idea diferente, sino para componerlas en torno de su centro normal, para acomodarlas y graduarlas por debajo de éste, tan numerosas y vivas como fuere posible y a fin de utilizar aproximadamente todo y no dejar de emplear nada.
Las ideas de autoridad, jerarquía y aristocracia se presentan espontáneamente ante el pensamiento como las condiciones naturales del orden.
Incluso las ciencias morales son susceptibles de una disciplina, de un orden contra el cual es inútil componer ironías o sembrar al azar pequeños ardides de escepticismo capcioso.
Es un error haber inscripto los Derechos del hombre en la base del monumento al genio latino. Lo que el genio latino ha enseñado y practicado y por lo cual ocupa un sitial de honor entre las razas humanas, son el deber, el saber y el poder, las armonías y disciplinas profundas de éstos, la ciudad y el espíritu humano, el primado de la ley por la paz. Una consecuencia y no un principio es que la dicha y la libertad surjan de ello. Pero si dicho orden se trastrueca, si se trata de transformar un efecto en causa, un resultado en objeto principal, llega lo inevitable que es la decadencia o el retroceso de los pueblos que han recibido ingenuamente y practicado con sinceridad tales errores.

 

El Orden y el Desorden

 

 

 

“Nuestra generación está fatigada de los últimos ciento cincuenta años de la historia de Francia dedicados a destruir. Lo que nos interesa, finalmente, sería construir.’’
Ch. M.

 

Sólo una cosa importa: lo verdadero. El conocimiento de lo verdadero y la difusión de la conocidísima verdad que enunciamos no son, en el fondo, sino una única e idéntica entidad. En política, el análisis sincero desemboca necesariamente en la vulgarización, de igual modo que la propaganda desarrollada con cierto calor, nos reconduce al estudio. Lo que bien se conoce se difunde espontáneamente y cuanto más divulgamos nuestro pensamiento más experimentamos la necesidad de verificarlo y volverlo a certificar con el apoyo de razones más fuertes.
Una idea veraz es una idea verdadera. Una idea veraz es una idea que los hechos de la vida confiesan o confirman. No conduce necesariamente a lo real, pero descarta lo imposible, o sea una de las formas más hirientes de lo irreal. Una idea veraz conserva de la irrealidad tan sólo aquello que es compatible con el juego natural de las fuerzas del mundo. La verdad es la grande disciplina del arte.
La unidad, tradicional para nosotros, subsiste como el más necesario de todos los bienes; sólo la unidad es fecunda en Francia; ¿por qué no habríamos de usar del “derecho de legítima defensa” en favor de nuestra unidad?
Pero, en verdad, ¿no será éste un concepto estrecho? ¿Estáis satisfecho con semejante distribución?
Puede venir, sin duda, un tiempo en que dicha distribución sea la única en Europa. Si el movimiento iniciado continúa, cada nación y civilización se abroquelarán celosamente en el principio que las constituyen y en el carácter que las distinguen. Seremos tradicionalistas suizos o franceses o nacionalistas ingleses, alemanes o rusos, y cada vez invocaremos menos la entidad hombre. Pero, busquemos lo que Francia puede y debe aceptar de la libertad, a la luz de lo que aún resta de humanidad en el mundo.
Veámosla bajo el aspecto más amplio, o sea, en el ejercicio de la inteligencia.
La curiosidad y la tolerancia, hospitalidad del espíritu, son elementos necesarios de todo pensamiento. Sin la curiosidad no existiría ningún saber, y el tesoro de éste no aumentaría sin la tolerancia.
Sólo alienta el espíritu cuando se esfuerza y exalta, impaciente por desplegarse o enriquecerse.
No adquiere sus conquistas definitivas sino a condición de soportar la confusión y las incomodidades que le causan todas estas contribuciones extrañas.
Consentir con alegría vivaz en el malestar de la sorpresa, anhelar el sacudimiento de lo desconocido, desear el contacto con la desorientación y la perplejidad y cultivar, hasta foguearse en la prueba, la sensación de la inquietud, constituye prefacio necesario para todo movimiento metódico de la razón.
La facultad de acceder prontamente a dichas incitaciones y la constancia y firmeza en la prosecución de tal esfuerzo es lo que permite a nuestros sentidos y espíritu acoger a los numerosos e inquietos huéspedes, portadores de los bienes misteriosos sin los cuales vegetaríamos en la ignorancia, la inercia y la fatuidad.
¿Les franquearemos la entrada? ¿Les permitiremos la libre estada? Ningún comercio, asimilación o cambio será posible sin contar con la previa acogida del ingreso. Debemos encarecer, como si fuesen virtudes fundamentales, la atención respetuosa hacia las novedades así como el examen serio y el estudio leal de todo lo que aparece en la entrada de la ciudadela de la inteligencia. Hay que abrir las puertas. Y es correcto y agradable que así sea. ¿Queremos decir que sólo aquí encontraremos lo bello y lo bueno? Fuera de esto ¿no habrá algo mejor y más bello? El error esencial del principio de libertad es pretender que el mismo alcance a todo y domine todo. Pretende abarcar el alfa y omega, pero se queda en alfa. Es simple comienzo.
En efecto, aquí se nos presentan las virtudes de la gran hospitalidad. Reunimos muestras de cuanto ha interesado al universo mental y moral. Vuestro afecto y piedad los mantuvo en perfecto estado de conservación. No las maltratasteis ni alterasteis. Están ahí. Pero ¿qué haréis con ellos? Vuestras imaginaciones y memorias se hallan rebosantes. ¿En qué se transformarán tantos bienes? A menos que os limitéis a ponerlos entre cristales, a manera de los coleccionistas, o a disfrutar de ellos, a título de escépticos o diletantes, deberéis utilizarlos, tratar de extraerles algo. ¿Qué cosas? Ni la curiosidad ni la tolerancia os las podrán decir.
La curiosidad y la tolerancia no os enseñarán medio ni vía ni dirección. Os procuraron los materiales o las posibilidades de la acción, pero los fines y reglas se hallan fuera de aquéllas.
La abundancia y la variedad de su ininterrumpido aporte habrían debido crear en vosotros cierta duda y desorden que en ellas cupiesen determinado grado de impotencia e inmovilidad. Para accionar, empero, hay que escoger, clasificar. La vida entera se cimenta en este problema de organización. ¿Qué principio escogeréis para la clasificación? ¿Qué pondréis en primer lugar? ¿Qué, en segundo? La curiosidad es curiosa de todo; la tolerancia, tolerante de todo, y ambas, en igual grado de intensidad. Todos los objetos, equilibrándose, obtienen así un valor uniforme, un precio equivalente. Todo se iguala en un mismo nivel. Lo principal o lo secundario, lo antecedente o lo consecuente, lo preferible o lo postergable; he ahí lo que las límpidas antorchas de la Libertad no lograrán nunca hacer distinguir. La Libertad es útil; es necesaria para permitir que una multitud se encuentre reunida, pero dicha necesidad solamente se iguala con la radical incapacidad que la caracteriza para distribuir dicha multitud y asignar a cada uno de sus componentes el orden y la categoría de su función.
Nadie duda que no sea posible vivir en tal desorden. También es posible obrar, inclusive, aun cuando la acción no regida por una regla se diferencia muy poco de la agitación. Obrar con método, vivir humanamente y razonablemente, requiere principios diversos de la libertad de los elementos recibidos, sufridos y considerados. No hay duda que en la desesperación por encontrar la clasificación satisfactoria o la jerarquía soportable, podemos resignarnos al modus vivendi que yuxtapone los contrarios y concilia la más mediocre de las treguas entre derechos equivalentes y fuerzas irreductibles. Para los espíritus enérgicos emanará de aquí cierta sensación de derrota. Digámosles que esta retención es provisional y veremos cómo se consagran invenciblemente a superarla. E interpongo de nuevo la pregunta: ¿Cómo?
¿Cómo? ¿Con el único recurso de la libre curiosidad o de la libre tolerancia? Si queremos vivir hay que escapar de este estado de libertad como si saliésemos de la prisión. Hay que adoptar un principio y permanecer fiel al mismo. No para aniquilar toda idea diferente, sino para componerlas en torno de su centro normal, para acomodarlas y graduarlas por debajo de éste, tan numerosas y vivas como fuere posible y a fin de utilizar aproximadamente todo y no dejar de emplear nada.
Este tipo de acción ¿será demasiado elevado? ¿Exige facultades desmesuradas y esfuerzos de simplificación magnánimos? Dicho tipo es empero el que realiza la más humilde operación aritmética; el niño que estudia fracciones las reduce a igual denominador y les encuentra un metro común, un punto fijo con el cual las relaciona. El último menestral se consagra igualmente a elecciones, distinciones y escrutinios preparatorios. Espigadoras y leñadores, labriegos y vendimiadores, no existe actividad que no se pronuncie netamente en favor de los lazos poderosos y benignos del orden. La libertad asienta su trono en los sitios inferiores, junto al caos y las fuerzas elementales; lo que labora y crea, lo que trasciende y se ordena, lo que logra cifra de perfección y, también, lo que acepta trabas y medidas, es todo aquello que se ha presentado al sublime freno de la ley.
Un poema no es libertad, es servidumbre; su belleza se juzga precisamente en función del contraste entre los valores naturales puestos en juego y el sereno vigor del ritmo ondulante que los somete y ordena. Un alma grande no es libertad; es servidumbre, y su grandeza se estima con no menor precisión a través del contraste entre sus energías naturales y la regla superior que las encauza. Una civilización espléndida así como una nacionalidad eminente se definen a través de iguales rasgos; conforme sus potencias confluyan en el tumulto liberal, nada quedará de todo ello. Tan sólo aparece algo, flor de heroísmo o de santidad, flor de majestad o de gracia, en función del orden secreto que borra las divergencias y concilia las enemistades. Sin la forma ideal, sin la unidad secreta que las abraza hasta en el extremo contorno, la brisa exterior o la flaqueza íntima las llevaría rápidamente a participar de esa libertad infinita que es signo de muerte. Únicamente la muerte admite, comprende, tolera, concilia todos los movimientos, desata, todos los lazos y quiebra todas las cadenas; en una palabra, libera de todas las sujeciones y determinaciones que forman la trama esencial de cada vida, pero que se acortan y complican según la elevación y dignidad de cada uno de los seres vivientes.

(continua)