Libreria Argentina Libreria Argentina Libreria Argentina

 

La historia falsificada

 

Ernesto Palacio

La historia falsificada - Ernesto Palacio

82 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2019
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 220 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El doctor Ernesto Palacio merece un lugar más que destacado entre los historiadores del movimiento nacionalista. Dueño de una pluma brillante, polemista implacable y teórico talentoso, es también un filósofo político capaz tanto de revisar la historia oficial tanto de esbozar teorías políticas dialogando con los grandes clásicos pero sin dejar de lado un sentimiento bien nuestro. Dentro del primer revisionismo, Ernesto Palacio fue el dueño del estilo más elegante y dinámico. No en vano Julio Irazusta, reconocido como la mayor figura del revisionismo, dijo de él que era "el mejor dotado de todos los escritores de nuestra generación".
La historia falsificada, publicado en 1939, por su claridad e influencia, resultó ser una especie de programa de lo que debía ser el entonces incipiente revisionismo histórico argentino.
Para Palacio, “La historia ha de ser viviente, estimulante, ejemplarizadora, o no servirá para nada… Domina en nuestro país la falsa idea de una historia dogmática y absoluta, cuyas conclusiones deben acatarse como cosa juzgada, so pena de incurrir en el delito de leso patriotismo. Aquí se ejercita un verdadero terrorismo de la ciencia oficial, por medio de la prensa, la universidad y la enseñanza media. Su consecuencia es el estancamiento de la labor histórica, cuyo corolario es un oscurecimiento cada vez mayor del sentimiento nacional, ya que las nuevas generaciones no encuentran, en el esquema heredado de sus padres y abuelos, los estímulos y lecciones que aquellos encontraron para la realización de su destino cívico…”
Siempre listo para polemizar con la historia oficial consagrada en el siglo XIX, la de Bartolomé Mitre y Vicente López. En ese terreno Palacio conjuga lucidez y vehemencia. Es certero y arbitrario. No calla, por caso, la influencia constante de la masonería, "sin cuya acción oculta y tesonera muchos acontecimientos históricos resultarían inexplicables". Destaca la "paciencia y prolijidad de araña" de Inglaterra para subvertir y dominar a las colonias españolas. Y en todo momento reivindica a la España imperial acosada por ingleses, franceses y portugueses.
El breve ensayo se constituyó en el más coherente y lúcido ataque a los fundamentos ideológicos y doctrinarios de la historia oficial. “Fraguada para servir a los intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destinaba: fue el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea el partido de la civilización. No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de hacernos en cualquier forma, dueños de nuestros destinos, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino de entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente, que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado es mal administrador”.
Para contrarrestar estos intentos de someternos, juzgaba una "consecuencia natural" la "exaltación de Rosas" como forma de "restauración de los valores menospreciados" por el régimen vencedor en el siglo XIX y su catálogo de ídolos y réprobos. "Rosas representa el honor, la unidad, la independencia de la patria. Si después del 53 seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la unión que se remachó durante su dictadura y que la ulterior tentativa secesionista no logró quebrar".
“Solamente una revisión honesta de nuestra historia nos pondrá en condiciones de proclamar abiertamente ante el mundo nuestro verdadero ser y nuestro ideal. Está todo tan mezclado, que nadie sabe historia, ni la verdadera, ni la oficial”.
En efecto, la historia oficial que durante más de un siglo se enseñó a generaciones de argentinos se construyó para cumplir la función de un mito, o mejor aún, para crear una falsa tradición que sea capaz de sostener un proyecto político, económico y cultural de matriz antinacional. Por ende, no le permitió a nuestro pueblo tener conciencia de su identidad y proyectar su continuidad histórica como nación. Es decir, no le permitió a la Argentina salir del estado de postración y de fracaso en el que cayó desde que dejó de ser soberana. El mencionado autor lo decía claramente en otro de sus trabajos: “no hay Patria sin historia, que es la conciencia del propio ser… no sabemos que hacer porque no sabemos lo que somos”.

 

ÍNDICE

Prólogo7
Tiempos oscuros11
Necesidad de una historia nacional17
Los orígenes y el destino23
La historia oficial y la historia39
La historia falsificada49
Defensa de la ciudadanía55
Reflexiones sobre la libertad65
Anexo: Por qué glorificamos a Rosas77

Prólogo

El doctor Ernesto Palacio merece un lugar más que destacado entre los historiadores del movimiento nacionalista. De hecho es uno de los talentos más brillantes del mismo, en esta materia tan controvertida como deliberadamente subvertida para mezquinos objetivos políticos.
En este breve apunte, solamente me referiré a una de sus obras, la mencionada en el título, “La Historia Falsificada”, y todo lo entrecomillado corresponde a la misma.
Yo no había nacido en 1938 cuando Ernesto Palacio ya se consagraba con un breve y determinante ensayo titulado “La Historia Falsificada” que tuvo gran aceptación y el beneplácito de amplios círculos de estudiosos de la historia. Hoy en día su lectura es de una actualidad asombrosa. Las circunstancias son totalmente distintas, pero al trastrocarse los sucesos, los principios mencionados por Palacio, son de una vigencia absoluta porque vuelve a ocurrir el error exactamente igual, pero con los términos invertidos. Eso no es historia, eso es política y de la barata. Si no se debía proceder de esa manera antes, tampoco se puede proceder ahora. Ninguna ideología puede justificar insistir en un evidente error. Ni antes ni ahora.
El suscripto tuvo la suerte de haber sido alumno del doctor Palacio en el Instituto del Profesorado; y es notable como los grandes maestros que a su vez son poseedores de destacadas personalidades, marcan inconcientemente la línea de proceder de sus educandos.
Decía Palacio en su obra “La Historia Falsificada”: “La historia ha de ser viviente, estimulante, ejemplarizadora, o no servirá para nada… Domina en nuestro país la falsa idea de una historia dogmática y absoluta, cuyas conclusiones deben acatarse como cosa juzgada, so pena de incurrir en el delito de leso patriotismo. Aquí se ejercita un verdadero terrorismo de la ciencia oficial, por medio de la prensa, la universidad y la enseñanza media. Su consecuencia es el estancamiento de la labor histórica, cuyo corolario es un oscurecimiento cada vez mayor del sentimiento nacional, ya que las nuevas generaciones no encuentran, en el esquema heredado de sus padres y abuelos, los estímulos y lecciones que aquellos encontraron para la realización de su destino cívico…”
“La Historia convencional, escrita para servir propósitos políticos ya perimidos, huele a cosa muerta para la inteligencia de las nuevas generaciones. Ante el empeño de enseñar una historia dogmática, fundada en dogmas que ya nadie acepta, las nuevas generaciones han resuelto no estudiar historia, simplemente. Con lo que llevamos algo ganado. Nadie sabe historia, ni la verdadera, ni la oficial”.
El breve ensayo se constituyó en el más coherente y lúcido ataque a los fundamentos ideológicos y doctrinarios de la historia oficial. “Fraguada para servir a los intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destinaba: fue el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea el partido de la civilización. No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de hacernos en cualquier forma, dueños de nuestros destinos, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura propìa, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino de entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente, que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado es mal administrador”.
Deseo finalizar la recordación de “La Historia Falsificada” con una imperdible visión del doctor Palacio del regreso de Rivadavia de Europa, luego de sus frustrados intentos de pretender conseguirnos algún príncipe para que nos gobernara.
“Venía posesionado de su sistema, al que atribuía virtudes de panacea y que consistía en una mezcla de liberalismo monárquico-borbónico con utilitarismo benthamiano, o sea la fórmula intelectualmente más pobre del pensamiento político inglés, como que consiste en procurar la felicidad de los hombres por medio de la buena administración. El hombre de las luces, carecía en absoluto de ellas y el visionario no veía más allá de sus narices. No era más que un pobre hombre común, ambicioso por resentimiento y sin grandes resortes morales, aferrado a una cartilla dogmática que aplicaba sin tino: en suma un pobre hombre, horro de imaginación y de grandeza”.
Los principios que mencionaba en el correcto planteo que realizaba el doctor Ernesto Palacio ya en 1938, referido al manejo de la historia oficial en las actividades políticas de ese momento, tienen plena vigencia en la actualidad. Ahora si observamos los términos de quien hace la historia oficial y la política actual; y la reacción de ello en la sociedad que siempre se mantiene inmutable, se observa que todo sigue igual. Dimos una vuelta completa en círculo y nos encontramos en el mismo sitio. Solo modificamos los roles de los hacedores de la historia oficial, pero el esquema es el mismo. Esa distorsión deliberada de la realidad, trae aparejado lo que el Profesor Ernesto Palacio reparaba, y dejara por escrito: “Solamente una revisión honesta de nuestra historia nos pondrá en condiciones de proclamar abiertamente ante el mundo nuestro verdadero ser y nuestro ideal. Está todo tan mezclado, que nadie sabe historia, ni la verdadera, ni la oficial”. Escribía clarito el Hombre. No da lugar a interpretaciones a la violeta.

EXTRACTO

No entraré a considerar las causas que dieron origen a lo que llamo la versión oficial de nuestra historia, ni la legitimidad de la misma, porque ello nos llevaría a enfrentarnos con los problemas fundamentales del conocimiento histórico. Diré solamente que dicha versión no se ha independizado, que sigue siendo tributaria de la escrita por los vencedores de Caseros, en una época en que se creía que el mundo marchaba, sin perturbaciones, hacia la felicidad universal bajo la égida del liberalismo.

Fraguada para servir los intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destinaba; fue el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea el partido de la “civilización”. No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de ser civilizados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de nuestro destino, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación, sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navios, sino de entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente, que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado (sobre todo, el argentino) es “mal administrador”.
Era natural que, para imponer esas doctrinas, no bastara con falsificar los hechos históricos. Fue necesario subvertir también la jerarquía de los valores morales y políticos. Se sostuvo, con Alberdi, que no precisábamos héroes, por ser éstos un resabio de barbarie, y que nos serían más útiles los industriales y hasta los caballeros de industria; y que la libertad interna (¡sobre todo para el comercio!) era un bien superior a la independencia con respecto al extranjero. Se exaltó al prócer de levita frente al caudillo de lanza; al “civilizador” frente al “bárbaro”. Y todo esto se tradujo a la larga en la veneración del abogado como tipo representativo, y en la dominación efectiva de quienes contrataban al abogado.
* * *
Con este bagaje y sus consecuencias —un pacifismo sentimental y quimérico, un acentuado complejo de inferioridad nacional— nos encontramos hoy ante un mundo en que todos esos principios han fracasado. La solidaridad universal por el intercambio, que postulaba el liberalismo se ha roto definitivamente. Vivimos tiempos duros. El imperialismo del soborno ha sido suplantado por el imperialismo de presa. Hay que ser, o perecer. ¿Cómo no van a sonar a hueco los dogmas oficiales? ¿Cómo pretender que nuestros jóvenes se entusiasmen con una “enfiteusis” u otra genialidad por el estilo, cuando les está golpeando los ojos la realidad política de una crisis mundial, con surgimiento y caída de imperios?
Es la angustia por nuestro destino inmediato lo que explica el actual renacimiento de los estudios históricos en nuestro país, con su consecuencia natural: la exaltación de Rosas. Frente a las doctrinas de descastamiento, un anhelo de autenticidad; frente a las doctrinas de entrega, una voluntad de autonomía; frente al escepticismo, que niega las propias virtudes para simular las ajenas, una gran fe en nuestro pueblo y en sus posibilidades. Las condiciones del mundo actual demuestran que Rosas tenía razón y que las soluciones de nuestro futuro se encontrarán en los principios que él defendió hasta el heroísmo, y no en los principios de sus adversarios, que nos han traído al pantano moral en que hoy estamos hundidos hasta el eje.
Basta lo dicho para expresar que la nuestra no es una posición simplemente “historiográfica” y que nos interesan muy poco los pleitos por galletita más o menos que puede plantear un doctor Dellepiane. Los hechos son conocidos, y en este terreno la batalla ha sido totalmente ganada con los trabajos de Saldías, Quesada, Ibarguren, Molinari, Font Ezcurra etc., que han puesto en descubierto la mistificación unitaria. Lo más importante reside hoy, a mi entender, en la interpretación y valorización de los hechos ciertos, en la forma realizada por algunos de los citados y, principalmente, por Julio Irazusta en su breve pero admirable “Ensayo”. Nadie niega que Rosas defendió la integridad y la independencia de la República. Nadie niega que esa lucha fue una lucha desigual y heroica y que terminó con un triunfo para la patria. Nadie niega que durante las dos décadas de su dominación, debió resistir a la presión externa aliada con la traición interna y que, cuando cayó, había ya una nación argentina. Contra estos altos méritos sólo se invocan objeciones “ideológicas”, promovidas por los speculatists que, al decir de Burke, pretenden adecuar la realidad a sus teorías y cuyas objeciones son tan válidas contra el peor como contra el mejor gobierno, “porque no hacen cuestión de eficacia, sino de competencia y de título”.
Frente a tal actitud, que implica —repito— una subversión de valores, se impone previamente una restauración de los valores menospreciados. Si fuera mejor, como opinaba Alberdi, la libertad interna que la independencia nacional; si fuera moralmente más sana la codicia que el heroísmo; si fuera más deseable la utilidad que el honor; si fuera más glorioso fundar escuelas que fundar una patria, tendría razón la historia oficial. Pero la filosofía política y la experiencia secular nos enseñan que los pueblos que pierden la independencia pierden también las libertades; que los pueblos moralmente envilecidos se empobrecen; que los pueblos que pierden el honor pierden también el provecho. Esto lo sabemos bien los argentinos. ¿Cómo no habríamos de volver los ojos angustiados al recuerdo del Restaurador?
Rosas representa el honor, la unidad, la independencia de la patria.

La grandeza de Rosas pertenece al mismo orden que la reconocida por Carlyle a Federico II de Prusia, quien “ahorrando sus hombres y su pólvora, defendió a una pequeña Prusia contra toda Europa, año tras año durante siete años, hasta que Europa se cansó y abandonó la empresa como imposible”. Alemania le levanta estatuas a su héroe en todas las ciudades. Por eso es grande Alemania. Nosotros lo proscribimos al nuestro y tratamos de proscribir también su memoria, mientras les erigimos monumentos a quienes entregaron fracciones del territorio nacional y nos impusieron un estatuto de factoría. Porque era ¡un tirano!... Es decir, porque tuvo que sacrificar toda su energía y desplegar el máximo de su autoridad para salvar a la patria en el momento más crítico de su historia; porque persiguió como era indispensable a quienes se empeñaban en fraccionar el territorio, y no obtuvo otro premio que la satisfacción de haber cumplido con su deber. Era, como dice Goethe, “el que debía mandar y que en el mando mismo encuentra su felicidad”.
Wer befehlen soll
Muss im Befehlen Seligkeit empfinden.
La primera obligación de la inteligencia argentina consiste hoy en la glorificación —no ya rehabilitación— del gran caudillo que decidió nuestro destino. Esta glorificación señalará el despertar definitivo de la conciencia nacional. Los tiempos están maduros para la restauración de la verdad que será fecunda en consecuencias, porque entonces la historia volverá a despertar un eco en las almas, explicará los nuevos problemas y comunicará al corazón de nuestros adolescentes un legítimo orgullo patriótico. Esto es lo que hoy, trágicamente, falta. Los próceres de la historia heredada, los próceres civiles representan y hacen amar (cuando lo consiguen) conceptos abstractos: la civilización, la instrucción pública, el régimen constitucional. Rosas, en cambio, nos hace amar la patria misma, que podría prescindir de esas ventajas, pero no de su integridad ni de su honor.