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El mito de los 6 millones

 

Joaquín Bochaca

El mito de los 6 millones - Joaquín Bochaca

219 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2014
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 250 pesos
 Precio internacional: 18 euros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En todos los conflictos bélicos de los dos últimos siglos la propaganda basada en atrocidades, reales o supuestas, del adversario, ha entrado a formar parte del arsenal ideológico, cada vez más indispensable para la obtención de la victoria final.
Con el tiempo, esta tiende a ir disipándose con el paso de las investigaciones o la consfesión de parte. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, nada parecido pasó. Al contrario, en vez de difuminarse con el paso del tiempo, la propaganda sobre las atrocidades alemanas ha ido en aumento.
Hoy en día, en la Televisión australiana y en la noruega, en la soviética y en la norteamericana aparecen docenas de filmes sobre los campos de concentración. La literatura concentracionaria, a los treinta y tres años de finalizada la tragedia, continúa lanzando nuevas ediciones al mercado. Martilleando retinas y cerebros de las gentes, una cifra horrorosa: Seis millones de judíos asesinados por los alemanes.
Pero muchos otros escritores e historiadores han puesto en duda, o han negado resueltamente, la realidad del holocausto. En las páginas que siguen creemos haber demostrado, de manera irrefutable, que éstos tienen razón y que el hecho de pretender sostener, hoy en día, que entre 1939 y 1945 seis millones de judíos fueron exterminados, a consecuencia de una política oficial de las autoridades alemanas es una acusación cuyo único fundamento son sus móviles políticos.
El Autor se da perfecta cuenta de que, como toda afirmación que no sigue la corriente de las verdades oficiales, la conclusión establecida en el párrafo precedente será mal acogida por los más. No obstante es el resultado de una investigación iniciada sin ideas preconcebidas, varios años ha, y basada en la lectura de casi tres centenares de obras versando sobre este tema, así como más de un millar de artículos periodísticos. Es también resultado de innumerables conversaciones con supervivientes de la persecución nazi, todos ellos milagrosamente salvos. Y es, finalmente, consecuencia del sencillo manejo de la Aritmética y del sentido común.
Tal como el lector podrá comprobar por la lectura de las páginas que siguen y por la bibliografía de la presente obra, se excluyen deliberadamente los testimonios exculpatorios de los acusados o de personas que hubieran desempeñado un cargo público en Alemania o en Austria entre 1933 a 1945. Unicamente citamos, en apoyo a nuestra demostración, a testimonios de parte contraria, a enemigos de Alemania o del régimen nacionalsocialista y a diversos autores políticos judíos.
En las páginas que siguen se revela, no solo la falsedad de la imputación de que seis millones de judíos fueron exterminados por los nazis, sino los motivos que hay para que poderosas Fuerzas Internacionales estén desesperadamente interesadas en la persistencia de ese fraude.

 

ÍNDICE

I.Introducción 7
El programa racial nacionalsocialista 22
Organización del boicot contra Alemania 31
Estalla la segunda guerra mundial 35
Baruch, Morgenthau et alia 45
Los campos de concentración 48
Los derechos de la aritmética 53
El origen de mito 59
Una objeción clásica 72
Tragedia y comedia 100
El campo de Dachau 105
Bergen-Belsen 113
El mito de Ana Frank 118
Ravensbruck, Buchenwald, Dora. etc... etc... etc. 121
Auschwitz - Birkenau 125
El gas utilizado en las “cámaras de gas” era el Zyklon b. 134
Los“Einsatzgruppen” 138
Hoettl - Hoess - Eichmann 143
El caso Katzenberger 147
Un Rapport de la cruz roja 148
El documento Gerstein, summum de la impostura 160
Dos Alemanias igual a cero Alemanias 162
Ausencia total de pruebas documentales 167
La actitud de la iglesia 172
“Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia...” 179
¿Cómo fue posible? 183
Cui prodest...? 193
Conclusión 200
Bibliografía 211
Epilogo sobre el libro “Holocausto” 211

INTRODUCCIÓN

 

Según el Honorable Winston Churchill, la primera víctima de la guerra es la verdad. Difícil resulta discutir la justeza de esta afirmación del viejo león británico. A partir de la guerra franco-prusiana de 1870, y en el curso de todos los conflictos bélicos de nuestro siglo, la propaganda basada en atrocidades, reales o supuestas, del adversario, ha entrado a formar parte del arsenal ideológico, cada vez más indispensable para la obtención de la victoria final.
En el curso de la Primera Guerra Mundial, los Aliados, que monopolizaban casi por entero las agencias de noticias en todo el mundo, acusaron a Alemania de las mayores barbaridades. La propaganda sobre las atrocidades se convirtió en manos de hombres inteligentes pero desprovistos de escrúpulos, en una ciencia exacta. Increíbles historias de la barbarie germánica en Francia y Bélgica crearon el fraude de una excepcional bestialidad de los alemanes; fraude que continúa coloreando la mente de muchas personas en la actualidad. Los ulanos —se informó gravemente al mundo— se divertían arrojando al aire a los bebés belgas y ensartándoles con sus bayonetas al caer; también cortaban las manos de las enfermeras de la Cruz Roja. La prensa y la radio anglosajonas anunciaron la crucifixión de prisioneros canadienses. Aunque tal vez, la “noticia” más repulsiva y ampliamente puesta en circulación se refería a una fábrica para el aprovechamiento de cadáveres, en la cual, los cuerpos de los soldados, tanto alemanes como aliados, muertos en combate, eran “fundidos” para aprovechar la grasa y otros productos útiles al esfuerzo de la guerra de los Imperios Centrales. El hecho de que Arthur Ponsonby, eminente historiador y político británico, demoliera la fábula, no impidió al Fiscal soviético en el Proceso de Nuremberg de acusar otra vez a Alemania de haber montado una fábrica de jabón hecho con grasa humana, en Danzig, en 1942.
Aún cuando numerosos escritores de la escuela revisionista histórica, tanto en Francia como sobre todo en Estados Unidos, desmitificaron la imagen maniquea de vencedores y vencidos, los que se llevaron la palma del “fair play” fueron, dicho sea en su honor, los ingleses, y su Ministro de Asuntos Exteriores, ante la Cámara de los Comunes, presentó públicamente excusas por todos los ataques al honor de Alemania, reconociendo explícitamente que se trataba de propaganda de guerra.
En realidad, esto era normal. En tiempo de guerra la necesidad determina la ley y preciso es reconocer que el cocktail de sinceridad, nobleza y cinismo servido por el Secretario del Foreign Office resulta impar en la Historia. Ahora bien, una confesión de ese talento no se ha hecho tras la Segunda Guerra Mundial. Al contrario, en vez de difuminarse con el paso del tiempo, la propaganda sobre las atrocidades alemanas y, de manera especial, la manera como fueron tratados los judíos europeos durante la ocupación de buena parte del Continente por las tropas de la Wehrmacht, ha ido en aumento. Hoy en día, en la Televisión australiana y en la noruega, en la soviética y en la norteamericana aparecen docenas de filmes sobre los campos de concentración. La literatura concentracionaria, a los treinta y tres años de finalizada la tragedia, continúa lanzando nuevas ediciones al mercado. Martilleando retinas y cerebros de las gentes, una cifra horrorosa: Seis millones de judíos asesinados por los alemanes. El mayor genocidio de la Historia, perpetrado con increíble brutalidad en la tierra que vio nacer a Kant y a Beethoven, a Goethe y a Schiller.
La misma magnitud de tan horrendo crimen colectivo ha movido a centenares de historiadores a ocuparse del tema. Desde las ediciones de lujo, encuadernadas en piel y gravemente recomendadas por los titulares de cátedras universitarias, hasta las ediciones de bolsillo con cubiertas alucinantes han llegado a imponer como axiomática la tesis de que, efectivamente, seis millones de personas, sin otro motivo que su pertenencia a un grupo racial determinado, fueron exterminadas por diversos procedimientos, destacando entre ellos, los gaseamientos y las incineraciones, en vivo, en los hornos crematorios.
Pero muchos otros escritores e historiadores han puesto en duda, o han negado resueltamente, la realidad del holocausto. En las páginas que siguen creemos haber demostrado, de manera irrefutable, que éstos tienen razón y que el hecho de pretender sostener, hoy en día, que entre 1939 y 1945 seis millones de judíos fueron exterminados, a consecuencia de una política oficial de las autoridades alemanas es una acusación cuyo único fundamento son sus móviles políticos.
El Autor se da perfecta cuenta de que, como toda afirmación que no sigue la corriente de las verdades oficiales, la conclusión establecida en el párrafo precedente será mal acogida por los más. No obstante es el resultado de una investigación iniciada sin ideas preconcebidas, varios años ha, y basada en la lectura de casi tres centenares de obras versando sobre este tema, así como más de un millar de artículos periodísticos. Es también resultado de innumerables conversaciones con supervivientes de la persecución nazi, todos ellos milagrosamente salvos. Y es, finalmente, consecuencia del sencillo manejo de la Aritmética y del sentido común.
Tal como el lector podrá comprobar por la lectura de las páginas que siguen y por la bibliografía de la presente obra, se excluyen deliberadamente los testimonios exculpatorios de los acusados o de personas que hubieran desempeñado un cargo público en Alemania o en Austria entre 1933 a 1945. Unicamente citamos, en apoyo a nuestra demostración, a testimonios de parte contraria, a enemigos de Alemania o del régimen nacionalsocialista y a diversos autores políticos judíos.
En las páginas que siguen se revela, no solo la falsedad de la imputación de que seis millones de judíos fueron exterminados por los nazis, sino los motivos que hay para que poderosas Fuerzas Internacionales estén desesperadamente interesadas en la persistencia de ese fraude.
Por los motivos, razones, excusas o pretextos que fueran, la Alemania Nacionalsocialista, considerando a su comunidad judía como un elemento alógeno y hostil a la nación, tomó una serie de medidas administrativas y políticas, destinadas a limitar progresivamente, hasta llegar a la eliminación de su influencia social y política dentro de los límites territoriales del III Reich.
No es propósito de esta obra elucidar el fundamento o la improcedencia de los reproches formulados por el Gobierno alemán contra los judíos de nacionalidad alemana, no obstante, preciso es dar un salto atrás para examinar los antecedentes históricos que determinaron la hostilidad del Pueblo Alemán contra su comunidad judía. Si la expresión “Pueblo Alemán” parece desenfocada y excesiva en este caso, puede sustituirse por “Movimiento Nazi”, pero no debe olvidarse que los nazis, llegados al poder a consecuencia de una victoria electoral, no disimularon nunca sus tendencias antijudías, perfectamente plasmadas en su programa, conocido desde 1923 y reiteradamente proclamado en múltiples ocasiones, y que una mayoría de electores dieron su voto a este programa.
A mediados del Verano de 1916, el Gabinete de Guerra Británico, obligado por las circunstancias adversas, empezó a considerar seriamente la posibilidad de aceptar la oferta alemana de una paz negociada sobre la base de un statu quo ante. La situación era desesperada para Inglaterra. Las tropas alemanas ocupaban gran parte Bélgica y Francia; Italia se tambaleaba ante los rudos golpes del Ejército Austro-Húngaro; el gigante ruso se desmoronaba. La campaña submarina alemana había logrado un efectivo bloqueo de Inglaterra, cuyas reservas de alimentos apenas alcanzaban para tres semanas; el Ejército francés de amotinaba...
Desde el principio de la guerra, la Gran Bretaña había prodigado sus aperturas hacia prominentes financieros norteamericanos, de origen judío—alemán con objeto de enrolar a los Estados Unidos al servicio del esfuerzo de guerra británico. Esas aperturas no se vieron en principio, coronadas por el éxito, debido especialmente al hecho de figurar en el bando Aliado la Rusia Zarista, cuya actitud hacia los judíos fue, tradicionalmente hostil. Ello trajo como consecuencia un fuerte sentimiento de hostilidad a Inglaterra por parte de la Finanza norteamericana. Además, Alemania estaba demostrando una dosis de consideración y benevolencia para con los judíos del Este de Europa, particularmente en la ocupada Polonia, donde eran muy numerosos. La diplomacia inglesa fue incapaz de contrarrestar, desde 1914 hasta 1916, los fuertes sentimientos pro—alemanes de los financieros norteamericanos.
Los sionistas se enteraron pronto de la oferta de paz hecha por Alemania a Inglaterra. También se enteraron de que el Gabinete de Guerra británico estaba considerado seriamente la posibilidad de aceptar la oferta germánica. Los sionistas, encabezados por Lord Rothschild y Lord Melchett, de Londres, propusieron un acuerdo entre el Gobierno Británico y la Organización Sionista Mundial, según la cual, a cambio del reconocimiento de un Hogar Nacional Judío en Palestina, se comprometían a usar su influencia para conseguir la entrada de los Estados Unidos en la guerra, al lado de Inglaterra y sus Aliados.
Con objeto de lograr mantener su liderazgo mundial, la Gran Bretaña optó por seguir luchando, con los Estados Unidos como aliado, rechazando las ofertas alemanas. La sagacidad tradicional de los políticos ingleses falló en esta ocasión. Olvidaron que los que buscan protectores, sólo encuentran amos, y sólo vieron que con la ayuda norteamericana y el desangre de Francia podrían derrotar a Alemania e impedir la construcción de la vía férrea Berlín—Bagdad que, evidentemente, ponía en peligro la hegemonía mundial inglesa.
Los hombres de Westminster y del Foreign Office, aparentemente, sólo veían un aspecto de la situación. Creían que la aceptación de la oferta de paz alemana, una paz—empate, dejaría al Reich las manos libres para proceder a la puesta en marcha del proyectado ferrocarril, que, en sólo ocho días permitiría trasladar un ejército desde Hamburgo, en el Mar del Norte, hasta Bassorah, en el Golfo Pérsico, por la concesión otorgada al Kaiser Guillermo II por su amigo personal y aliado, el Sultán del Imperio Otomano,
En el momento de estallar la I Guerra Mundial, el Imperio Otomano incluía los territorios conocidos desde las Conferencias de Paz de Versalles, en 1919, como Turquía, Líbano, Siria, Irak, Arabia Saudita, Yemen, Kuwait, Palestina y Jordania. Según la concesión otorgada por el Imperio Otomano al Reich Alemán, la vía férrea enlazaría, en territorio otomano, las ciudades de Constantinopla y Bassorah. Alemania tendría un rápido, eficaz y seguro acceso a los mercados y a los recursos naturales del Lejano Oriente, sin estar a la merced de la “Home Fleet”. Hasta entonces, el tráfico alemán sólo podía hacerse por vía marítima, a través del Mediterráneo, con la aún inexpugnable fortaleza de Gibraltar en un lado y en el Canal de Suez, controlado por Inglaterra, en el otro. Sólo quedaba la ruta del Cabo de Buena Esperanza, igualmente dominada por Inglaterra. La ruta más corta entre Hamburgo y Bombay requería, entonces, cuatro semanas, que los ingleses podían convertir en seis o siete con sólo crear problemas burocráticos en Port Said o en Suez, y la más larga de nueve o diez semanas. El mismo viaje requeriría de seis a ocho días, a un costo mucho más reducido, por la vía férrea Berlín—Baghdad.
Salta a la vista que la realización de esa Vía férrea era un peligro para la hegemonía militar y comercial, y, en definitiva, política, de Inglaterra. El joven Imperio Alemán era, potencialmente, un contrincante peligroso. Además el Sultán del Imperio Otomano, tras ser derrotado por la Rusia Zarista poco después de la Guerra Franco—Prusiana de 1870, concertó un acuerdo con Guillermo II para la reorganización de su ejército por instructores militares alemanes. Una gran amistad personal surgió entre el Kaiser y el Sultán, lo que evidentemente facilitó la concesión de la vía férrea Berlín—Baghdad. La diplomacia británica apeló sin éxito a toda clase de halagos y presiones para que la concesión fuera cancelada, pero fracasó en sus propósitos. En vista de ello, Inglaterra ofreció costear la construcción de la vía férrea, a cambio de la mitad de los derechos de la concesión. La propuesta inglesa se completaba con la oferta de dividir, prácticamente, el mundo, en dos esferas de influencia, esperando con ello monopolizar el comercio mundial entre la Gran Bretaña y el Reich, lo cual prometía inmensos beneficios mutuos, aún cuando Inglaterra seguiría siendo, en ese caso, el “primus inter pares”, políticamente hablado.
Alemania era una joven nación que aún no podía financiar, sola, la realización de aquella inmensa obra, pero la oferta inglesa fue rechazada. Alemania entonces, podía sólo financiar la construcción de tramos limitados, y aún ello con la asistencia de los banqueros alemanes, muchos de ellos —y los más prominentes— de raza judía, y deseosos de prestar dinero a su gobierno.
Los políticos ingleses, cada vez más preocupados por el creciente prestigio del “Made in Germany” y por el inmenso aumento de poder militar, comercial y político que concedería a Alemania la construcción del ferrocarril Berlín—Baghdad, decidieron que la única solución que les quedaba era aplastar a Alemania en una guerra que eliminara para siempre la amenaza de la tan temida vía férrea. Estaba claro que si el Reich era derrotado, en su caída arrastraría a su aliado otomano, cuyo territorio se convertiría en botín de guerra en la posterior conferencia de paz dictada por Londres, cortando así el paso terrestre de Alemania, Austria—Hungría o Rusia hacia la India, la clave de bóveda de todo el Imperio Británico.
Con tal propósito Inglaterra premeditó, provocó y precipitó la I Guerra Mundial para aplastar a Alemania.
En 1904, la Gran Bretaña hizo aperturas diplomáticas a Francia, en busca de una “alianza defensiva conjunta” contra Alemania. Los franceses, humillados por el recuerdo de la severa derrota en 1870, aceptaron inmediatamente la propuesta. El recuerdo de Sedán no fue el único motivo, ni siquiera el principal. Más importantes fueron el temor francés ante la fenomenal expansión militar e industrial de Alemania, y la dependencia política de Paris con respecto a Londres, después del bofetón diplomático de Fashoda. Francia no estaba en posición de rehusar la oferta.
Inglaterra propuso luego a la Rusia Zarista una alianza similar, también “defensiva” y también contra Alemania. A cambio de la participación rusa en la Entente, Gran Bretaña se comprometía a hacer posible la realización del viejo sueño moscovita del control de los Dardanelos, como paso a los “puertos de aguas calientes”. Rusia sería recompensada con los despojos del Imperio Otomano, el aliado de Alemania.
La activa y admirable diplomacia inglesa logró enrolar aún nuevos miembros en la Entente, como Italia —apartándola de la alianza alemana— el Japón, Portugal, Serbia y Montenegro. Habiendo completado el cerco estratégico de Alemania, los diplomáticos británicos esparcidos por todo el mundo, hicieron cuanto estuvo en su mano para provocar a Alemania con objeto de que ésta cometiera un “acto de agresión” calificado. La oportunidad codiciada por Inglaterra se produjo en Julio de 1914, con motivo del asesinato del Príncipe heredero de la Corona Austríaca, Francisco Fernando. Ninguna persona en su sano juicio, puede aceptar que ese asesinato fue la “razón” o la “causa” de la I Guerra Mundial. Ello fue sólo la excusa para la puesta en marcha del plan británico para aplastar a Alemania. No importa establecer si fue Alemania, o si fue la Rusia Zarista quien movilizó primero a sus tropas, o si fue un ejército o el otro quien primero se internó, en unos centenares de metros, en territorio enemigo. La confusión, intencionadamente creada, por el retraso en las comunicaciones, hizo la guerra inevitable.
No obstante, en el transcurso de los dos primeros años, la suerte de las armas fue totalmente adversa a Inglaterra y sus Aliados, Pero la entrada en guerra de los Estados Unidos como nuevo y decisivo aliado de Inglaterra transformó las victorias alemanas de 1914 hasta 1917 en la ignominiosa derrota de 1918. Es innegable que el Acuerdo de Londres, del que saldría la posterior Declaración Balfour para la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina fue el causante de la entrada de los Estados Unidos en la contienda y la posterior derrota de Alemania.
Los alemanes han estado siempre convencidos de que si los sionistas no hubieran propuesto los Acuerdos de Londres al Gabinete de Guerra Británico, el Gobierno inglés hubiera aceptado la propuesta alemana de paz y la guerra hubiera terminado en 1916 y no en 1918.
Siempre existieron relaciones sumamente cordiales entre Alemania y la Organización Sionista Mundial, cuya sede central, hasta el año 1915, se hallaba en Berlín. Durante siglos Alemania había sido el refugio de los judíos procedentes de Rusia y Polonia, de donde huían por la frecuencia de los “pogroms” que allí sufrían. El Edicto de Emancipación, dictado en 1812, dio a los judíos la igualdad de los derechos civiles con los alemanes, en la mayor parte de los territorios de la actual Alemania. Ningún otro país, ni siquiera la Francia republicana, había concedido aún la total igualdad a los judíos. El Edicto de Emancipación atrajo a los judíos a Alemania con preferencia a otros países.
El Kaiser apeló en numerosas ocasiones, entre 1895 y 1915, al Sultán, en favor de los sionistas. Guillermo II deseaba que el Imperio Otomano garantizara una concesión territorial a los sionistas para la creación de un “Estado Judío” en Palestina; incluso se desplazó personalmente a visitar al Sultán con este propósito. Los esfuerzos del Kaiser en pro de la causa sionista continuaron hasta 1916, cuando se produjo el Acuerdo de Londres, calificado por un judío norteamericano, Benjamín Freedman, de “puñalada por la espalda” (1).
La mala disposición del Sultán hacia el proyecto, el hecho de que Alemania ofreciera a Inglaterra una “paz tablas”, sin cambios territoriales y con retomo a las fronteras de 1914; la situación en que se encontraba Inglaterra, que la obligaría a aceptar cualquier condición a cambio de la ansiada participación norteamericana en la contienda, movieron a los prohombres del Sionismo a proponer su ayuda a la Gran Bretaña.
Numerosos escritores norteamericanos (2) han narrado detalladamente las medidas tomadas por el movimiento sionista para hacer entrar en la guerra a los Estados Unidos. Curioso es el cambio, que, en unos meses, se hace dar al Presidente Woodrow Wilson, un auténtico “détraqué” sujeto a deficiencias psico—sexuales. Cuando, al principio de 1916, el Sionismo todavía espera que el Kaiser obtendrá para los judíos el territorio de Palestina y Wilson hace tentativas para obtener la paz (una “pax germánica”) y Londres y París ni siquiera se dignan responder a sus propuestas, Wilson exclamará que “ingleses y franceses hacen gala de una exasperante mala .fe” (3). Por otra parte, la Gran Prensa americana cambió bruscamente de orientación a partir del Acuerdo de Londres; la propaganda aliadófila alcanzó grados de delirante apología y las provocaciones antialemanas se multiplicaron al mismo tiempo que se organizaba la masiva ayuda norteamericana a Inglaterra. Finalmente, en Abril de 1917, y tomando como pretexto el hundimiento del transatlántico “Lusitania”, que iba armado y cargado de municiones con destino a Inglaterra, el Gobierno de los Estados Unidos declaró la guerra a Alemania. En realidad, no era más que un burdo pretexto pues, al fin y al cabo, el Lusitania fue hundido en febrero de 1915 y los Estados Unidos declararon la guerra en Abril de 1917, veintiséis meses más tarde (4).
El pueblo alemán no tuvo conocimiento de esa traición de quien se suponía un viejo y fiel aliado hasta el año 1919, en plena Conferencia de Paz de Versalles —el tratado que los alemanes de todos los matices políticos calificaron “Diktat”— cuando 117 dirigentes sionistas, casi todos ellos nacidos en Alemania u oriundos de la misma, le reclamaron a Inglaterra el pago de su “libra de carne”, es decir, la entrega de Palestina.
Hemos considerado necesario extendernos tal vez excesivamente en los antecedentes históricos que marcan la ruptura de la vieja alianza, al menos en términos de Política entre Alemania y el Movimiento Sionista, y transforman la amistad tradicional en profunda aversión. Dicha aversión iría en aumento a medida que se hacían patentes las duras cláusulas de paz impuestas a Alemania: pérdida de todas sus colonias; incautación de su Marina; amputaciones territoriales en la metrópoli y una tremenda contribución de guerra.
Es evidente que no se podía hacer cargar a los judíos alemanes con las culpas del Movimiento Sionista, a pesar de la representatividad que éste quisiera irrogarse. Pero también es evidente y comprensible que, en la post—guerra, y en la crisis que siguió, se desarrollara en Alemania una corriente antijudía. Los pueblos se mueven por sentimientos, por corrientes de simpatías y antipatías, y no por silogismos más o menos bien construidos.
Además, ciertos prohombres sionistas, en vez de guardar prudente silencio consideraron necesario estallar una absurda arrogancia. Así, por ejemplo, cuando Lord Melchett (a) Alfred Mond (a) Moritz, judío oriundo de Alemania y presidente del trust “Imperial Chemical Industries” declaró ante el Congreso Sionista, reunido en New York:
“Si yo os hubiese dicho en 1913 que discutiéramos sobre la reconstrucción de un Hogar Nacional Judío en Palestina, me hubieseis tomado por un ocioso soñador; si os hubiese asegurado entonces que el archiduque austríaco sería asesinado y que, de todo lo que se derivaría de tal crimen surgiría la posibilidad, la oportunidad y la ocasión de crear un Hogar Nacional Judío en Palestina me hubierais tomado por loco. ¿Se os ha ocurrido alguna vez pensar cuán extraordinario es que de toda aquella confusión y de toda aquella sangre haya nacido nuestra oportunidad? ¿Creéis de veras que sólo es una casualidad todo esto que nos ha llevado otra vez a Israel?” (5).
O la frase lapidaria del israelita francés, oriundo de Alemania, Simon Klotz, cuando se discutía la cuantía de la contribución de guerra a imponer a Alemania: “Le boche payera tout” (El alemán lo pagará todo).
Otra causa que contribuyó poderosamente a deteriorar las relaciones entre alemanes y judíos fue la desproporcionadamente elevada cantidad de hebreos que tomaron parte en las llamadas “revoluciones sociales” que estallaron en Alemania en 1918; revueltas comunistas que minaron la moral del pueblo en momentos críticos de la contienda y contribuyeron a la derrota del país. Judío era el comisario del pueblo Hugo Haase líder de los “socialistas independientes”, así como el abogado Karl Liebknecht y la escritora Rosa Luxemburg, jefes de la “Liga Espartaquista”. Esta liga anunció, el 14 de Diciembre de 1918, que su finalidad era implantación del Comunismo en Alemania.
El Dr. Oskar Kohn, Subsecretario de Justicia, recibía dinero del agente soviético Joffe, para la financiación de la revuelta comunista del 9 de Noviembre de 1918. Cuando Joffe, el Embajador soviético, debió abandonar Alemania al haberse descubierto sus actividades, fue substituido por otro correligionario suyo, Karl Radek (a) Sobelssohn, a cuyo cargo se encomendó la dirección de la propaganda comunista en Alemania. El punto culminante de la acción bolchevique se alcanzó en Munich. El agitador principal en la capital bávara era otro judío, Kurt Eisner quien, en el verano y el otoño de 1918, cuando el combate en el frente estaba en todo su apogeo, excitó a la huelga de los obreros de las fábricas de armas de Munich y quien organizó la revolución, instaurando en Baviera un “Tribunal Revolucionario”; Eisner se proclamó Presidente del Consejo de Baviera y en calidad de tal dirigió un llamamiento a todas las regiones de la Confederación Germánica, el 10 de Noviembre de 1918 que, en los Códigos Civiles y militares de cualquier pueblo sería considerado como alta traición. Secundaban a Eisner, compartiendo con él las tareas de gobierno una serie de literatos judíos, tales como Kurt Muhsam, Levine -Nissen, Levien, Gustav Landauer y Ernst Toller. Otro judío. Karl Kaustky, Subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich, dio la máxima publicidad a todos los documentos que pasaban por sus manos y podían presentar matices más ensombrecedores, debilitando así la posición de Alemania en las negociaciones de paz. Le secundó en ese trabajo el influyente redactor jefe de la “Vossische Zeitung”, su correligionario Georg Bernhard quien abogó con todas sus fuerzas por la firma del Tratado de Versalles que, desde el punto de vista alemán, representaba un verdadero atropello.
Aún después de firmado el tratado de paz, parece persistir una cierta fraternidad entre derrotismo, comunismo y judaísmo, o, al menos, determinados judíos. El “deus ex machina” de la propaganda comunista en Alemania era el israelita Willy Muenzenberg, millonario propietario de periódicos de gran circulación, como “Illustrierte Arbeiter Zeitung”, “Die Welt am Abend” y “Magazin fur Alle”. El “Socorro Rojo”, otro instrumento comunista bajo capa de beneficencia social, contaba entre sus fundadores con los judíos Arthur Holitscher, Alfons Goldchsmitd, Paul Ostreich, Einstein, Max Harden, Leonhardt Frank y el profesor Elzbacher.
Los comandos de acción —los asesinos— que actuaban por cuenta del Partido Comunista Alemán habían sido fundados y organizados por otro judío, Hans Kippenberger, verdadero causante moral del asesinato de Horst Wessel, considerado por los nacionalsocialistas como su héroe nacional, en cuyo asesinato desempeñó además un importante papel la judía Else Cohn, organizadora del atentado. Estos comandos llevaron a cabo una labor tan eficaz, que los nacionalsocialistas acusaron al Presidente de la Policía de Berlín, Grzesinski, hijo de judío y polaca, de propiciar solapadamente sus actividades. Por otra parte, cuando los miembros de los comandos caían en manos de la Justicia, eran defendidos con notorio éxito por el abogado judío Litten que, convicto de haber tratado de influir en los testigos de sus procesos, fue expulsado del Colegio de Abogados.
Los comunistas orientaron sus principales esfuerzos a la infiltración en las escuelas y universidades. La “Karl Marx—Schule” (Escuela Carlos Marx) estaba dirigida por el judío Doctor Fritz Karsen (a) Krakauer, y había sido funda­da por otro judío, el Profesor Lowenstein.
También les fue reprochado a los judíos que un miembro de su comunidad Magnus Hirschfeld, fuese patrocinador de la legalización de la Sodomía y su correlegionaria, la Doctora Kienle—Jacubowitz, del Aborto. Pero donde más se destacaron los judíos fue en la literatura bélica- y post—bélica: Siegfred Jacobssohn, Kurt Tucholsky, Peter Panter, Ignaz Wrobel, Bernhard Citron, Theobald Tiger, Kaspar Hauser, Alfred Polgar, Fritz Sternberg, Rudolf Leonhardt, Hans Siemsen, Emil Luwdig, Thomas y Ludwig Mann, Remarque, Arnold Zweig y muchos más, todos ellos lanzaron acerbas críticas, durante y después de la guerra, contra todo lo alemán, y en especial contra el Ejército. Tucholsky llegó a escribir: “Los militares son asesinos”...”Los voluntarios de 1914 murieron por una porquería”...”El himno nacional es un mal verso, de poesía charlatana”. (6)
Otro motivo de crítica de muchos alemanes hacia su comunidad judía lo constituía el predominio exagerado de ésta en determinados sectores primordiales de la vida de la nación. Así, por ejemplo, una comunidad que, como la judía, representaba, numéricamente, entre el 0,5 y el 0,7 % (según las épocas) del total de la población, daba un porcentaje de 7,4 % entre los magistrados de todo el país, de ellos doce presidentes de Audiencias Territoriales y de Senados, 109 Magistrados de Tribunales Supremos y altos funcionarios de Audiencias Territoriales. En Berlín, en 1925, los médicos judíos totalizaban el 47,9 %; los abogados el 50,2 %; los farmacéuticos, el 32,2 %; los actores y directores de escena, el 13,5 %; los dentistas, el 37,5 %, los redactores de periódicos el 8,5 %. Los alemanes alegaban que esa preponderancia se había conseguido por medios desleales; los judíos, naturalmente, lo negaban. La misma discrepancia de puntos de vista se observaba con respecto a la afluencia de judíos en la escena política de Alemania, completamente despro­porcionada con la población judía del país. En efecto ¿Qué ocurrió en el momento en que Alemania cambió de régimen, en 1919? En el Gabinete de los Seis, que ocupó el puesto del antiguo Gobierno Imperial, predominaba la influencia de los hebreos Landsberg y Haase; este último se ocupaba de los Asuntos Exteriores, asistido de su correligionario Kautsky, un bohemio que un año antes ni siquiera poseía la nacionalidad alemana. El judío Schiffer dirigía el Ministerio de Hacienda, con otro judío, Bernstein, como Subsecretario. El Ministro de Gobernación era Preuss, y su Subsecretario, Freund. Otro judío, Fritz Max Cohen era el Jefe del Servicio Oficial de Información. A director del Negociado de Colonias ascendió el hebreo Meyer-Gerhard, y Kastenberg al de Letras y Artes.
En los gobiernos regionales la aportación judía era aún más desproporcionada con relación a su importancia numérica. En el prusiano, ocupaban carteras ministeriales los israelitas Hirsch, Rosenfeld, Futran (un ruso con ciudadanía alemana recientemente estrenada), Arndt, Simon, Wurm, Stadthagen y Cohen, este último Presidente del Consejo de Obreros y Soldados. El judío Ernst era Jefe de la Policía de Berlín, mientras el mismo cargo en Frankfurt y en Essen lo detentaban sus correlegionarios Sinzheimer y Lewy. En el Estado de Baviera, el omnipotente Eisner, que se autonombró presidente del Estado, puso a otro judío, Bretano, al frente de los Ministerios de Comercio, Industria y Tráfico. En Hesse, la máxima figura politica era el hebreo Fulda, mientras en Wurtemberg ocupaban relevantes cargos Haiman y Taiheimer.
Dos plenipotenciarios alemanes en las Conferencias de la Paz eran judíos; los principales consejeros también lo eran, empezando por Rathenau y continuando con el banquero Max Warburg, el Doctor von Strauss, Merton, Oscar Oppenheimer, Struck, Brentano, Mendelssohn—Bartholdy y Wassermann. Según la opinión de los nacionalistas alemanes, los judíos nunca hubieran alcanzado tal posición sin la Revolución Marxista que se hizo estallar en el país en el momento critico de la I Guerra Mundial, y la Revolución, en cambio, no hubiese estallado sin que ellos mismos la hubiesen preparado o propiciado. Según los portavoces de Judaísmo, tal acusación carecía de fundamento. Pero Mr. George Pitter-Wilson, corresponsal del periódico londinense “The Globe” escribió que “...el bolchevismo significa la expropiación de todas las naciones cristianas, de manera que ningún capital permanecerá en manos cristianas y que los judíos en conjunto ejercerán el dominio del mundo a su antojo” (7).
Por desgracia para la comunidad judía alemana, el quesería apodado “Judas del pueblo alemán” resultó ser un hebreo, Maximilian Harden que con su publicación “Die Zukunft” hizo, durante veinte años, política en gran escala. Ningún otro político ha dado pruebas de mayor versatilidad de principios. Actuando, primero, como censor moralista del Imperio, dio, con sus escritos escandalosos, el golpe de gracia a la monarquía de los Hohenzollern. Durante la guerra mundial, y hasta el giro copernicano dado por el Congreso Mundial Judío a su orientación política en 1917, fue el único verdadero anexionista de Alemania, que exigía como premio a la victoria nada menos que toda Bélgica, la costa francesa del Canal de la Mancha y el Congo Belga (8). Luego al cambiar la política sionista, este “ultra” del anexionismo prusiano, se opuso a los nacionalistas alemanes que querían continuar la lucha y se convirtió en admirador declarado del Presidente Wilson. Una vez firmado el Armisticio de Compiégne atacó inesperadamente la resistencia nacional contra las onerosas condiciones de paz denominándolas “furia simulada y miserable harto de embustes” (9).
Una parte numéricamente importante del pueblo alemán hizo, al menos, parcialmente responsable a los judíos, o a una parte notable y representativa de la comunidad judía, alemana y extranjera, no tanto de la derrota de 1918 como de las inusitadamente duras condiciones de paz. Esto quedaría confirmado con una inaudita declaración del Ex—Primer Ministro Británico, Lloyd—George, que manifestaría, años más tarde, ante una sorprendida Cámara de los Comunes: “En 1917, el Ejército Francés se amotinaba, Italia está derrotada, Rusia muere por la Revolución y América aún no está luchando a nuestro lado... Repentinamente nos llega la información de que es de una importancia vital para los Aliados conseguir el apoyo de la comunidad mundial judía...” (10). Es preciso hacer constar que Lloyd—George no era, ciertamente un antisemita que buscara desprestigiar a los judíos o crearles dificultades; es más, durante varios años fue abogado del Movimiento Sionista de Inglaterra.
Para agravar aún más el deterioro de las relaciones entre alemanes y judíos, en los procesos que se incoaron entre 1919 y 1930 contra acaparadores “millonarios de guerra” y, en general, toda clase de delitos de estafa, diversos miembros de la comunidad israelita aparecieron con monótona regularidad en los lugares de honor (sic). Así, hombres como Sklarz, Barmat, Kasmarek, Parvus—Helphand, Kutisker, emigrantes recién llegados de los ghettos del Este de Europa. Jaques Meyer, dirigente de la Central de Compras Alemana en Holanda, que se enriqueció a costa de sus conciudadanos, Luwdig Katznellenbogen, director del mayor de los consorcios cerveceros de Alemania, condenado a prisión por malversación de fondos; los hermanos Fritz y Alfred Rotter, propietarios de un inmenso trust teatral, que huyeron a Francia antes de ser procesados. Todo esto puede ser calificado de “anecdótico”, e incluso de “poco representativo”. Pero lo que, según muchos alemanes —no necesariamente nazis— era verdaderamente representativo es que jamás, en ningún caso. ningún judío prominente, de algún peso específico dentro de la comunidad, alzó su voz para condenar a sus correlegionarios. Esto fue interpretado como una aprobación tácita de su conducta. Esa condena hubiera sido muy útil, aún cuando sólo hubiera servido para contrarrestar las campañas antialemanas que otros judíos, particularmente desde Francia y los Estados Unidos, desencadenaron entonces, con notoria falta de oportunidad, varios años antes de la llegada de Hitler al poder. Incluso en la propia Alemania, el judío Weiszman Secretario de Estado de Prusia, intervino a favor del convicto estafador Sklarz, destituyendo al fiscal.
La desproporcionada participación de la comunidad judía en la delincuencia alemana fue atestiguada por el escritor hebreo Ruppin quien, a base del manejo de las estadísticas llega a un resultado mucho mayor de criminalidad judía para delitos comerciales a los que puedan corresponderle en relación a la participación hebrea en el comercio. Según ese autor, los judíos eran trece veces más numerosos que los no judíos, atendiendo a las respectivas cifras de población, en los delitos de especulación ilícita y usura; nueve veces más en los de quiebra fraudulenta y cinco veces más en los de encubrimiento y complicidad. (11). Comprobaciones similares hace el israelita Wassermann, en las que demuestra que la criminalidad de los judíos en el año 1900, y en lo que se refiere a la quiebra simple fue diecisiete veces mayor para las quiebras fraudulentas. Tales cifras las obtuvo tomando expresamente en consideración la participación porcentual en las profesiones comerciales. (12). No debe omitirse la participación judaica en determinados delitos especialmente vituperables, como el contrabando de drogas y la pornografía. El organismo oficial “Central para la lucha contra el uso de estupefacientes” comprobó que en el año 1921, de los 232 traficantes internacionales de estupefacientes, 69, es decir, el 26 por ciento, eran judíos. Teniendo en cuenta que la comunidad judía representaba aproximadamente el 0,7 por ciento de la población total de Alemania en aquella época, resulta que su participación en tal tipo de delitos era treinta y siete veces mayor de lo normal. En 1933, la participación israelita aumentó hasta un 30 por ciento. El ya citado Ruppin confiesa: “El hecho de que los israelitas habiten generalmente las ciudades tiene como consecuencia el que se les coja sobre todo en los delitos afectos a las grandes urbes, como alcahuetería y complicidad en la prostitución (13). Desde el Edicto de Emancipación, en 1812, hasta 1933, en que el Pueblo alemán, democráticamente, manda al Nacional Socialismo al poder, se ha ido produciendo un cambio total. El matrimonio judeo-germánico se ha roto.

CONCLUSIÓN

 

Creemos haber demostrado, en las páginas precedentes, los siguientes puntos:
1) Los nazis querían que los judíos emigraran; de Alemania, primero. De toda Europa después. Pero no querían liquidarlos físicamente. De haberlo querido, más de quinientos mil judíos no estarían actualmente en Israel cobrando indemnizaciones de Alemania Federal. Si algo les sobró a los nazis para exterminar a los judíos fue tiempo. Seis años desde que empezó la guerra y doce desde que tomaron el poder, muy democráticamente por cierto.
2) Es un hecho histórico que los nazis intentaron solucionar el problema judío a base de facilitar su emigración ordenada a otros países. Las grandes “democracias”, que mantenían inexplorados y vacíos inmensos territorios no dieron ciertamente facilidades. El poderoso Movimiento sionista no presionó tampoco para activar una emigración ordenada, tal como deseaba Hitler. A tal movimiento político incluso le convenía que algunos cientos de miles de correlegionarios suyos pasaran penalidades en Europa. Penalidades que luego se cobrarían al ciento por uno, política o económicamente, y ayudarían a mantener la cohesión del Judaísmo. Hitler ofreció una solución del problema judío en el discurso ante el Reichstag el 6 de Octubre de 1939, después de la campaña de Polonia. Aparte de proponer la paz, el punto 3º de su discurso versó sobre “Un intento de ordenar y solucionar el problema judío”. Su propuesta no halló el menor eco en los gobiernos de las democracias occidentales.
3)        Ni un sólo judío fue gaseado en Alemania y Austria, y cada vez hay más pruebas de que tampoco ocurrió en Auschwitz. Está demostrado que las pretendidas pruebas presentadas sobre los supuestos gaseamientos en Auschwitz son burdas mentiras, culminadas con el milagro atribuido a los nazis, capaces de dinamitar las cámaras de gas, para hacer desaparecer las huellas de su crimen, sin que los crematorios, que se hallaban en el piso de encima, según las autoridades polacas, sufrieran daño alguno.
Hubo ciertamente crematorios para incinerar a los que habían muerto por diversas causas, incluyendo los genocidas raids aéreos de la aviación Aliada.
4)        La mayor parte de los judíos que perecieron en pogroms lo fue a manos de las poblaciones civiles antes de la llegada de la Wehrmacht, la cual estaba interesada en el “manpower” que podían representar los judíos en la industria y la agricultura.
5)        La mayor parte de los judíos que perecieron a manos de los alemanes eran elementos subversivos, espías o partisanos. En muchas ocasiones, también, los judíos eran víctimas de las represalias contra las actividades de los citados partisanos. Las ejecuciones de rehenes, con todo lo lamentables que puedan ser, están previstas en todos los códigos militares del mundo, y su justificación radica en la existencia de los propios partisanos. Son éstos los que rompen la barrera entre combatientes y no—combatientes al no llevar uniforme y refugiarse en el anonimato de la población civil. Lo que pueda sucederle a éste será responsabilidad de los partisanos, que actúan fuera de las leyes de la guerra, y no del ejército regular.
También perecieron muchos judíos, en los campos de concentración, ejecutados por actos de sabotaje (298). La ejecución de saboteadores en tiempo de guerra está igualmente prevista en los códigos militares, y no sólo en el alemán.
6) Si fuera cierto que los nazis ejecutaron, de hecho, a seis millones de judíos, el Judaísmo solicitaría subsidios y más subsidios para fomentar las investigaciones sobre el Genocidio, e Israel pondría sus archivos a disposición de los historiadores. Ni el Judaísmo ni el Estado de Israel lo han hecho así. Muy al contrario, a todo aquel que ha intentado estudiar el problema seriamente lo han boicoteado, moral o materialmente. Esto constituye, a nuestro juicio, una prueba moral de que la cifra de los Seis Millones es una estafa.
7)        No hay ni una sola prueba material del Genocidio. Hemos demostrado que la cifra de Seis Millones de gaseados es demográfica y materialmente imposible, así como técnicamente irrealizable. El modus operandi descrito por los autores del Mito es farragoso, innecesaria y ridículamente complicado y de un costoso prohibitivo en tiempo de guerra.
Los testimonio aducidos (Hoettl, Hoess, Eichmann, Gerstein) son inválidos: a) por haber sido, según es público y notorio, obtenidos bajo coacción. b) por no haber sido posible someterlos a contrainterrogatorio de la defensa, lo cual los descalifica automáticamente.
8)        Son los acusadores los que tienen la obligación de presentar la prueba de que los nazis gasearon a seis millones de judíos, y no los acusados nazis. El fardo de la prueba recae, en todos los países civilizados, en el acusador, y no en el acusado. Demostrar una verdadera culpabilidad es mucho más fácil que demostrar una verdadera inocencia. ¿Cómo va a poder demostrar, el hombre más honrado del mundo, que nunca robó nada a nadie? Es el acusador quien tiene que demostrar sus cargos. Por tal motivo, los juicios contra antiguos SS, guardianes de campos de concentración, a los que se declara a priori miembros de organizaciones criminales y deben demostrar su inocencia sobre hechos que se suponen acaecidos hace treinta y cinco años, no son más que linchamientos legales.
9)        La demostración obvia de que la cifra de Seis Millones no tiene ningún fundamento nos la da el hecho de que los propios historiadores, escritores, publicistas y políticos judíos, sionistas o no, presentan discrepancias verdaderamente ridículas en sus cálculos. Tras hacer firmar al desgraciado Gerstein (suponiendo que existiera) que los nazis asesinaron a 45 millones de judíos, y luego, dos meses más tarde, reducir la cifra a 25 millones, para dejarla en “20 millones y pico” (sic) se descendió gradualmente a once millones, luego a ocho millones y finalmente se estabilizó la cuenta en la cifra de Seis Millones. Esta cifra perduró casi veinticinco años, en realidad aún perdura, pero coexis­te con nuevas cifras. Por ejemplo, el Fiscal del Proceso Eichmann citó la cifra de 5.700.000, pero el Juez en sus conclusiones rehusó complicarse la vida con cifras y habló de “varios millones de inocentes judíos”. (299) William Shirer el buda de los historiadores judíos, asegura que los nazis asesinaron a cuatro millones de judíos (300). Josef G. Burg deja la cifra en 3.323.000 y aún se cubre con la frase de que “a tal cifra se llega tomando como ciertas las cifras de los más desenfrenados cultivadores de esa Mentira” (el supuesto Genocidio). El Padre Daniel Rufeisen corrige ligeramente las cifras de Burg y cifra el número total de judíos muertos en el transcurso de la contienda —por todos conceptos, incluyendo las causas naturales— en unos tres millones, como máximo. Aldo Dami —medio judío y casado con una judía— da la cifra de medio millón, también como máximo. Y el doctor Listojewski, un judío californiano, tras estudiar durante dos años el problema, afirma que el número máximo de judíos que perecieron durante el periodo hitleriano osciló entre 350.000 y 500.000 y remacha “Si nosotros, los judíos, aseveramos que fueron Seis Millones, es una gran mentira (301). Finalmente, el judío americano, Doctor Freedman, como ya hemos visto, cree que la cifra de bajas judías no excedió de las 300.000 mientras niega en redondo la Mitología del Holocausto.
10)      El mutismo de la Cruz Roja Internacional y del Estado Vaticano como institución, tanto durante la guerra como al final de la misma, sobre el plan genocida oficial u oficioso ideado y puesto en práctica por los nazis para exterminar a los judíos, demuestra que tal plan no existió.
11)      En número aproximado de bajas sufridas realmente por los judíos se sitúa, en nuestra opinión, entre 250.000 y 400.000. Esas cifras representan, para nosotros, el mínimo y el máximo. La razón de tan importante diferencia estriba en la absoluta falta de credibilidad de los testimonios emanados de fuentes rusas o polacas, y también del hecho de que a veces los judíos son catalogados como tales en las estadísticas, y a veces como rusos, polacos, etc,. No obstante, y remitiéndonos a lo que manifestamos en el epígrafe “¿CUANTOS MURIERON EN REALIDAD?” creemos que la cifra debe situarse alrededor de los 300.000. Damos por supuesto que un tercio de las personas muertas en campos de concentración eran judías (no debemos olvidar que los prisioneros de guerra rusos se contaban por millones), y si, según la Cruz Roja Internacional murieron en los campo de concentración unas 395.000 personas podemos desglosar las bajas de la siguiente manera, en lo que concierne a los judíos: unos 130.000 en los campos de concentración, a causa de infecciones, mala alimentación al final de la guerra, causas naturales, bombardeos aéreos, y, eventualmente, malos tratos de algunos guardianes, en todo caso, individuales y a espaldas del Mando. Debe, además, insistirse en que las condiciones de vida de los internados empeoraron cuando los alemanes entregaron la administración interna de los campos a los “kapos”, es decir a los propios internados. Unos noventa mil en acciones bélicas a manos de los “Einsatzgruppen” (esta cifra es la máxima que se ha admitido por los propios judíos que pretenden ser historiadores). Y podemos cifrar el resto de los muertos judíos (a causa de su participación en los movimientos de resistencia occidentales; en el alzamiento armado del ghetto de Varsovia, de los bombarderos aéreos Aliados, por actos de sabotaje, subversión y espionaje y por causas naturales) en una cifra intermedia entre 50.000 y 100.000 personas. Es decir, en total, más o menos las que murieron en una noche en el bombardeo terrorista de la ciudad—hospital de Dresde, perpetrado por la aviación aliada, drama del que nunca se ocupan nuestros grandes medios de “información”.
12)      La finalidad del Fraude tiene una doble vertiente: por un lado, impedir una auténtica unidad del bloque Occidental, lo cual sólo puede redundar en beneficio de la URSS. Por otro, obtener fondos, mediante la operación de chantaje y difamación más monstruosa de toda la historia del mundo, para el Estado de Israel.

EL AUTOR

 

JOAQUÍN BOCHACA ORIOL (Barcelona, 5 de Septiembre de 1931), nace en la calle Paradis de la Ciudad Condal, en pleno Barrio Gótico y junto al Templo de Augusto.

Estudia Historia, Derecho y Comercio. Padre de 5 hijos, trabaja en Inglaterra y más tarde en Francia (1958-1969). Su conocimiento de idiomas (inglés, francés, italiano, etc.) y su ocupación laboral le permiten viajar a lo largo y ancho de este mundo y adquirir in situ un vasto conocimiento de las más diversas culturas. Su agudeza intelectual le reporta una visión del mundo de una sorprendente claridad, bagaje que le empujaría, a lo largo de los años, a una producción literaria alternativa y heterodoxa que pronto le aporta un auténtico ejército de lectores leales. La diversidad de los temas que trata en sus obras resulta sorprendente: ecología, economía, política, historia, arte, cultura, deporte, etc. Todo ello dominado siempre por una lógica aplastante.

Se le puede considerar el fundador de la denominada Escuela Revisionista en España, línea de investigadores históricos que proponen una “verdad científica” frente a la “verdad política” y los dogmas impuestos por el poder.

Ha sido colaborador de numerosas revistas nacionales y extranjeras como: L’ Europe Réélle (Bélgica), The Barnes Review (EE.UU.), Identità (Italia), CODE (Alemania), Más allá (Madrid), El Martillo (Barcelona), Juan Pérez (Barcelona), Escritos Políticos (Barcelona), Revista Cedade (Barcelona), etc.

Y ha traducido al castellano y catalán 35 títulos muy diversos, como Nobilitas del Dr. Alexander Jacob; Ideales Políticos de Houston Stewart Chamberlain; Ensayos Políticos de Alfred Rosenberg; El partido verde de Hitler de Anna Bramwell; Supremacismo judío de David Duke; Poemas de Fresnes de Robert Brasillach; Imperium (1976) de Francis Parker Yockey; Hitler contra Judá de Saint Loup; Aquí la voz de Europa (1983) de Ezra Pound; El camino hacia 1984 (1984) de Peter Lewis; La voz humana y La gran separación (1986) de Jean Cocteau; Mis reverendos padres de Jean Kerkoerle; Agua viviente de Olaf Alexanderson; La internacional dorada de Hans Buchner; Los peces de colores de Jean Anouilh; La conexión Pizza de Shana Alexander; La internada de Anne Riviére; Decadencia y caída del imperio freudiano de H. J. Eysenck; Los judíos en juicio de Bill Grimstad; El conflicto del Cristianismo primitivo con la religión antigua de Louis Rougier; Arthur Schopenhauer (1988) de William Wallace; La Raza de Walter Darré; Diez años que trastornaron a Oriente Medio (1997) de Nadine Picaudou; La orden SS de Edwige Thibaud; La alondra de Jean Anouilh; De los Bohemios y su música en Hungría de Franz Liszt; La resistencia palestina de Gerard Chaliand, Los conquistadores del mundo de Louis Marchalsko; Los diarios de guerra de Charles Lindbergh; El caballero, la muerte y el diablo (1986) de Jean Cau; El conocimiento inútil (1989) de Jean-François Revel; Correspondencia entre dos guerras (1985) de Hermann Hesse, Romaind Rolland y Rabindranaht Tagore; Meditaciones de las cumbres (1978) de Julius Evola, Extraños en la plaza (1988) de Arthur Koestler, Las realidades de la China de Mao de Yuan-mao-ju, etc.

Bochaca ha escrito 227 artículos sobre los más diversos temas y es autor de más de una veintena de libros, muchos de los cuales reeditados numerosas veces, entre los que cabría destacar: EL DESCRÉDITO DE LA REALIDAD (2004), LA MANIPULACIÓN DE LA MENTE (2006), DICCIONARIO DE LOS MALDITOS (2007), EL MUNDO DE LAS SOMBRAS (2007), OCCIDENTE Y LA CRISTIANDAD (2007), RACISMO Y REALIDAD (2007), EL ENIGMA CAPITALISTA (2007), LA FINANZA Y EL PODER (1979), LA ISLA DE LA ESPERANZA (2007), LA VIVISECCIÓN CRIMEN INUTIL (2007), EL MITO DEL JUDAISMO DE CRISTO (2007), LA HISTORIA DE LOS VENCIDOS (El suicidio de Occidente) (1978), EL MITO DE LOS SEIS MILLONES (1979), LOS CRÍMENES DE LOS “BUENOS”, EL ROBO DE LOS SIGLOS Y EL SIGLO DE LOS ROBOS, DEMOCRACIA SHOW, El GRAN MUFTI DE JERUSALEN AMIN-AL-HUSSEINI, EL PROBLEMA JUDÍO (1980), LA CRISIS, ¿QUIÉN LA PROVOCA Y A QUIEN BENEFICIA? (1980), LA CULTURA DE LA OTRA EUROPA, HITLER Y SUS FILOSOFOS, ESTÁ USTED A LA IZQUIERDA O A LA DERECHA, LOS PROTOCOLOS DE SION COMENTADOS (ATRIBUÍDOS) (Bogotá, 1991), RAIMON CASELLAS (1981), BIOGRAFIES CATALANES, CATALUNYA, ESPANYA I EUROPA (1979), LOS GÉNEROS LITERARIOS MALDITOS, SINOPSIS DEL FUTBOL CLUB BARCELONA (1999),

J. Bochaca ha tomado parte en debates radiofónicos e impartido igualmente cientos de conferencias y cursillos sobre los temas más diversos.