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El soldado olvidado

(2 tomos)

Guy Sajer

El soldado olvidado - Guy Sajer
El soldado olvidado - Guy Sajer

596 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2018
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 850 pesos
 Precio internacional: 28 euros

 

 

 

 

 

 

Estremecedor relato autobiográfico de un soldado de infantería alemán durante la segunda guerra mundial.
Perteneciendo a la división Gross Deutschland, unidad de elite del ejército alemán, luchó en todas las grandes batallas, desde Kursk hasta Jarkov, y logra mostrarnos la implacable disciplina impuesta a los soldados alemanes, y también, de forma impactante, la crueldad de un frente que fue, con mucho, el más duro de todos los frentes de la segunda guerra mundial y uno de los más duros de historia bélica. Su crudeza y brutalidad nos hace sorprendernos de cómo le fue posible al Ejército alemán resistir por tanto tiempo.
Guy Sajer, seudónimo de Guy Mouminoux, nos traslada al frente del Este, durante los años 1942 a 1945, desde la perspectiva de un soldado raso, que con apenas 17 años no duda en aceptar a Hitler como su líder y a Alemania como su patria, a pesar de haber nacido en Francia, por vivir en Alsacia y tener madre alemana.
Así, en julio de 1942, un año después de la invasión, el soldado de segunda clase Sajer se incorpora al combate. En estos años recorrerá parte de la Unión Soviética y llega a participar de uno de los momentos más duros del Ejército alemán, el retroceso y la desesperada defensa de Prusia. Es ahí en donde el carácter prusiano de la Werhmacht muestra su cara más cruda, como lo refleja Sajer en multitud de ocasiones.
El libro se destaca por su realismo sin igual al narrar la terrible lucha contra el Ejército Rojo, el frío intenso y las enfermedades. Nos transporta en un viaje a través de dos inviernos rusos brutales, siendo bombardeados por artillería, tomando parte en batallas donde su división fue superada en número de treinta a uno. Describe los enfrentamientos con los partisanos que no dejan de aparecer por todas partes detrás de las líneas alemanas. Sajer hace un trabajo fantástico al trazar los lazos entre él y sus camaradas. Muestra como un soldado común atraviesa el terror de la guerra y los sentimientos de agotamiento absoluto de las tropas que se ven obligadas a seguir luchando con recursos cada vez más escasos, hasta niveles insostenibles.
Para muchos la mejor memoria de guerra en primera pesona que se haya escrito, se ha convertido en un clásico debido a su dureza. Publicado por primera vez en 1967, resultó siempre un gran éxito, vendiendo más de 3 millones de ejemplares en todo el mundo y siendo traducido a más de 30 idiomas. Incluso las fuerzas armadas de Estados Unidos lo incluyen en su lista de lecturas recomendadas, por ser un testimonio de primera mano de las vivencias y emociones de un combatiente de infantería.

 

ÍNDICE

Presentación7
Prólogo9
Primera Parte: Rusia (Otoño de 1942)
I.- Hacia Stalingrado25
Minsk. Kiev. El bautismo de fuego. Jarkov
II.- El Frente77
Al sur de Voronez. El Don
III.- Marcha atrás103
Del Don a Jarkov. Primera primavera. Primera retirada. La Batalla del Donetz
Segunda Parte: La Gross Deutschland (Primavera de 1943-Verano de 1943)
IV.- El permiso155
Berlín-Paula
V.- Adiestramiento para un cuerpo de élite203
Auf, Marsch! Marsch!
VI.- Y esto fue Bielgorod 221
Tercera Parte: La Retirada (Otoño de 1943)
VII.- El nuevo frente 277
VIII.- La brecha de Konotop309
IX.- El paso del Dnieper 325
Cuarta parte: Hacia el oeste (Invierno de 1943 - Verano de 1944)
X.- Gott mit Uns349
XI.- A guisa de permiso: Los guerrilleros 373
XII.- Los carros rojos. El segundo frente del Dnieper 399
XIII.- La tercera retirada. Guerrilla. Navidad de 1943 419
El sitio de Boporoeivska
XIV.- Renovación en Polonia 441
XV.- Retorno a Ucrania 457
Última Primavera. La muerte de Herr Hauptmann Wesreidau. El éxodo
Quinta Parte: El fin (Otoño de 1944 - Primavera de 1945)
XVI.- De Polonia a Prusia Oriental495
El Volkssturm. La invasión
XVII.- Memel521
XVIII.- El Via Crucis 553
Pillau. Kahlberg. Dantzig. Gotenhafen. Último combate. 553
XIX.- El Oeste 571
Hela. Dinamarca. Kiel. Los ingleses. Prisionero.
Epilogo.- El retorno 583

PRESENTACIÓN

 

Guy Sajer… Guy Sajer, ¿quién eres?
Mis padres nacieron a unos mil kilómetros de distancia. De una distancia preñada de dificultades, de complejos extraños, de fronteras entremezcladas, de sentimientos equivalentes e intraducibles.
Yo soy el resultado de esa alianza, a caballo de esta delicada alianza con una sola vida para enfrentarme a tantos problemas.
He sido niño, pero esto no tiene importancia. Los problemas existían antes de mí, y yo los he descubierto. Después llegó la guerra. Y entonces, me uní a ella porque no hay muchas cosas a esa edad, que yo también tuve, de las que uno se enamora.
Fui brutalmente satisfecho. De pronto tuve dos banderas que honrar, dos líneas de defensa; una, la Siegfried y otra, la Maginot. Y, además, también tuve dos grandes enemigos en el exterior. Serví, soñé, esperé.
También tuve frío y miedo bajo el portal al que nunca se asomó Lili Marlene. También tuve que morir un día, y, desde entonces, nada ha tenido mucha importancia. Por esto sigo así, sin arrepentirme, apartado de toda condición humana.
Guy Sajer

Antecedentes
Su padre es francés, del Macizo central, su madre alemana, de Sajonia. A través de las palabras de su padre, antiguo combatiente de la Gran Guerra, se imagina a los alemanes como monstruos que cortan las manos a los niños. El primer soldado alemán que ve —tiene catorce años— es en junio de 1940, en el Loiret, donde la Wehrmacht acaba de alcanzar la riada de refugiados —le parece un guerrero espléndido, un gigante. Está deslumbrado. Admira y tiembla: van a cortarle la mano. No le cortan la mano, le dan de comer y de beber. Con los suyos vuelve a Wissembourg, en Alsacia, donde su familia está establecida desde hace unos años.
Alsacia es anexionada al Gran Reich alemán. De un campamento de juventud en Estrasburgo, pasa a un campamento de juventud en Kehl. El Arbeitsdienst no es muy glorioso. Sus compañeros y él envidian a los pequeños alemanes de su edad que, con el uniforme de la Hitlerjugend, se preparan para el gran juego de la guerra. Darían cualquier cosa por hacer lo mismo, por sentirse sus iguales.
Por un encadenamiento natural —la máquina alemana funciona bien— se encuentra como conductor en el Cuerpo de Intendencia. No es la Luftwaffe o la unidad combatiente con la que había soñado y en la que, a su vez, se habría cubierto de gloria. Pero, en suma, es la Wehrmacht. Y, a partir de octubre de 1942, está destinado en Rusia, donde se juega la gran aventura. En mayo de 1943, a los diecisiete años, ingresará en la División de élite Gross Deutschland para vivirla hasta el fin, hasta el extremo del horror.
Ha vuelto de ella. Marcado para siempre. Por tantos sufrimientos, por tantos muertos. Sobre todo había creído batirse por algo, por grandes cosas y le hacían saber que se había batido por nada, que sus camaradas habían muerto por nada, peor aún, por una empresa que la conciencia mundial condenaba. Él no lo comprendía. Y veía que nadie podía comprenderle, ni siquiera oírle. Estaba solo con su historia.
En 1952, durante una enfermedad, empezó a escribir en una libreta escolar la verdadera historia de aquel muchacho que…
Día tras día, volviendo sobre sus pasos, reviviéndolo todo. Al cabo de cinco años, aquello se convirtió en diecisiete cuadernos, escritos con lápiz, ilustrados con dibujos precisos como láminas de anatomía —para no olvidar nada—. Diecisiete cuadernos que él llevaba consigo a todas partes, con unas ganas furiosas, a veces, de destruirlos. Fueron leídos por algunos amigos que hicieron publicar fragmentos en una revista belga. Un día llegaron a nosotros. Helos aquí.
El estilo podrá sorprender. Ciertamente, no es el de un escritor profesional, sino sencillamente el de un hombre que, con palabras suyas y con imágenes suyas, a veces torpemente, a menudo con brillantez y siempre con fuerza, trata de decir lo que todavía no había sido dicho.


Prólogo

 

18 de julio de 1942. Llego a Chemnitz, a un cuartel formidable de forma circular, todo blanco. Me siento muy impresionado, con una mezcla de temor y de admiración. A petición propia, soy destinado a la 26ª Sección de la Escuadrilla Sturmkampflugzeug-STUKA-, su Kommandant es Rudel. Desgraciadamente, soy rechazado por no superar los test de la Luftwaffe; sin embargo, los escasos momentos pasados a bordo de los JU-87 quedarán como unos recuerdos maravillosos. Vivimos con una intensidad que nunca había sentido. Cada día trae novedades. Tengo un uniforme nuevo, flamante y a mi medida y un par de botas menos nuevas, pero en muy buen estado. Estoy muy orgulloso de mi atuendo. La comida es buena. Aprendo también algunas canciones militares que tarareo con un horrible acento francés. Los otros soldados se ríen. Están destinados a ser mis primeros camaradas en este lugar.
La instrucción de la infantería, a la que he sido destinado, es menos divertida que la vida de aviador. La vida del combatiente es lo más duro que he conocido hasta el presente. Estoy extenuado; muchas veces me duermo en la cantina. Pero me encuentro estupendamente, y una alegría que no comprendo, sobre todo después de tantas aprensiones, está en mí.
El 15 de septiembre abandonamos Chemnitz y sus cercanías. Nos dirigimos a pie a Dresde —cuarenta kilómetros— donde cogemos un tren rumbo al Este.
Atravesamos buena parte de Polonia. En Varsovia paramos algunas horas. Con mi destacamento, visito la ciudad, principalmente el famoso gueto, o más bien lo que queda de él. Volvemos a la estación, rompiendo filas. Todos mostramos unas caras sonrientes. Los polacos también nos sonríen, las muchachas sobre todo. Algunos soldados, mayores y más atrevidos que yo, se hacen acompañar muy amablemente al tren, que arranca de nuevo y se para definitivamente en Brest-Litovsk.
Desde aquí, vamos a pie a una pequeña localidad situada a unos quince kilómetros. Hace fresco, pero increíblemente bueno. El otoño se ha extendido ya sobre esta campiña ondulada y muy bonita. Cruzamos un bosque de árboles enormes. El feldwebel Laus nos invita ruidosamente a formar. A paso acompasado, desembocamos en un calvero al fondo del cual se alza un fabuloso castillo. Avanzamos, esta vez a lo largo de un vial, cantando a cuatro voces: «Erika, te amamos». Una decena de militares vienen a nuestro encuentro; entre ellos, distingo las charreteras brillantes de un oficial: un hauptmann.
Con perfecta sincronización llegamos a la altura de ese grupo con las últimas notas de nuestra canción. El feldwebel vocifera una vez más; nos paramos, tiene otra orden y, tras un «¡Izquierda, ar!» impecable, trescientos pares de botas dan un taconazo retumbante. Nos dan militarmente la bienvenida y reanudamos la marcha hacia el recinto del formidable castillo.
En el patio, pasamos lista. Los llamados forman otra fila que aumenta a medida que la nuestra disminuye. El patio en cuestión está atestado de toda clase de vehículos militares junto a los cuales medio millar de feldgrauen, perfectamente equipados, parecen esperar una expedición. Por grupos de treinta, nos dirigimos hacia los lugares que debemos ocupar. Un veterano nos llama:
—Por aquí, el relevo. Deducimos que los chicos que están agolpados junto a los camiones abandonan esa regia morada, lo que explica evidentemente la hosca expresión pintada en sus semblantes.
Me enteraré dos horas más tarde que su nueva residencia estará en alguna parte a través de la inmensa Rusia. ¡Rusia es la guerra! ¡La guerra que yo no conozco todavía!
Apenas he dejado mi exigua impedimenta en el camastro de madera que he escogido, nos llega la orden de bajar al patio. Son aproximadamente las dos de la tarde. Aparte de las escasas galletas que nos procuramos en Varsovia, no hemos comido nada desde la última ración de queso blanco, mermelada y pan de centeno que nos dieron anoche, mientras viajábamos hacia Polonia. Evidentemente, no puede tratarse sino del almuerzo que lleva un retraso de tres horas. En absoluto. Abajo encontramos un feldwebel con un mono de deporte que nos propone con expresión irónica compartir su baño aperitivo. A paso gimnástico nos lleva bastante lejos de nuestro nuevo cuartel, a un kilómetro y pico. Aquí, descubrimos un pequeño estanque arenoso alimentado por un riachuelo. El feldwebel pierde su expresión sonriente y ordena que nos desnudemos enteramente. Nos encontramos estúpidamente en cueros. El sargento[*] se zambulle el primero y nos hace una seña para que lo sigamos.
Todos nos echamos a reír, pero por lo que me atañe debo confesar que me río de dientes afuera. Cuando he dicho más arriba que hacía buen tiempo, era evidentemente bueno para un paseo, pero no para un baño. No creo que la temperatura llegue a más de siete o de ocho grados. Así, pues, meto tímidamente el pie derecho en el agua verdaderamente muy fría. En este momento, un violento manotazo acompañado de una risa burlona me impulsa dentro del agua donde, para no desmayarme de pasmo, nado como un insensato. Cuando salgo, tiritando, de ese baño aperitivo, persuadido de que estaré en la enfermería por la tarde con una congestión pulmonar, busco con inquietud la toalla indispensable tras una experiencia semejante… ¡No hay toallas!
¡Nadie tiene! Nos enjugamos con nuestras camisetas. Casi todos mis camaradas no llevan encima más que esa camiseta de manga larga que sustituye a la camisa en la Wehrmacht y la guerrera que ahora visten sobre la piel. Soy un privilegiado, puesto que tengo un jersey que aislará mi piel de chiquillo del rudo paño.
A paso ligero, a fin de alcanzar a nuestro monitor que ya ha recorrido la mitad del camino de vuelta, llegamos a nuestra inmensa morada. Todos tenemos un hambre horrible y nuestras miradas ávidas buscan en vano un indicio de refectorio. Como según parece nos abandonan a nuestra suerte, un joven alsaciano tallado como un coloso se arriesga ante un suboficial mirándolo como si quisiera devorarlo.
—¿Tendremos derecho al rancho? —pregunta.
Un «¡Firmes!» atronador restalla en nuestros oídos. Nos cuadramos todos al mismo tiempo que nuestro reivindicado.
—¡El rancho se sirve a las once, aquí! —aúlla el suboficial—. ¡Habéis llegado con tres horas de retraso! De a tres por mi derecha, vamos a ir al tiro.
Rechinando los dientes, seguimos a nuestra «madre nodriza».
Nos encaminamos por un angosto sendero a través del bosque. Nuestra formación se disloca y pronto vamos en fila india. Noto que a unos diez hombres delante de mí se produce una ligera algarabía seguida inmediatamente de un tumulto. Sigo avanzando, así como los que van detrás de mí. Pronto somos unos treinta agolpados junto al bosque donde hay tres hombres de paisano, tres polacos que llevan una cesta de huevos cada uno. Una frase circula de boca en boca.
—¿Tienes dinero? Yo, no.
No entiendo palabra de lo que dicen los polacos, pero capto de todos modos que intentan vendernos huevos. Por desgracia, no hemos percibido ninguna retribución, y entre nosotros son muy pocos los que tienen marcos.
Es para nosotros el suplicio de Tántalo, pues tenemos un hambre vergonzosa. Nos atropellamos y unas manos ávidas se hunden en las cestas. Chafamos huevos e intercambiamos golpes, en silencio, temerosos todos de represalias. No me ha salido mal. Aunque me haya hecho pisar brutalmente un pie, no he tenido que sufrir más y tengo siete huevos.
Alcanzo corriendo mi grupo y doy dos huevos a un joven austriaco gordo que me mira, estupefacto. En menos de cien metros, sorbo, con buena parte de su cáscara, los cinco que me quedan. Llegamos al campo de tiro. Hay lo menos un millar de hombres que disparan casi ininterrumpidamente. Nos acercamos a un grupo armado que viene a nuestro encuentro y nos posesionamos de sus fusiles. Me entregan veinticuatro balas que dispararé cuando me toque el turno… Nada brillante, pero estoy en la media.
Los huevos comienzan a pesarme en el estómago. No me encuentro demasiado bien… Llega la noche. Todos estamos reventados. Nuestro perro guardián nos hace formar. Armas al hombro, abandonamos el campo de tiro. Otras compañías salen en direcciones distintas. Nos encaminamos por una carretera secundaria de gravilla y me parece que no tomamos la misma ruta que a la ida.
En efecto, deberemos recorrer seis kilómetros al paso y cantando para llegar al condenado castillo. Parece ser que cantar en marcha es un excelente ejercicio respiratorio. Esta noche, como no me he muerto, he tenido que hacerme fuelles de forja. Entre dos cantos, echo unas ojeadas hacia mis camaradas sin aliento y leo rápidamente una inquietud en todas las miradas que encuentro. Como doy la impresión de no comprender, Peter Deleige que está a un paso delante de mí en diagonal, me designa su muñeca en la que brilla un reloj, y al mismo tiempo murmura:
—Uhr. ¡Santo Dios! He comprendido. Es casi de noche, son más de las cinco, ¡y hemos fallado el rancho!
Toda la sección parece reaccionar, la cadencia de nuestros pasos se acelera. ¿Nos habrán guardado algo? Nos aferramos a esta esperanza, dominando la fatiga que amenaza derrumbarnos. El feldwebel avanza un paso, dos, nos mira como un atontado, se pone a vociferar, luego se recobra y añade:
—Ah, ¿conque creéis que me dejaréis atrás? Bueno, pues.
Por séptima vez entonamos, por orden suya, Die Wolken ziehn, y trasponemos sin acortar el paso el macizo puente de piedra que cruza los fosos. Nuestras miradas escrutan el patio oscuro, apenas alumbrado por algunos cabos de vela. Unos soldados portadores de cantimploras y platos hacen cola ante un sidecar cargado de tres enormes calderos.
A una orden del sargento, nos detenemos y esperamos la próxima voz de mando para romper filas y correr en busca de nuestros platos. Pero ¡ay!, todavía no es el momento. Este sádico nos obliga a dejar los fusiles en el armero del almacén por orden de numeración. Esto exige diez minutos más, estamos enervados.
—¡Id a ver si queda algo! —dice bruscamente—. ¡Y con orden!
Trituramos el freno hasta la puerta del almacén. Pero una vez fuera, ya no nos contiene nada. Es la embestida hacia nuestros cuarteles. Las botas claveteadas chirrían y arrancan chispas del empedrado del patio. Ochenta locos furiosos suben por la monumental escalera de piedra, empujando ante sí a los soldados que bajan. Delante de los dormitorios el atropello se acentúa, pues no hemos localizado aún la estancia y la cama que ocupamos y entramos y salimos como locos de las habitaciones en las que hemos entrado por error. Fatalmente, cuando se sale, entra un camarada. Se intercambian encontronazos, palabrotas, puñetazos. Por mi parte recibo un choque en mi casco que me lo ajustará definitivamente en la cabeza.
Algunos afortunados que han tenido la suerte de haber dado exactamente con su vajilla, bajan a galope tendido. ¡Los canallas se lo comerán todo! Por fin encuentro mi macuto y saco mi plato. En este momento, un marrano pasa con sus botas sucias sobre mi cama y tropieza con mi bagaje. El maldito plato rueda hasta debajo de la litera del vecino. Me estiro en su seguimiento y por fin lo atrapo. Alguien me pisa la otra mano.
Bajo al patio y allí, bajo la mirada benévola de nuestro suboficial, me pongo silenciosamente a la cola. Queda, por lo menos, un caldero lleno. Me tranquilizo.
Como tengo un momento de pausa, observo a mis compañeros. Todos tienen la mirada brillante de fatiga; los que, como yo, tienen la cara enjuta, están espantosamente ojerosos. Los otros, los rollizos, están lívidos.
Veo a Bruno Lensen, que ya se ha servido y se aleja poco a poco devorando el contenido de su escudilla. Farhestein, Olensheim, Lindberg y Halls hacen lo mismo. Llega mi turno y abro mi tartera. No he tenido tiempo de lavarla y dentro todavía hay pegados algunos restos de la última ración.
El cantinero vuelca su cazo en mi recipiente y, con una cuchara, me pone en el plato una buena ración de yogur. Me siento un poco más allá, en uno de los bancos que hay a lo largo del muro de las dependencias. La carrera del regreso ha tenido por lo menos la ventaja de hacerme eliminar los huevos engullidos demasiado precipitadamente esta tarde, y es con un hambre devoradora como, en la oscuridad, trago las tres cuartas partes de mi cena. No es mala. Me levanto, me acerco al haz de luz de una ventana, echo un vistazo a mi escudilla. Creo que es sémola mezclada con ciruelas pasas y trozos de carne. Todo ello lo engulliré en cinco minutos.
Como no nos ha sido distribuida bebida alguna, hago lo que los amigos y me voy a los abrevaderos del ganado donde bebo sucesivamente tres o cuatro vasos de agua helada y aprovecho para lavar mi vajilla.
Lista de la noche, reunión en una gran sala donde un simple cabo nos habla del Reich alemán. Son las ocho. Un bataillonshornist toca a retreta con un cornetín. Alcanzamos nuestro dormitorio donde nos dormimos enseguida.
Acababa de pasar mi primera jornada en Polonia. Estamos a 18 de septiembre. A las cinco, el día siguiente, nos hemos levantado y así ocurrirá durante quince días. Sufriremos igualmente un adiestramiento intensivo, cruzaremos cotidianamente ese maldito estanque. No ya como bañistas, sino con todo el equipo de combatiente.
Empapados, rotos, al límite de nuestras fuerzas, nos desplomamos cada noche en los jergones, vencidos por un sueño aplastante, sin tener siquiera fuerzas para escribir a la familia.
Hago grandes progresos en el tiro. Creo haber disparado más de quinientas balas, tanto en maniobra como en el campo de adiestramiento. Durante esta quincena, he lanzado asimismo unas cincuenta granadas de yeso.
El tiempo es gris, de vez en cuando llueve. ¿Será que el invierno se aproxima? Todavía no; sólo estamos a 5 de octubre. Esta mañana, el tiempo es claro. Hiela ligeramente, probablemente hoy hará buen día. Saludamos la bandera al mismo tiempo que amanece. Con el fusil en bandolera, salimos a hacer nuestra marcha a pie cotidiana.
La sección cruza el puente de piedra que salva los fosos y que retiembla bajo el martilleo de nuestros sesenta pares de botas. Laus no nos manda cantar. Durante media hora, sólo oigo el ruido de nuestros pasos. Me gusta este ruido y no siento necesidad de hablar. Respiro hondamente el aire fresco del bosque y una maravillosa sensación de vida circula por mis venas. No me explico cómo nos encontramos tan bien con todos los esfuerzos que efectuamos cada día. Todos tenemos un aspecto magnífico. Nos cruzamos con una compañía entera que está acantonada a unos diez kilómetros de nuestro acuartelamiento, en un burgo que se llama algo así como Cremenstóvsk.
Nos saludamos al pasar, nosotros vista a la izquierda, ellos vista a la derecha. Sin dejar las filas, emprendemos el paso gimnástico, luego el de marcha, y otra vez el paso ligero. Esto durará, más o menos, una hora y media. Cuando regresamos al castillo, vemos caras nuevas, muchas caras nuevas.
Durante nuestra ausencia, han llegado jóvenes reclutas. Pienso que ahora seremos a lo menos mil quinientos.
Desde luego, hay sitio. Los sargentos instructores se ocupan de los bisoños. Nos quedamos de pie junto a la entrada. Al cabo de una hora, como nadie se ocupa de nosotros, armamos los pabellones y nos sentamos al estilo moro en el empedrado del patio.
Discuto medio en francés y medio en alemán con un lorenés. Así transcurre la mañana. Llaman a rancho y guardamos las armas antes de ir al refectorio.
Llega la tarde, y seguimos sin hacer ningún servicio, ninguna maniobra; no acertamos a creerlo. Ni hablar de ir al patio, pues pronto nos mandarían de faena. Nos escabullimos de común acuerdo al segundo piso. Aquí hay otros dormitorios. Descubrimos una escalera de caracol que nos conduce al desván y de allí al techo. El sol da de lleno sobre las macizas pizarras de la techumbre y nos tumbamos en esta con los talones apoyados en el canalón a fin de no resbalar hacia el patio.
Hace un tiempo espléndido, y sobre este techo reina un calor molesto; no tardamos en estar todos con el torso desnudo, como en la playa. Hasta que el calor se hace desagradable y, con algunos compañeros, abandono mi solario. Y eso que resultaba muy divertido ver a los barbilampiños maniobrar como poseídos a fuerza de gritos y de broncas.
Me encuentro en el patio con ese maldito lorenés que no cesa de darme la lata con sus estudios de medicina. Como yo estoy destinado a ayudar a mi padre en la mecánica, me siento más bien cohibido. Además, ¿para qué pensar en un futuro civil cuando se acaba de ingresar en el ejército?
En el patio nadie nos llama. Me paseo libremente y, por primera vez, me fijo en la imponente masa del castillo fortificado. Todo aquí es colosal, la más pequeña de las escaleras tendrá seguramente seis metros de ancho, la menor pieza de madera, viga o arbotante está tallada rudamente y no medirá menos de cincuenta centímetros de espesor. El soportal propiamente dicho está formado por una edificación que une cuatro formidables torres redondas. El paso de ese porche tiene quince metros de ancho, veinte de largo y ocho de alto. El conjunto impone tanto por sus dimensiones que hace olvidar su aire siniestro.
Detrás de la entrada que acabo de describir y paralelamente a ella se alzan las edificaciones que prolongan el recinto. En sus extremos, otro bloque formado por cuatro torres semejantes a las del soportal, cierra el conjunto del castillo.
Todo esto me impresiona y me gusta a la vez. En este decorado wagneriano experimento una sensación de fuerza invencible. Más allá, el horizonte se cierra, en los cuatro puntos cardinales, sobre un gigantesco bosque verde oscuro.
Los días sucesivos transcurren en un recio placer. Aprendo a conducir una gran motocicleta, luego una VW, y luego un steiner. Me siento tan seguro de mí que conducir esos ingenios me parece infantil; sin ser un gran conductor, me desenvuelvo con ellos en cualquier circunstancia. Somos unos quince que nos pasamos sucesivamente los mandos sin estar sometidos a la menor disciplina. Nos divertimos como verdaderos chiquillos, que es lo que somos.
10 de octubre. Sigue el buen tiempo, pero por la mañana hiela a cinco grados bajo cero. Todo el día nos adiestramos en conducir una camioneta oruga. Con este vehículo escalamos cuestas abruptas. Vamos quince a bordo. Esta máquina, prevista para ocho hombres, es muy incómoda. Nos mantenemos dentro haciendo proezas de acrobacia. Nos hemos reído todo el día, y por la noche, cualquiera de nosotros puede manejar la camioneta-oruga. Estamos molidos como si nos hubiesen apaleado.
El día siguiente, mientras nos entregamos sin descanso a una sana cultura física para luchar contra el frío de la mañana, Laus interrumpe nuestro ímpetu.
—¡Sajer! —grita.
Doy un paso al frente.
—El teniente Starfe necesita un conductor en el Kleinpanzer, y como ayer se distinguió usted particularmente… Vaya usted a vestirse.
Saludo y dejo las filas en tromba. No es posible… ¡Soy el mejor conductor del pelotón! Salto de alegría. En un santiamén estoy vestido y otra vez en el patio. Corro hacia el edificio reservado al mando. Inútil ir. Starfe está ahí, en el patio. Es un hombre flaco y anguloso, pero no huraño. Recibió, al parecer, una grave herida en Bélgica y sigue en el ejército como instructor. Me cuadro.
—¿Conoce usted la carretera que va a Cremenstóvsk? —pregunta.
—Jawohl, Herr Leutnant.
A decir verdad, no hago más que suponer que es la carretera donde a veces nos habíamos cruzado con compañías de maniobras procedentes seguramente de esa aldea. Pero estoy demasiado contento para titubear. ¡Por una vez que se me pide algo más que un ejercicio de formación!
—Bien —contesta—. Entonces, vamos allá.
Starfe me designa el camión-oruga de ayer. Detrás va enganchado un remolque de cuatro ruedas. En realidad, es un «88» de largo alcance tapado con una lona camuflada. Me siento al volante y pongo el contacto: el indicador de nivel marca diez litros, es insuficiente. Pido permiso para llenar el depósito, que me es concedido, y se me felicita por esta observación elemental. Unos minutos después arrancamos y mi vehículo pasa harto nerviosamente el soportal y el puente. Yo no me atrevo a mirar a Starfe que, a buen seguro, debe percatarse de mi deplorable comportamiento de principiante. A unos seiscientos metros de nuestro castillo, tuerzo hacia lo que creo ser la carretera de Cremenstóvsk. Durante diez minutos circulo con moderación, muy preocupado por mi itinerario. Nos cruzamos con dos carretas polacas cargadas de heno. Se hacen a un lado sin esperar el resto de mi Kleinpanzer. Ante la precipitación de los polacos, Starfe sonríe y me mira.
—Creerán que ibas a echarte adrede encima de ellos… Nunca pensarán que no conseguirás dominar esta camioneta —se burla.
No sé si debo reírme o considerar esto como una advertencia. Cada vez estoy más nervioso y llevo a ese pobre teniente peor que en un dromedario. Por fin llegamos ante una aglomeración de edificaciones bastante vetustas. Busco en vano un letrero indicando el nombre de una aldea, pero solamente veo chiquillos albinos que se precipitan hacia nosotros, con peligro de meterse debajo de las orugas, para vernos pasar.
Bruscamente, en la esquina de una plaza, veo un centenar de vehículos alemanes estacionados. Al mismo tiempo, Starfe me designa una casa. Es ahí, donde ondea la bandera. ¡Uf! ¡Por fin respiro! Así, pues, era realmente la carretera de Cremenstóvsk.
—Te queda una hora larga de espera —me dice Starfe—. Ve a la cantina a ver si hay algo caliente para ti.
Mientras pronuncia estas palabras, con su mano derecha me da una palmada en el hombro. Estoy muy conmovido por la amistad que me muestra este teniente a quien tanto he zarandeado durante el trayecto. Nunca hubiese supuesto que este tipo de semblante siniestro pudiese tener un gesto casi paternal conmigo. Cada vez hace más frío, pero un hálito de calor se eleva en mí.
Con paso seguro me dirijo hacia un edificio que parece la alcaldía. Un letrero reza, en negro sobre blanco.
SOLDATENS CHENKE 27 KOMPANIE
Constantemente entran y salen soldados. Ningún ordenanza. Entro directamente, cruzo una estancia donde tres feldgrauen se dedican a descargar cajas de productos alimenticios y paso a otra pieza, con un mostrador en el fondo en el que se apoyan tres o cuatro soldados que discuten.
—¿Puedo tomar algo caliente? Acabo de traer un oficial, pero no pertenezco a la 27.
—¡Hum! —refunfuña el que está detrás del mostrador—. ¡Otro alsaciano que pretende hablar alemán!
Es evidente que hablo horriblemente mal.
—No soy alsaciano, sino medio alemán por mi madre —declaro.
Los soldados no insisten. El del mostrador se aleja y se mete en la cocina. Me quedo aquí, plantado en el centro de la sala, embutido en mi capote verde. Cinco minutos después, él vuelve con una escudilla humeante medio llena de leche de cabra. Añade un buen chorro de alcohol y me da la escudilla sin decir palabra.
Abrasa, pero me lo bebo de todos modos, con las miradas de todos fijas en mí. Nunca me ha gustado el sabor del alcohol, pero vaciaré a toda costa ese litro de líquido para no parecer una niña.
Dejo a ese grupo de zafios sin despedirme y me encuentro de nuevo en pleno frío. Esta vez, creo que el invierno polaco ya está aquí. El cielo sigue encapotado, pero el termómetro señala seis grados bajo cero.
No sé, en realidad, a dónde ir. Casi no hay nadie en esta plaza. En las casas que la rodean, los polacos deben estar calentándose cerca de una buena lumbre. Me dirijo hacia el parque de vehículos donde junto a los camiones se afanan unos soldados. Cruzo algunas palabras con ellos. Me contestan sin entusiasmo. Soy demasiado joven, sin duda, para esos tipos que tendrán seguramente sus buenos treinta años. Sigo vagando de un lado para otro, cuando percibo tres hombres barbudos, embutidos en unos largos capotes de un pardo morado, que cortan un tronco de árbol con un gran serrucho. No conozco esos uniformes.
Me acerco a ellos sonriendo y les pregunto sin darle importancia, «qué tal va eso». Dejan de aserrar y se yerguen por toda respuesta. Adivino una sonrisa a través de sus hirsutas barbas. Uno de ellos es un mocetón alto y fornido, los otros dos son bajitos y rechonchos. Hago dos o tres preguntas que quedan sin respuesta. Los tíos se contentan con sonreír. Creo que se burlan de mí. En este momento oigo a mi espalda un ruido de pasos y acto seguido una observación:
—¡Déjalos trabajar tranquilos! Se diría que no sabes que está prohibido hablarles, salvo para las órdenes, por supuesto.
De todas maneras, esos salvajes no me han contestado. Me pregunto qué diablos hacen en la Wehrmacht —replico.
—Teufel! —rezonga el tío que ha venido a reñirme—. Se nota que todavía no has entrado en fuego. Esos tíos son prisioneros. Prisioneros rusos, y si algún día vas al frente y ves uno que no te haya visto primero, dispara sin vacilar, o de lo contrario, ya no verás ninguno más.
Me quedo asombrado, y dirijo una última mirada a los rusos que se han puesto a serrar de nuevo. Entonces, esos son nuestros enemigos, los que disparan contra los soldados alemanes, contra los soldados cuyo uniforme yo llevo. Entonces, ¿por qué me han sonreído?
Durante quince días más hago la vida de castillo con mis compañeros de la 19ª Compañía afecta al servicio de la Rollbahn y olvido con ellos el triste recuerdo de la 27ª, que sólo estaba formada por tipos huraños. En su descargo, debo admitir que aquellos hombres estaban bajo la cruz gamada desde 1940.
Aquí, en la 19ª sólo hay hombres muy jóvenes, como yo. Todo nos sirve de pretexto para reír y, aunque el tiempo es francamente malo, todos los días afrontamos la instrucción militar al aire libre con mucho entusiasmo.
El invierno ha llegado con sus diluvios de lluvia y de nieve que transforman la tierra en una ciénaga viscosa. A primera hora de la noche, regresamos cubiertos de barro y extenuados, pero conservamos la alegría que aporta la juventud en un cuerpo sano.
Todas estas pequeñas fatigas no son nada al lado de lo que nos espera. Por la noche, nos calentamos, de todos modos, en nuestras camas confortables y bromeamos hasta que justo el sueño viene a interrumpirnos bruscamente.
28 de octubre. El tiempo no es muy frío, pero sigue siendo muy malo. Nubes grises, empujadas por borrascas de viento y de lluvia recorren el cielo las veinticuatro horas del día. Cansados de estar empapados, nuestros suboficiales han renunciado a llevarnos a hacer ejercicio. Pasamos la mayor parte del tiempo perfeccionándonos en la conducción de automóviles y en mecánica. No conozco nada más desagradable que hurgar en un motor bajo una lluvia torrencial.
El termómetro sigue alrededor de cero grados. 30 de octubre. Llueve y hace frío.
Después del saludo a la bandera nos ordenan que nos dirijamos al almacén de aprovisionamiento. Sin tratar de comprender, vamos al lugar indicado; ahí al menos no llueve. En el almacén formado por un cobertizo bastante importante, las dos primeras secciones de nuestra compañía acaban de hacerse servir. Los muchachos salen con los brazos cargados de provisiones de todas clases, mantas, calcetines, etc. A mi vez, recibo cuatro latas de sardinas de marca francesa, dos grandes salchichones de legumbres envueltos en celofán, un paquete de galletas vitaminadas, dos pastillas de chocolate suizo, tocino ahumado, y casi doscientos cincuenta gramos de azúcar en terrones. Cuatro pasos más lejos, el encargado del almacén pone sobre mis brazos abarrotados ya, un impermeable, un par de calcetines y unos guantes de lana. Junto la puerta me añaden un envoltorio de lona con la inscripción «Cura individual de primeros auxilios». Bajo la lluvia que persiste, me uno al grupo que se ha formado alrededor de un oficial encaramado en la plataforma de un camión. Bien protegido en su largo abrigo de cuero gris verde, parece esperar a que toda la compañía se haya reunido. Cuando juzga que todo el mundo está presente, nos dirige la palabra. Habla demasiado deprisa para que yo lo comprenda perfectamente. No obstante, capto lo que sigue:
—Vais a dejar este acantonamiento para escoltar unos trenes militares hacia un puesto más avanzado. Acabáis de recibir víveres para ocho días. Guardadlos en vuestros macutos. Todo el mundo a formar dentro de veinte minutos. Podéis retiraros.
Apresuradamente, en el silencio de nuestra inquietud, vamos a nuestros acuartelamientos y recogemos nuestros pequeños bienes. Mientras cierro mí mochila, mi vecino de cama me pregunta:
—¿Cuánto tiempo estaremos fuera? —No lo sé.
—Ayer escribí a mis padres que me mandasen unos libros.
—El correo de campaña te remitirá el paquete.
En este instante, ese gran diablo de Halls me golpea el hombro.
—¡Por fin veremos rusos! —grita riendo ruidosamente.
Tengo la impresión de que se ríe por darse ánimos. En realidad, todos estamos un poco emocionados, y pese a nuestra hermosa inconsciencia, la idea de la guerra nos aterroriza.
Una vez más, nos encontramos en el patio bajo la condenada lluvia. Nos distribuyen un mauser y veinticinco balas. No sé si es el hecho de recibir estas armas, pero todos estamos cada vez más pálidos. Sin duda debe disculpársenos. Ninguno de mis arrogantes compañeros tiene más de dieciocho años. En cuanto a mí, cumpliré diecisiete dentro de dos meses y medio. El teniente se percata de nuestra zozobra. Para infundirnos moral, nos lee el último parte de la Wehrmacht. Von Paulus está en el Volga; Von Richthofen está ya cerca de Moscú y los angloamericanos han sufrido enormes pérdidas al tratar de bombardear las ciudades del Reich. A nuestros gritos de Sieg Heil, el oficial se tranquiliza. Toda la 19ª Compañía está ahora cuadrada ante la bandera.
Laus, nuestro feldwebel, también está aquí, con casco y equipo completo; al costado, lleva una automática en una funda de cuero negro que brilla bajo la lluvia. Permanecemos todos en silencio y luego viene la orden de marcha, como el estridente toque de silbato que hace arrancar a un expreso.
—Achtung; Rechts um. Raus! (Atención; giro a la derecha.¡Fuera!)
En fila de a tres, abandonamos lo que fue, para los trescientos hombres de nuestra compañía, el lugar de la primera camaradería en la Wehrmacht. Cruzamos una vez más el puente de piedra y nos encaminamos por la carretera que hace un mes y medio recorrimos a nuestra llegada. Me vuelvo repetidas veces y echo una ojeada a la imponente masa gris del antiguo castillo polaco que no volveré a ver jamás, y de buena gana me abandonaría a la melancolía si la presencia de los camaradas a mi lado no consiguiera reforzar mi moral. La lluvia ha cesado. Llegamos a Bialystok, lleno de soldados, y nos dirigimos a la estación.