Ensayos económicos
El liberalismo y el socialismo, y otros ensayos
Julio Irazusta
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172 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 540 pesos
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Los diversos trabajos de Julio Irazusta aquí reproducidos constituyen la reunión de sus escritos sobre temas económicos que nos permite conocer cuál fue el pensamiento de “actualidad” de uno de los escritores que más ha gravitado en la cultura nacionalista argentina.
Aunque Julio Irazusta está indiscutiblemente asociado a los estudios históricos que han ganado la batalla contra la falsificación sistemática de nuestro pasado, los temas que aquí se ofrecen son de otro carácter, más bien político y económico, enriqueciendo en consecuencia los horizontes de su pensamiento, pero sin dejar de servir para los lectores como testimonio histórico de acontecimientos de gran significación política, económica y social. Sólo percibiéndose las estrechas relaciones existentes entre la historia y la política, puede comprenderse cómo un historiador puede cultivar otros géneros con singular acierto. Y la certeza en los diagnósticos de Irazusta como el acierto en muchos pronósticos no es sino el resultado de una posición política a partir de la cual la perspectiva de las cosas empieza a tener rumbo.
De hecho, si un historiador como Irazusta ha podido analizar con tanta justeza hechos económicos es porque para él la política es el eje del criterio interpretativo”
Quienquiera desee comprender el porqué de la rigurosa continuidad de fondo de la política argentina desde hace más de ciento cincuenta años, no puede menos que recurrir a la historia para encontrar allí los fundamentos de una persistencia práctica indefendible. Y quienquiera se interese por explicar las razones de una desintegración nacional siempre amenazante, no puede menos que interpretar el espíritu de la oligarquía argentina, pues las reglas de juego establecidas por Rivadavia y Alberdi, definen el rumbo invariable de la claudicación económica y diplomática y, a partir de ambas, la suerte de todo el consorcio político. Por fin, quienquiera enterarse porqué la política, las instituciones, la economía, la cultura, los supremos intereses del pueblo argentino no existen sino en un marco de conflicto permanente, no encontrará respuesta si no penetra libre de prejuicios en los bastardos intereses que defendió el unitarismo y que, salvo el interregno rosista, terminan legalizados por todos los gobiernos, incluyendo a los que acceden al poder repudiando explícitamente el estatuto colonial.
Algunas interpretaciones y pronósticos formulados por Irazusta con años de anticipación, nos permiten no sólo confirmar su solvencia intelectual, sino también el acierto de su posición política, pues sin ésta, a manera de eje para ajustar la interpretación de los hechos sin falsearlos, las opiniones serían inconciliables con la realidad.
Es muy de destacar también la enorme capacidad de Irazusta para poder ver los resultados prácticos de la política sin caer en la reducción del análisis de la vida política a sistemas rigurosamente preconcebidos. Es con esta ausencia de sectarismo que combate al liberalismo y al socialismo animado más por resultados prácticos desalentadores, antes que por prejuicios puramente ideológicos. Y lo demuestra en ensayos políticos de envergadura donde el autor explica que no son las formas puras de gobierno por sí mismas las que aseguran el acierto político, sino más bien una amalgama de fenómenos que pueden concertarse armónicamente tanto en la monarquía como en la república. Así como la Constitución de la República Romana fue un resultado de la experiencia, no “concebida de antemano, sino deducida de los hechos”.
Por ello pudo siempre destacar su permanente denuncia de las prerrogativas de la oligarquía argentina y el patriciado ligado a los espúreos intereses que durante ciento cincuenta años han explotado al pueblo argentino. Esta lucha no es sino la afirmación del desafío intelectual de Irazusta contra el régimen de privilegios vigente, y como protesta política constituye una sólida confirmación de vocación revolucionaria, de perfiles mucho más ambiciosos que aquélla que derrama perfectos esquemas teóricos, entraña pocos compromisos y a menudo no tiene vinculación alguna con nuestra particular realidad.
Con esta claridad es que nuestro autor formula una serie de recomendaciones que, si nos atenemos al estado de la ciencia económica de entonces, aquí y en ultramar, son verdaderamente revolucionarias en su concepción intelectual, como que en teoría son contemporáneas o se adelantan a las sugeridas por los mejores economistas del mundo. Con el agregado de que su penetración en la historia lo habilita para contemplar fenómenos económicos y financieros que sólo son advertibles y explicable dentro del marco totalizador de sus investigaciones. |
ÍNDICE
Estudio preliminar7
Introducción35
El Liberalismo y el Socialismo.43
Dos efecto de la misma causa; dos causas del mismo efecto 43
La crisis económico-financiera de 1932. Las dos políticas financieras 55
I. Defensa de la moneda55
II. Defensa de la producción60
III. Conclusión66
¿Abstención o Intervención del Estado en la Economía?72
La educación económica del argentino76
Vanidad de las discusiones sobre economía y política81
La corporación y los colectivos85
Palabras iniciales 92
La socialización universal, itinerario de ida y vuelta95
La moneda98
I. Valor interno98
II. Aumento y disminución del dinero105
III. Inflación y deflación111
IV. Efectos de la inflación115
V. Deflación e inflación en el pais119
VI. Valor externo del dinero125
VII. Papel oro. Papel moneda129
VIII. Teoría del balance de pagos138
Reseña biográfica145
Obras originales publicadas161
Obras en colaboración168
Traducciones168
Prólogos a libros de terceros169
Participaciones en revistas169
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Estudio preliminar
I
Los diversos trabajos de Julio Irazusta aquí reproducidos, constituyen un singular acierto editorial. Por una parte, la reunión de los temas escogidos favorece la divulgación de escritos elaborados durante los últimos cuarenta años, permitiendo conocer cuál fue el pensamiento de “actualidad” de uno de los escritores que más ha gravitado en la cultura argentina contemporánea. Por la otra, la lectura de ensayos breves y de circunstancia, permite familiarizar al lector con temas de resonancia nacional e internacional, que siempre contaron con la presencia del autor, exhibiendo una línea de opiniones que guarda armonía con un estilo de pensamiento que ha conquistado definitivamente la conciencia nacional.
Aunque Julio Irazusta está indiscutiblemente asociado a los estudios históricos que han ganado la batalla contra la falsificación sistemática de nuestro pasado, los temas que aquí se ofrecen son de otro carácter, más bien político y económico, enriqueciendo en consecuencia los horizontes de su pensamiento, pero sin dejar de servir para los lectores como testimonio histórico de acontecimientos de gran significación política, económica y social. Sólo percibiéndose las estrechas relaciones existentes entre la historia y la política, puede comprenderse cómo un historiador puede cultivar otros géneros con singular acierto. Y la certeza en los diagnósticos de Irazusta como el acierto en muchos pronósticos no es sino el resultado de una posición política a partir de la cual la perspectiva de las cosas empieza a tener rumbo.
Los fundamentos críticos contra la política económica del Dr. Hueyo en plena crisis mundial, y las soluciones políticas propiciadas que constituyen un antecedente inmediato de la revolución económica que inspira aquella catástrofe, no se explican sino es recordando palabras del autor, expresadas en 1935: “La historia propiamente dicha —dice— no se concibe sin un criterio político, y la buena política no se concibe sin el conocimiento de la historia. Para el político, la historia es el sucedáneo de la experiencia imposible; para el historiador, la política es el eje del criterio interpretativo”. Los desatinos que resultan de la experiencia política argentina no se explican, entonces, sino es por la incultura histórica o la falta de criterio político en unos, o por interpretaciones deliberadamente equívocas de otros. “Quien no se ha formado un criterio definido sobre la política de un país, —remata Irazusta— difícilmente podrá comprender los fenómenos históricos del mismo”.
Quienquiera desee comprender el porqué de la rigurosa continuidad de fondo de la política argentina desde hace más de ciento cincuenta años, no puede menos que recurrir a la historia para encontrar allí los fundamentos de una persistencia práctica indefendible. Y quienquiera se interese por explicar las razones de una desintegración nacional siempre amenazante, no puede menos que interpretar el espíritu de la oligarquía argentina, pues las reglas de juego establecidas por Rivadavia y Alberdi, definen el rumbo invariable de la claudicación económica y diplomática y, a partir de ambas, la suerte de todo el consorcio político. Por fin, quienquiera enterarse porqué la política, las instituciones, la economía, la cultura, los supremos intereses del pueblo argentino no existen sino en un marco de conflicto permanente, no encontrará respuesta si no penetra libre de prejuicios en los bastardos intereses que defendió el unitarismo y que, salvo el interregno, rosista, terminan legalizados por todos los gobiernos, influyendo a los que acceden al poder repudiando explícitamente el estatuto colonial.
Algunas interpretaciones y pronósticos formulados por Irazusta con años de anticipación, nos permiten no sólo confirmar su solvencia intelectual, sino también el acierto de su posición política, pues sin ésta, a manera de eje para ajustar la interpretación de los hechos sin falsearlos, las opiniones serían inconciliables con la realidad. Una correcta interpretación del pasado favorece la comprensión del presente y habilita al político para pergeñar con más posibilidades de acierto su gestión para el porvenir. Aunque para el Senador José Antonio Allende “aquél que se afana por lo que aconteció, siempre tiene una tremenda incapacidad para servir debidamente a lo que tiene que acontecer”, el ejemplo de nuestro autor desmiente categóricamente tan temeraria afirmación, confirmando además que la alianza entre la afición a la historia y la praxis política a menudo se confunden en una simbiosis innegable, aunque existan testimonios del abandono de la primera en obsequio de una práctica política que culmina con su negación al transformarse en una gestión con obstinados caracteres de vacancia gubernamental.
Cicerón y César en la antigüedad romana; Burke y Churchill en la experiencia británica desde la fundación del imperio hasta nuestros días; y Mitre, Saldías, Vicente Fidel López, Ravignani y tantos otros no son sino exponentes calificados de aquella alianza desafortunadamente inadvertida para hombres públicos argentinos, cuyo silencio a veces constituye una necesidad aséptica, por la repercusión que acompaña a sus expresiones y por el atractivo que éstas pueden ejercer en espíritus poco reflexivos y propensos a la repetición. Solamente la armonía entre una sólida formación política y un riguroso criterio histórico, acompañados de una incondicional vocación por la verdad y por una inveterada militancia política, explican el acierto y en alguna medida el triunfo de las ideas con que Julio Irazusta y otros desafiaron la telaraña cultural y económica que describe la existencia del régimen.
El realismo político, esto es la aptitud para no incurrir en la propensión a afiliarse a ataduras dogmáticas irreconciliables con el carácter contingente del quehacer político, también se advierte a través de los ensayos, pero particularmente en aquéllos dirigidos a examinar el liberalismo y el socialismo, de donde se deduce claramente la obstinación del autor contra la validez de todo cuerpo de ideas que pretenda ofrecer soluciones virtualmente definitivas como las que tienden a propiciar el liberalismo y el socialismo. De la experiencia histórica —dice— se deduce que la humanidad tiene especial afición a saltar desde el abuso de la propiedad privada hasta su negación, dejando entre las experiencias extremas un sin fin de posibilidades aceptables. Para Irazusta, si bien los sistemas políticos rígidos son un contrasentido frente a las mutaciones que experimenta la vida social, ello no implica, sin embargo, que muchas expresiones propias del liberalismo y del socialismo no puedan constituir expedientes útiles para forjar lo que en definitiva es el fin de la política: el bien común. Este no se concreta con un derecho de propiedad incondicional, como han reconocido las más recientes encíclicas, pero tampoco con un autoritarismo que violenta la libertad natural del hombre, seguramente en provecho de oligarquías o de burocracias que siempre terminan incurriendo en una u otra suerte de perversión. A partir de aquí, cierta propiedad, reglada en función de los intereses generales del consorcio político, puede ser perfectamente compatible con grados de contralor estatal también dirigidos a preservar el difícil equilibrio en la sociedad. La ruptura de éste es la antesala de conflictos internamente desgastadores y de amenazas externas que, en el mejor de los casos, siempre sacan provecho de las desinteligencias, sobre todo de las ideológicas, que suelen ser las que más estimulan y agudizan los enconos entre los hombres y las rivalidades entre los grupos.
II
Sería redundante anticipar y aun comentar, según su orden, cada uno de los ensayos que reúne esta colección, aunque puede resultar de interés formular algunas consideraciones previas, en particular cuando la naturaleza del tema aconseje su inserción en el pensamiento del autor, o inclusive, dentro del marco ulterior que ha caracterizado a la política, la economía, en fin, a la cultura argentina. Por lo demás, también se imponen otras reflexiones con el objeto de destacar el acierto de muchos juicios con respecto a la gestión económica y financiera, como también la concreción de resultados anunciados tempranamente, aunque sin respuesta como era de esperar en un país sin voluntad propia, según la ajustada definición del autor y seguramente su punto de partida para la certeza de muchos de sus pronósticos.
Los trabajos donde Irazusta desarrolla sus ideas sobre el liberalismo y el socialismo, no pueden entenderse plenamente si las cuestiones tratadas no se independizan del natural cargamento ideológico que conllevan, y que permanentemente hacen peligrar la inteligencia de las expresiones, como si éstas no pudieran existir fuera de una rígida estructura ideológica, y sólo en función de las circunstancias objetivas que iluminaron la filosofía política clásica. Y si la crítica contra estos dos sistemas que todavía se disputan el predominio mundial, lo mismo que la exaltación de alguna de sus virtudes, se excluye en los ensayos de un tratamiento académico puro para introducirle en el terreno de las realidades contingentes, ello no responde sino a la necesidad de tratar sistemas políticos a partir de la experiencia sensible, y no según abstracciones que pueden ser irreconciliables con los patrones de comportamiento social.
El hecho de no retacearle méritos a la demoledora crítica de Marx contra el capitalismo liberal, negándole en cambio porvenir a sus ideas sobre el destino del hombre y el futuro de la sociedad política, no se explica en Irazusta si no es por la ausencia de ese sectarismo que a falta de argumentos muchas veces recurre a adjetivos incompatibles con el quehacer intelectual. Del mismo modo, la denuncia contra la incapacidad del liberalismo para controlar la fuerza de las actividades superiores de la sociedad agudizando egoístas desigualdades, sin por ello abdicar de la necesidad de difundir las libertades fundamentales del hombre, afilia a nuestro autor en la mejor línea de la filosofía política clásica identificada con Aristóteles y Santo Tomás de Aquino como exponentes más representativos. Antes que la reducción de la vida política a sistemas rigurosamente preconcebidos, Irazusta se pronuncia por la máxima de Burke: “reformar conservando y conservar reformando”, como un excelente expediente para evitar sobresaltos a veces trágicos, cuando no inútiles, para garantizar una evolución social que no desconozca la naturaleza del hombre favoreciendo todas aquellas actividades que tiendan a su perfección espiritual y bienestar material.
Es claro que ideas sobre la sociedad que se alejan de la revuelta sistemática o de la proposición de utopías no siempre terminan convenciendo, acreditándose sus propiciadores adjetivos las más de las veces superficiales. Pero esto no acontece en el caso de Irazusta, por lo menos en cuanto a negar su militancia revolucionaria, no precisamente para restaurar o establecer una forma de gobierno conservadora según su connotación corriente entre nosotros, sino para edificar aquel país acosado y usurpado por la oligarquía argentina y el capitalismo internacional. Al sostener el autor de los ensayos que “ninguna gran revolución es posible sin un prolongado y osado desafío intelectual a la organización existente”, no define sino la necesidad del cambio transformador que el país reclama, aunque sin vestirlo con el ropaje ideológico cuya rebeldía muchas veces termina en los umbrales de las funciones más espectables y mejor rentadas.
Que el combate al liberalismo y al socialismo no está animado más que por resultados prácticos desalentadores, antes que por prejuicios puramente ideológicos, lo demuestran ensayos políticos de envergadura donde el autor explica que no son las formas puras de gobierno por sí mismas las que aseguran el acierto político, sino más bien una amalgama de fenómenos que pueden concertarse armónicamente tanto en la monarquía como en la república. Refiriéndose a la república romana lo confirma sosteniendo la eficacia de su constitución como resultado de la experiencia. No fue “concebida de antemano, sino deducida de los hechos”, y aunque las decisiones que contempla sólo queden firmes una vez sancionadas por la práctica, contrariando así la economía propia de los sistemas constitucionales teóricos, no por ello deja de resultar “admirable como experiencia histórica creadora de una constitución vivida”.
Tampoco puede asociarse a Irazusta, por ejemplo, como adversario de la socialización, por meros escrúpulos clasistas a veces identificados con su rosismo y aun con la frecuentación de cierta literatura maliciosamente relacionada con la reacción y otras especies que pocos definen con alguna exactitud. Su afiliación al principio que definió Burke: “las rebeliones y las revueltas generales de todo un pueblo no fueron fomentadas jamás... Siempre fueron provocadas” no revelan sino una sensibilidad social verdaderamente incompatible con la proposición de formas clasistas de gobierno que terminan siempre por estimular conflictos como expresión de protesta contra la administración de los privilegios. La permanente denuncia contra las prerrogativas de la oligarquía argentina y el patriciado ligado a los espúreos intereses que durante ciento cincuenta años han explotado al pueblo argentino, no son sino una afirmación del desafío intelectual de Irazusta contra el régimen de privilegios vigente, y como protesta política constituye una sólida confirmación de vocación revolucionaria, de perfiles mucho más ambiciosos que aquélla que derrama perfectos esquemas teóricos, entraña pocos compromisos y a menudo no tiene vinculación alguna con nuestra particular realidad.
El examen atento de las formaciones políticas y constitucionales romana y británica, conforma la mejor exposición de una postura política dirigida a reconocer el poder a aquellas cabezas mejor dispuestas, cualesquiera fuera su origen social, para servir al pueblo como expresión general de la sociedad organizada. El mérito de la experiencia romana de haber abierto sus cuadros directivos para favorecer una renovación constante sin otra exigencia que la idoneidad, lo mismo que la británica que hasta hoy sólo recluta valores en función del mérito de los candidatos, es perfectamente compatible con el realismo político de nuestro autor, heredado seguramente de la formación clásica señalada. Por fin su definición de que “las empresas colectivas no son posibles sin la armónica concurrencia de toda una comunidad” constituye también una expresión que desmiente categóricamente cualquier tentativa de afiliar al autor con programas políticos reaccionarios, o de explicar su resistencia al socialismo o al liberalismo por razones de conveniencia ideológica o de ventajas personales.
Una tendencia al estatismo muy próxima a formas de socialización larvadas y bastante generalizadas, sin que en nuestro medio haya siquiera irritado a los intereses de la oligarquía que sirve las peores causas, evidentemente jerarquizan el pensamiento de Julio Irazusta y hasta explican su posición irreconciliable con esta doctrina, demostrando también que son razones prácticas las que fundamentan su disidencia. Desde hace unos cuarenta años se experimenta entre nosotros un indiscutible avance en las actividades del estado que tradicionalmente han desempeñado los particulares. Sin embargo este fenómeno —no impugnable por sí mismo— no ha variado los mecanismos de expoliación del país. Antes bien, los ha ido reforzando con la presencia de la fuerza que supone su asunción por parte del gobierno. Vale decir que, en esencia, la sustitución de los particulares por el Estado en actividades claves para evitar la explotación del país terminó siendo inoperante, pues nada ha variado en nuestro provecho con la excepción de algún membrete y la creación de nuevas partidas presupuestarias.
Y esto no se explica y menos se aclara si no se retorna a las ideas del autor con respecto a las formas espontáneas de organización política. No son los esquemas teóricos en cuanto tales los que garantizan el desarrollo armónico de las sociedades políticas y los que perfeccionan el bien común. En nuestro medio los intereses frigoríficos resultaron sobreprotegidos y cumplieron su función de liquidar la ganadería argentina aún cuando la actividad estaba reglada por una organización oficial, evadiendo también impuestos y divisas, aunque desde los años treinta existen organismos especializados para bloquear tales prácticas. Estos y otros innumerables ejemplos partiendo desde la intervención del estado hasta llegar a la gestión comercial e industrial directa, demuestran que ni el estatismo ni el socialismo por sí mismos reivindican los derechos lesionados de un pueblo. Si el estado no define una posición revolucionaria y como consecuencia sigue afiliado a los mismos intereses que afligen la situación de un pueblo, las mutaciones no son sino cambios formales que a lo sumo pueden disimular la explotación, con el agravante de que las exacciones de ahí en más están respaldadas por todo el peso del poder público como garantía de su continuidad, y como elemento de presión para aplastar cualquier intento de reclamación.
La extranjerización creciente que ha experimentado la economía argentina hasta llegar a tener un parque industrial fundamentalmente extranjero, aún cuando por lo menos teóricamente toda la actividad económica está controlada por la multiplicación de organismos oficiales, desmiente inclusive que el intervencionismo y aun el sindicalismo sirvan por sí mismos como amortiguadores para evitar semejante proceso. Sólo un radical cambio en la posición política y una clara definición acerca de lo que el interés público significa, pueden reconquistar los derechos materiales perdidos y restablecer los valores culturales y espirituales abandonados en obsequio de la consolidación de la colonia. A partir de estos presupuestos reales no cabe duda que cualquier expediente político, por empírico que parezca, será más provechoso que la más sofisticada formulación teórica cuando olvida contemplar la realidad que representa el régimen, como superestructura que se ha instalado por encima del liberalismo, del intervencionismo y del socialismo, abusando siempre de todas las expresiones políticas formales en desmedro del pueblo argentino.
III
Los trabajos publicados en “La Nación” entre el 29 y el 31 de diciembre de 1932 tienen fundamental importancia, no sólo para conocer la opinión del autor y sus deducciones sobre la crisis, sino también porque a continuación de la crítica contra la política llevada a cabo por el doctor Hueyo, nuestro autor formula una serie de recomendaciones que, si nos atenemos al estado de la ciencia económica de entonces, aquí y en ultramar, son verdaderamente revolucionarias en su concepción intelectual, como que en teoría son contemporáneas o se adelantan a las sugeridas por los mejores economistas del mundo, por lo menos contemplando en la afirmación a todos aquellos cuyo pensamiento siempre se divulgó con prontitud y sin retáceos.
Irazusta plantea entonces una política que hoy se llamaría de “cebado de la bomba”, dirigida a paliar los efectos internos de la depresión mundial y la vertical caída de la producción nacional y del nivel de empleo. Frente a la política inspirada por Hueyo que hoy designaríamos antiinflacionaria, asociándola con el Fondo Monetario Internacional, nuestro autor se pronuncia en contra de toda tentativa de proteger el valor de la moneda a expensas de la economía. Para sostener esta posición no recurre a fundamentos meramente económicos, en particular sobre los efectos de la deflación comparándolos con los de la inflación, sino que inteligentemente penetra en los aspectos más íntimos de la estructura productiva, en la situación del mercado de trabajo y en las condiciones en que se encontraba una burguesía nacional bastante inconsciente. Los mecanismos de reactivación no habrían de ser la combinación armónica de las políticas fiscales, monetarias, crediticias y cambiarías, según su concepción actual, sino los resortes menos ambiciosos como el crédito, a la sazón resueltamente comprimido, en apoyo de una actividad productiva en paulatino descenso y que arrastraba consigo desocupación, contracción en las recaudaciones, el deterioro del tipo de cambio y la transferencia de la propiedad fundiaria e industrial a los acreedores, sin contar la multiplicación de las quiebras. Es claro que plantear una política de reactivación económica en términos parecidos hoy no tiene ningún mérito. Pero en 1932 constituía un desafío intelectual cuyos alcances no pueden medirse sino se evocan brevemente la teoría y la práctica económica vigentes en esos momentos en el mundo. Como principio general puede afirmarse que el Estado a la sazón no tenía ningún rol activo, y que de las dos políticas clásicas a su disposición, la monetaria y la presupuestaria, la primera gozaba de gran linaje y era considerada, en función de la caída de las tasas de interés, el mecanismo que reactivaría espontáneamente el sistema económico a través de la inversión. Una obsesión equilibradora en el presupuesto, en alguna medida herencia cultural del antimercantilismo de los fundadores de la ciencia económica, agudizaba la depresión, pues la reducción de la actividad económica y de las recaudaciones se acompañaba con ajustes impositivos hasta cubrir genuinamente los gastos públicos cuyo nivel no siempre resistía la tijera oficial. Mayores impuestos y menores gastos públicos en organizaciones económicas avanzadas y en caótica depresión, empezaban ya a reclamar otra terapéutica, desde que la situación tocaba fondo sin esperanza alguna de que la prometida inversión automática de la tendencia llegara a manifestarse. A partir de aquí adquiere importancia la política fiscal en todo el hemisferio norte, y ello se explica porque el estado deliberadamente decide compensar con el presupuesto de gastos públicos la insuficiencia de la demanda privada con su secuela de desempleo de hombres y de equipo productivo. La política monetaria había fracasado como probable agente dinámico de la expansión, pero sin embargo era una variable no desdeñable. La magnitud de los medios de pago y la disponibilidad de crédito quedaban siempre a la espera de los efectos de los primeros estímulos inducidos por el gasto público para movilizarse en una acción combinada.
Irazusta plantea la reactivación económica con la misma claridad que muchos autores consagrados después, aunque a partir de una política monetaria y crediticia más flexible entre nosotros, pronunciándose en contra de la tentación de seguir incrementando los impuestos para atender las exigencias de un presupuesto con pocas virtudes dinámicas, porque el gasto oficial no se traducía en inversiones reproductivas, y sí en tremendos servicios de la deuda externa que vaciaban nuestras reservas internacionales, deterioraban el tipo de cambio y reducían el crédito y la circulación monetaria, extenuando la producción, el ingreso nacional y la misma capacidad contributiva de la sociedad. El reconocimiento que formula Irazusta en cuanto que el estado había contribuido al crecimiento de la economía, lo exime de quedar afiliado a las ideas que sostenían que con el equilibrio del presupuesto se sanearía la crisis. Su oposición a la política presupuestaria en vigor encontraba su razón de ser en los despropósitos de su contenido local y no en ortodoxias de tipo ideológico.
En efecto, mientras él sostenía la reactivación a toda costa a través del crédito, por razones que ya veremos, en el mundo aquélla se empieza a confiar en el gasto público financiado con cargo de déficit. La diferencia para conseguir idéntico propósito no descansa sino en las condiciones propias de las economías y en el juego de la política local. Y aquí la originalidad del historiador. A diferencia que en el mundo desarrollado, entre nosotros el crédito flaqueaba. Proponer acentuar el déficit como después se plantea en EE. UU. (New Deal —1933—) y en Europa para favorecer la reactivación, aquí no tenía sentido, pero no por consideraciones teóricas puras, sino porque al mismo tiempo que en la Argentina se restringía el crédito y se incrementaban los impuestos, se terminaba golpeando duramente a los productores, y esto es lo que diferencia nuestra experiencia de las restantes, sin que los déficits de 1931 y 1932 (13 a 4%) lo desmienta, porque éstos no fueron incluidos por gastos internos multiplicadores como sugiriera Keynes en diciembre de 1933 en carta a Roosevelt, y en 1936 en la Teoría General, sino porque respondieron a erogaciones con un significativo efecto depresivo, el pago de la deuda pública externa, que no sólo comprime la base monetaria y contrae las reservas en oro y divisas, sino que para peor tampoco se traduce en una transferencia de poder adquisitivo entre los nacionales, engrosando ese equivalente de fondos los ingresos de los acreedores del exterior, favoreciendo su desenvolvimiento futuro.
Vale decir que el hecho de proponer en 1932 la reactivación económica sin confiar en el automatismo clásico, constituye un mérito de Irazusta que lo ubica sin ser economista entre los precursores del cambio que en la misma década se opera en la teoría económica. Si se recuerda que en los EE. UU. el Comité May todavía en 1930 propone concretamente vencer la crisis equilibrando el presupuesto, que entonces significaba abstinencia total del Estado, la afirmación no parece exagerada. La desconfianza de Irazusta en la política fiscal, que a partir de esta década cobra bríos en los círculos académicos internacionales, no se explica sino en función de la propia coyuntura argentina. Detraer más impuestos en momentos en que se ofrece menos crédito y el gasto público no se traduce en desembolsos internos, evidentemente sugería otras proposiciones. La expansión crediticia pasa a ser el instrumento. Un lector prevenido dirá ahora que esto no había tenido éxito en las naciones industriales, restándole valor a la proposición. Sin embargo, aquí la expansión monetaria, en sentido amplio, era una necesidad más justificada de lo que sugiere la cosa examinada en el terreno de los manuales extranjeros, donde los fenómenos que se describen suelen ser totalmente diferentes.
En primer lugar, porque el circulante, por ejemplo, de los 1.400 millones en que se sitúa en 1928 —año normal—, desciende en 1.338 y 1.213 millones respectivamente en 1932 y 1933, bloqueando posibilidades a la producción que se mueve más fluidamente sin restricciones insensatas como las que padece la economía argentina desde el Banco de Descuentos (1822). En segundo lugar, porque la colocación de títulos públicos entre los particulares por poco menos de 400 millones en 1932, sin que todos los recursos se gasten internamente, refuerza la contracción del crédito dificultando también todo intento de recuperación. Por fin, invocando razones siempre inspiradas en nuestra particular realidad, el énfasis se justifica porque entonces, como consecuencia de la asfixia crediticia, muchos productores rurales e industriales estaban irremediablemente expuestos a quedar prisioneros de los usureros que siempre encuentran campo fértil al compás de nuestros desatinos monetarios. Como estos fenómenos no existían en las economías modelo, porque el crédito disponible no lo recogía nadie, aunque existiese en condiciones atractivas, y asimismo porque la estructura deudora de la sociedad era diferente, la recomendación de Irazusta tenía significado, sobre todo pensando en que el impacto de la crisis no era igual en un país agrícola y en una nación industrial. Según el autor de los artículos, favorecer la expansión del crédito y el pago de las deudas de los productores podía estimular toda la economía. Sobretodo el proceso de industrialización, que a diferencia de las naciones centro no era todavía un hecho consumado, permitiendo entonces que el dinero se transformara entre nosotros en bienes de capital hasta ese momento inexistentes, experiencia que no podía concretarse en Europa y en los EE. UU. porque esta etapa capitalista ya estaba concluida.
Con la misma claridad con que Irazusta confía en que la política monetaria podía favorecer el desenvolvimiento económico de la sociedad, pensando, repetimos, en nuestra propia experiencia coyuntural, anuncia también en el último artículo de la serie que nos ocupa, que la respuesta a largo plazo de la política deflacionista de Hueyo no puede sino anticipar una inflación que desafortunadamente empieza a insinuarse en 1935. Con este remate el autor no sólo demuestra para que sirve la cultura y la historia que algunos hombres públicos parecen desdeñar, sino que demuestra también su sinceridad frente a la verdad, pues creyendo todavía en el capital extranjero como él mismo lo reconoce explícitamente, estaba contemporáneamente empezando a desenredar un ovillo cuyo contenido culminaría explicado en la obra que escribiera con su hermano Rodolfo al año subsiguiente, y que constituye el punto de partida para afrontar la revisión económica y financiera e interpretar cabalmente la realidad argentina.
IV
En los artículos escritos durante la segunda guerra mundial, nuestro autor consagra su atención sobre algunos problemas, llamémosles metaeconómicos, pues están allí las consideraciones políticas y económicas muy ligadas, y por vía de consecuencia, tornándose bastante inseparables. No se trata de discurrir sobre la subalternación de la economía a la política, lo cual es falso según lo demostró Meinvelle hace años, sino de destacar la primacía de lo político y como consecuencia de servirse de la economía con arreglo a las circunstancias, y no según definiciones dogmáticas donde se corre el riesgo de que la sociedad termine subordinada a la economía y no ésta al servicio del cuerpo social.
En el artículo, Abstención o Intervención del Estado en la Economía?, opinando sobre economía, Irazusta confirma su categórica oposición a todo dogmatismo y se pronuncia sosteniendo: “En términos generales no estamos teóricamente ni en favor ni en contra de la intervención del Estado en la economía”. Siempre leal a un realismo político que es incompatible con las discusiones abstractas y menos cuando se trata de economía, el autor no formula tal juicio sino después de haber penetrado en lo profundo de las relaciones de propiedad, producción y poder económico. Descubriendo la realidad del capital extranjero y denunciando el confinamiento del nativo a desempeñarse en actividades subalternas, cuando no que la estatización también sirve de pretexto para consolidar intereses privilegiados, Julio Irazusta no puede menos que emitir sus juicios a partir de esta peculiar realidad nuestra, que no tiene nada que ver con otras realidades de ultramar.
Tomando como punto de partida el comportamiento del capital extranjero y la necesidad de contrarrestar interferencias ligadas al mismo que impiden definir nuestra propia personalidad política como nación independiente, nuestro comentado afirma categóricamente que en ciertos casos la ventaja de la administración estatal es evidente para impedir o contrarrestar el drenaje de las energías nacionales al exterior, que constituye al fin de cuentas un medio de vasallaje económico mucho más oneroso que la burocratización de algunas actividades. Por cierto, como el estatismo aquí también sirve a los intereses del régimen, según una experiencia que lleva más de cuarenta años, va implícito en el pensamiento de Irazusta que la condición básica y previa para confiar en cualquier participación estatal con propósitos de bien común es la nacionalización del Estado, es decir, propiciando un cambio que lo transforme en la expresión política y jurídica de los intereses del pueblo argentino.
Esta clara definición de realismo y de desconfianza en el capital extranjero fundada en la propia experiencia, cualquier lector prevenido contra los argumentos invocados puede comprenderla mejor si se remite al artículo denominado La Corporación y los Colectivos aparecido en “La Voz del Plata” en setiembre de 1942. Allí constatará la actualidad del estatuto del coloniaje, el porqué de la Argentina económica y cultural contemporánea, y sobretodo la gravitación de los intereses predominantes afiliados a aquél mecanismo siniestro, que hasta que pudo ha ocultado sistemáticamente la obra de todos los intelectuales sinceros y de envergadura que lo han desafiado con algún rigor y con amenazas de triunfo para las ideas nacionales. El hecho de que Julio y Rodolfo Irazusta, Ramón Doll, Ernesto Palacio, Raúl Scalabrini Ortiz no hayan variado la interpretación de la historia, de la economía ni de la política desde la Universidad, porque ésta ha estado al servicio de la otra cultura, es un testimonio incontrovertible del poder y la perseverancia de los gestores de la colonia próspera en la nación que pareció negarse a protagonizar la otra historia.
Para todos aquellos que siempre están dispuestos a convalidar los abusos del capitalismo internacional y a proferir denuestos contra la burocracia y las empresas fiscales mal administradas, muchas veces a designio para favorecer su transferencia, el artículo referido constituye una síntesis magistral, confirmada periódicamente, de cómo todas las reglas de eficiencia, rentabilidad y administración que se suponen vigentes en las empresas extranjeras y se reclaman insistentemente para los organismos públicos, pasan a ser una categoría exótica cuando se trata de preservar las conveniencias de corporaciones internacionales que no han resistido, por ejemplo, la competencia de pequeños artesanos y capitalistas criollos cuya imaginación, originalidad y osadía evoca a aquel empresario que Schumpeter inmortalizó al situarlo en el centro del desenvolvimiento económico capitalista. Con ese espíritu la Coordinación de los Transportes se caracterizó por estar en favor de los intereses británicos a expensas de los usuarios, en contra de la innovación argentina que fue el colectivo y en abierta oposición a una mejor asignación de los recursos económicos nacionales, desvirtuando toda noción de eficiencia técnica y financiera, como por lo demás, lo demuestra el hecho de sabotearse entonces legalmente el transporte automotor en obsequio del parque tranviario con un costo veinte veces mayor, sin computar en la afirmación los efectos fiscales del abultamiento deliberado de los capitales británicos, del disimulo consiguiente de los beneficios reales de explotación y de las transferencias de dividendos al exterior que siempre limitan nuestra capacidad de decisión y expansión económica, reforzando una sistemática escasez de divisas que tiene importantes connotaciones políticas.
Para que tales despropósitos se repitan sin levantar un solo estallido de indignación, lo mismo que para explicar un ablandamiento del pueblo argentino que lo ha llevado virtualmente a darle las espaldas a sus propios intereses, es indispensable introducirse en un tema —la Educación Económica del Argentino—, que Julio Irazusta trató el diciembre de 1940 y cuya actualidad es desafortunadamente rigurosa treinta y tantos años después, aunque sin desconocer bienvenidos progresos en la opinión pública. La tesis central del artículo sostiene la existencia de una fomentada y difundida incapacidad congénita de nuestros compatriotas para acometer empresas económicas de envergadura. A partir de este principio se deduce entonces que un pueblo menor debe reclamar tutores que lo administren y regenteen. Luego, erigido el sofisma en “supremo principio de la sociología nacional”, todas las claudicaciones encuentran justificación, como lo testimonia un rápido rastreo de los acontecimientos económicos y financieros relatados por la historia oficial, con las ilustres disidencias ya referidas en otras páginas.
Para comprender esa especial formación económica argentina de la cual, según Irazusta, están exentos los pequeños capitalistas que no la han padecido en los institutos oficiales de enseñanza, habría que remontarse a la conformación mental y moral de la oligarquía fundada por los unitarios y a la consagración legal de muchos de esos principios en las instituciones inspiradas por Alberdi y sus epígonos. Los negocios de Rivadavia ligados invariablemente a intereses imperialistas de ultramar, no se podían concretar si paralelamente no se fomentaba la incapacidad de la región y de sus habitantes para acometerlos, aunque la experiencia emancipadora de España, sin otro auxilio que el propio esfuerzo, había demostrado tempranamente que el país aceptaba y superaba los más difíciles desafíos. Luego, la pertinaz actitud contra el federalismo que constituía la otra expresión política; el advenimiento del rosismo más favorecido por la torpeza unitaria que por los designios del Restaurador; y más tarde desde la emigración, el refuerzo de antiguos vínculos con Europa con la incorporación de sangre nueva de singular valor literario y refinada inescrupulosidad, culminaría preparando el clima intelectual conque los cómplices en la conjura contra el país, y so pretexto de las persecuciones de la dictadura, debían justificar su alianza con el extranjero ofreciéndole el porvenir para rescatarnos de la barbarie que inmortalizara Sarmiento
Los rivadavianos primero porque no teníamos capitales ni experiencia técnica, los emigrados después porque éramos bárbaros, aunque habíamos resistido bloqueos y conquistado triunfos diplomáticos de resonancia mundial, tenían que legalizar a la postre la servidumbre y justificarse ideológicamente. Nada mejor entonces que declamar nuestra inferioridad étnica y religiosa y abrir las fronteras para que el mundo anglosajón nos redima generosamente. La obra de Alberdi ofreció los argumentos, la Constitución Nacional les dió perfil jurídico y con semejante tinglado el régimen al servicio del capital extranjero lo favorece a expensas del productor nacional, confinándolo a éste a actividades subalternas por la congénita incapacidad que pretextaron los unitarios para justificar alianzas incalificables, no tanto por la existencia de concesiones que siempre son de rigor, sino por su contenido y las consecuencias que sólo mentes abyectas pudieron admitir y aún defender, con un desenfado que ha llegado a prostituir la política y muchas veces el espíritu público argentino, dejando huellas que sólo se explican a través de un verdadero vejamen cultural.
Las exhortaciones de Alberdi dirigidas a convencer a sus lectores de entonces de que con “tres millones de indígenas cristianos y católicos no realizarán la república... como tampoco con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla” ciertamente favorecen el clima para el advenimiento del constitucionalismo liberal. Más adelante, formulando su política demográfica frente a la necesidad de “fomentar en nuestro suelo la población anglosajona” se crean las condiciones en favor del capitalismo de ultramar y de la desigualdad de trato frente al nativo: “Se deben hacer tratados que rodeen de inmunidad todo banco, todo ferrocarril, canal, muelle, fábrica, en que flote una bandera de la nación amiga a la que pertenezca el que explote esas industrias, ejerciendo un derecho civil que ha consagrado la Constitución, y que deben garantizar los tratados en favor de capitales extranjeros”. “Cuanto más garantías déis al extranjero, mayores derecho asegurados tendréis en vuestro país”. “Rodead de inmunidad y de privilegios al tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros”. La Constitución federal argentina es la primera de Sud América que... ha consagrado principios dirigidos a proteger directamente el ingreso y establecimiento de capitales extranjeros”.
A partir de este catecismo parece lógico que un economista distinguido en el ambiente técnico pueda relacionar “la hostilidad hacia el comercio que se advierte en el gobierno y en la opinión pública” con “La visión hispano-católica de la vida, de tan honda gravitación en el espíritu nacional.” Desde otro punto de vista no étnico o religioso, también es explicable que un periodista tratando el tema de los yacimientos de Farallón Negro se pronuncie por la entrega de la explotación a una empresa extranjera contra la resistencia fundada de la Universidad de Tucumán porque “si la compañía no explota la mina nadie podrá”, añadiendo que “La posición adoptada por la Universidad de Tucumán es inexplicable a menos que ella pueda producir la inversión de capital requerida...” La incapacidad congénita aparece implícita al ventilarse los negocios sucios de las empresas que según Alberdi había que proteger y rodear de privilegios. Entonces la doctrina de la abdicación moral queda encerrada en sus propias contradicciones, y no puede menos que cuestionar valientes decisiones judiciales so pretexto de “apasionados alegatos en favor de tendencias completamente divorciadas de la objetividad con que las leyes deben ser cumplidas”, acusando a los pronunciamientos judiciales de expresiones ultra nacionalistas, como si la persecución de la delincuencia económica fuera una incongruencia o el resultado de singulares plataformas partidistas, cuando debe ser un deber moral y una exigencia jurídica compartida por todos los sectores políticos si su actividad está organizada al servicio del bien común.
V
Omitiendo en obsequio de la brevedad referencias a otros artículos contenidos en el texto, haremos hincapié en el trabajo sobre la inflación porque además de ser siempre un tema de actualidad, ofrece una magnífica oportunidad para confirmar la calificada versación del autor. Como algunos espíritus prevenidos contra la posición de Irazusta pueden pensar que éste invade todas las disciplinas sociales, podemos anticiparnos con Aristóteles afirmando que “como cada asunto especial demanda una instrucción adecuada, juzgar en conjunto sólo puede hacerlo quien posea una cultura general”.
Y como la inflación, como expresión general de desarreglos en la sociedad política, es un tema también cultural, parece válido que lo trate un historiador, aunque no haya dedicado sus estudios específicamente a la economía, pues su penetración en la historia lo habilita para contemplar fenómenos económicos v financieros que sólo son advertibles y explicable dentro del marco totalizador de sus investigaciones. No hace mucho tiempo Paul Einzig reconoció que sus hallazgos para historiar la moneda y sus avatares desde los primeros tiempos no los debe sino a los testimonios directos de escritores de la antigüedad, fundados en la descripción de las peculiares realidades que tuvieron que vivir. Aquí Irazusta formula consideraciones de singular valor doctrinario, demostrando que sin sofisticaciones se pueden divulgar los problemas que a todos nos afligen.
Tratando el tema del valor interno del dinero el autor se afilia contra aquella corriente que identifica al oro o a los metales preciosos “per se” con la riqueza, guardando coherencia con los trabajos elaborados durante la crisis mundial, en el sentido de oponerse categóricamente a todo intento de salvaguardar el valor del dinero a expensas de la economía nacional. Seguramente esta posición está influenciada por la experiencia argentina, pues como es sabido, esta suerte de monetarismo ha sido una constante entre nosotros, cuyas raíces pueden fácilmente encontrarse en la administración del Banco de Descuentos de 1822, y sucesivamente hasta la gestión del Banco Central, aunque no con los resultados esperados según lo confirman casi cuarenta años de inflación. A propósito de experiencias locales y extranjeras, Irazusta se afilia en una buena línea cuando sostiene que la sana administración es un elemento fundamental para garantizar el orden monetario, confirmándolo con sus referencias a la estabilización de Poincaré de 1926, cuya hazaña respondió también a motivos psicológicos, a veces desdeñados por los economistas, pero que fueron de tal importancia como para que el franco empezara a recuperar su valor antes de la vigencia de las medidas anunciadas por el político francés. .
En oportunidad de ocuparse de los efectos que acompañan a los movimientos en los stocks de dinero, Irazusta pone el acento en otro término de la ecuación que frecuentemente se olvida, deparando desafortunados resultados. En efecto, si le preocupan los incrementos bruscos de medios de pago por su eventual amenaza inflacionaria, no deja de reconocer que un aumento contemporáneo en la producción real de bienes aleja el peligro, reforzando inclusive la estabilidad, que, huelga decirlo, no reconoce como un fin en sí mismo. En este orden de cosas compatibiliza las necesidades de la producción con una disciplina monetaria que es más necesaria cuanto menores resulten las posibilidades de multiplicar los bienes con el caudal de recursos económicos disponibles. Esta tendencia a dotar de flexibilidad a la variable monetaria y a sostener que “cuando una economía está en ascenso el equilibrio del presupuesto es factor de importancia secundaria en el valor de la moneda”, lo sitúa a Irazusta entre los más distinguidos autores que no han hecho del dinero un fetiche inextricable, deduciendo nosotros que sus razonamientos pueden estar inspirados por la historia del capitalismo, que ha sido una armoniosa combinación de crédito bancario, déficits fiscales e incrementos de la producción y de la productividad. Su preferencia por el redescuento antes que por el “emisionismo irresponsable” parece confirmarlo, si nos atenemos que el primero, en principio, juega en función de riqueza ya creada y no de meras expectativas que no siempre se concretan y suscitan inconvenientes monetarios.
Algunas consideraciones históricas sobre la depreciación monetaria enriquecen por otra parte este libro. La evocación de la inflación española del siglo XVI que tan bien estudiara el americano Hamilton (1936) y Pierre Vilar más recientemente, lo mismo que la experiencia francesa de Law y de Los Asignados hasta llegar a las inflaciones que acompañaron a las dos guerras mundiales, sugieren un mayor interés por el tema, si se recuerda que el autor, como historiador que es, trata los fenómenos que acompañan a la moneda desde la óptica más amplia de la política, de la sociología y de la psicología. Y ello se aprecia mejor cuando más adelante explica estos acontecimientos monetarios en el país, y en oportunidad de recordar algunas experiencias estabilizadoras europeas, como la que protagonizara el alemán Schacht en 1924, restableciendo no sólo el valor del marco al poco tiempo, sino también levantando la estampa comercial germana hasta convertirla al promediar los años treinta en una de las primeras potencias del orbe. En lo concerniente al flagelo en el país, reitera su afirmación dirigida a responsabilizar a Justo y a Hueyo por sus inexplicables preferencias por defender la moneda, dejando a su suerte a la producción, verdadero motor del progreso y de la estabilidad futura.
Es necesario destacar que cuando Irazusta se pronuncia en favor de una inflación controlada para salvar la caída vertical de la producción y de los valores inmuebles, ello no debe interpretarse sino como un expediente temporal cuyo objetivo fundamental fue evitar un perjuicio peor: el despojo de las propiedades hipotecadas por los usureros, estimulando al mismo tiempo un ritmo de actividad económica sin el cual el sistema se desmoronaría. Pero debe añadirse que la proposición no fue temeraria y sí original, y en esto radica el gran mérito de la misma, pues penetrando previamente en la estructura de la economía, advirtió la ventaja de ser entonces un país productor de alimentos, este hecho suavizaría cualquier impacto inflacionista que en el viejo mundo haría estragos, habida cuenta la sobrepoblación de esos países y sus escasos recursos alimenticios disponibles. Si al lado de estas proposiciones ya planteadas al principiar los años treinta, se contempla la experiencia argentina más reciente, la calidad del trabajo sobresale sobre muchos escritos realizados por técnicos consagrados.
Cuando el autor plantea que la inflación argentina no fue siquiera aprovechada para quedarse con la inversión extranjera, sobretodo inglesa entonces, reivindica para la inteligencia nacional un rango siempre amenazado de desaparición, pues es la única voz, inclusive entre los partidarios de la inflación, que atinó a servirse del flagelo aunque sea para recuperar el patrimonio nacional en manos del capital extranjero, evocando a los Estados Unidos en cuanto al sentido de oportunidad, pues esta nación a través de los desarreglos monetarios propios y extraños no sólo se liberó de una pesada deuda externa en la primera posguerra, sino que también a los pocos años aprovechó todas las ventajas que le deparaba la situación de haber convertido al dólar en moneda clave, que como se sabe, fue insistentemente denunciada por Ruelf, aunque el sistema, como lo recuerda Paul Einzig, ya había operado a fines de siglo con parecidas reglas de juego a las del patrón de cambios oro. Que los intelectuales de la economía no tienen disculpas en cuanto a silenciar estos contrasentidos que Irazusta pone de relieve, lo demuestra el hecho de que ya Keynes en La Reforma Monetaria había anticipado problemas para sus compatriotas que resultarían de la misma imagen para nosotros, ofreciendo un marco de referencia que, con libertad de espíritu, hubiera favorecido la formulación de proposiciones internas para evitar el descalabro que luego padecieron muchos propietarios y empresarios argentinos.
Con criterio político el autor también evoca cómo todas las voces que perpetuamente se habían manifestado contra la expansión del crédito y de los medios de pago en general, aparecen resueltamente silenciadas cuando la Argentina multiplica su base monetaria para asistir comercialmente a Gran Bretaña durante la segunda guerra mundial, aún cuando con gesto beligerante aquélla bloquea unilateralmente las libras ganadas en el intercambio, en una actitud tan hostil como cuando se trata de violentar los intereses del enemigo.
El trabajo culmina con particulares referencias al valor externo del dinero, al patrón oro y a la teoría del balance del pagos, temas todos de incalculable valor, pues contribuyen a difundir aspectos que no siempre se encuentran a disposición del lector no entendido, pero que revisten fundamental importancia para comprender la realidad de las fuerzas económicas y financieras, la influencia política en las decisiones económicas, y las limitaciones que suelen tener en la práctica algunas teorías invocadas como la expresión más refinada del orden social. La permanente referencia a los antecedentes históricos de las instituciones monetarias, brindan la ocasión para que el lector participe plenamente de la evolución y del contenido de las mismas, recordando que la comprensión de la realidad histórica es el expediente necesario para que un país no sólo organice su sistema de vida, sino también su sistema económico y monetario, desde que con teorías exógenas esto parece bastante inalcanzable, sobretodo desde el punto de vista monetario, que es donde menos se puede improvisar, debiéndose entonces recoger todas las experiencias para que de una vez por todas la Argentina organice sus instituciones económicas y financieras pensando celosamente en sus propios objetivos nacionales y sin concesiones que los comprometan.
Marcelo Ramón Lascano
Buenos Aires, 22 de Octubre de 1973
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INTRODUCCIÓN
El ensayo sobre el liberalismo y el socialismo, como fraternos enemigos, fue escrito a mediados de 1932, aunque publicado al año siguiente, en la revista CRITERIO. Recuerdo que en un encuentro con Tomás D. Casares, en los Cursos de Cultura Católica, este amigo dilecto, cuya opinión estimaba mucho, hizo un elogio del mismo que me animó a proseguir en tareas de esa especie. La opinión de Casares, en materia económica, se ha valorizado de modo notable al publicar recientemente un libro sobre Naturaleza y responsabilidad de la empresa, probando en forma fehaciente que los que saben economía política en definitiva son los filósofos. Así pudo Jorge Santayana pronosticar en enero de 1929 el colapso eventual del capitalismo, nueve meses antes de que se produjera el “viernes negro”, 29 de octubre del mismo año, cuando decía en la revista Life and Letters, bajo el título de: “Unas cuantas observaciones”: “El rico moderno no es el obvio señor de ninguna cosa. Su misteriosa riqueza es sin patria, nominal, inmaterial; consiste en la fuerza de palabras escritas en un papel. Vivimos en una niebla de finanzas. El capitalista apenas sabe qué bienes o derechos o proyectos representan sus acciones; su función es sencillamente la de firmar cheques y recibir otros papeles, y en distribuirlos, para alimentarse y vestirse magníficamente, como por arte de magia. ...Mañana esta convención puede quebrar y toda aquella riqueza nominal desvanecerse como un sueño. Sin duda el fuerte siempre cogerá y conservará las buenas cosas de la vida; pero de nuevo será por medio de una posesión y señorío efectivos, y no por un artificio de contabilidad”. El libro de Casares sobre la responsabilidad de la empresa encierra premoniciones similares. Pero como él no es empresario propagandista de su obra, no creo que la prensa le haya dedicado un solo comentario a uno de los libros más notables aparecido en el país en años recientes.
En la parte de mi trabajo sobre el liberalismo y el socialismo que se refiere a que nadie puede bien desempeñar actividades ajenas a su propia esencia, y a que el Estado empresario es deficiente en principio por tener como misión propia la de ser defensor de la soberanía, gendarme y juez, aunque ahora como entonces sigo creyendo lo mismo, hoy matizaría de otro modo mi pensamiento: a saber, que la jurisdicción eminente que el Estado tiene sobre la actividad privada, como árbitro entre los particulares, le otorga la facultad de promover y acometer tareas fuera de su esfera específica, cuando el pueblo carece de iniciativa para desarrollar una economía compleja, según las exigencias de la evolución histórica. Así Luis XIV y Colbert transformaron a los franceses, de productores de materias primas, en industriales y comerciantes, cuando estas actividades estaban casi enteramente en manos de extranjeros. Así los reyes de Inglaterra y sus consejeros hicieron de un pueblo pastor, exportador de lana, elaboradores de su materia prima, luego conquistadores, luego comerciantes, luego industriales, y por último imperialistas. Por otro lado la evolución económica mundial ha cobrado tal incremento y se ha universalizado de tal modo, que los Estados privatistas quedan en terrible inferioridad de condiciones frente a las naciones superdesarrolladas, donde el Estado siempre interviene en la vida económica, cuando no en el interior, para apoyarlas a fondo en el exterior. No se negará que cuando los Estados Unidos intervinieron en la Argentina, en 1964, para evitar la derogación de los contratos de petróleo, se apartaban del privatismo de sus admiradores criollos. En otros trabajos de este libro se sostiene que el estadista no debe ser profesor de economía política, pura defender determinada doctrina, sino proceder como lo aconsejen las circunstancias de tiempo y lugar que se le presenten al país que dirige. En el que se titula ¿Abstención o Intervención del Estado en la Economía?, se examina el dilema entre estatismo o capital extranjero, que es el terreno en que se desarrolla entre nosotros el debate entre la actividad económica privada u oficial.
Una observación similar debe hacerse sobre la parte que en el mismo trabajo se refiere al voto del pueblo y a la multiplicación de la soberanía. En aquella época el autor conservaba de su frecuentación de Maurras un señalado desvío hacia el electoralismo, sin por eso caer en el error de creer que la monarquía (que el maestro preconizaba para su país) era aplicable entre nosotros, donde la tradición republicana era antigua, aún en los tiempos coloniales. Por añadidura entonces ignoraba que el pueblo rioplatense, colonial o independiente, siempre fue más capaz de comprender los programas de engrandecimiento nacional que sus dirigentes de proponérselos, o de realizarlos por iniciativa propia. Lo averigüé en las décadas subsiguientes, a lo largo de prolongado estudio de la historia.
Por otro lado, el voto es una convención, como la de la herencia monárquica. De algún modo hay que establecer la soberanía. Que el soberano salga de una mayoría de sufragios o del vientre de la reina legítima, son modos tradicionales de fijar una regla conocida para el origen de la autoridad. En ambos casos importa que el juego sea limpio. Por eso decía en una campaña política de 1939, algo que algunos de los que me escucharon recuerdan: a saber, que así como la reina de Francia daba a luz sus hijos en medio de los más altos dignatarios de la corte, las urnas que contenían los votos de los electores debían ser custodiadas de modo a evitar la mínima sospecha sobre la autenticidad de la elección. El fraude en uno u otro sistema es indigno de países civilizados. Pero en ninguno de los dos bastará que el soberano sea auténtico para que automáticamente queden resueltos los problemas que la contingencia presentada cada día al estadista. Como dijo Indalecio Gómez sobre su reforma electoral: “Tomar un rumbo del porvenir es siempre difícil e incierto. Nadie tiene la preciencia. Es siempre una opción entre dificultades”. El acierto dependerá del hábito con que cada sistema sepa formar la voluntad del que toma las decisiones.
Desde 1928 escribí en La Nueva República: “Todos los gobiernos son monárquicos, aristocráticos y democráticos al mismo tiempo, porque la persona que en definitiva es la que gestiona los intereses de todos aprovecha los otros poderes, diferentes del suyo, que son el intelectual de las élites y el práctico del pueblo. Sin la colaboración del pueblo no hay régimen que se mantenga, por más violencia que emplee; sin las luces de las distintas capacidades no hay consejo para la buena dirección de la voluntad ejecutiva; sin agente personal que decida prontamente no hay voluntad ejecutiva, y por lo tanto no hay gobierno. Mirando bien las cosas, esos tres elementos se encuentran en todos los regímenes. Según sea el elemento que predomine, los diferentes gobiernos históricos han recibido los nombres de monárquicos, aristocráticos o democráticos. Pero antes de tomar nombres existieron, y al tiempo que funcionaban como el órgano propuesto a la gestión de los intereses de los pueblos eran menos simples que en las designaciones con que han pasado a la historia de la ciencia política”.
Años más tarde, completaba ese pensamiento en esta forma: “La concurrencia de los tres factores que hemos dicho indispensables en las experiencias felices no quiere decir que en todas se combinan de la misma manera. Fuera de los altibajos que en la sucesión de los tiempos se producen en la vida de una familia, una clase, una sociedad, estas últimas definen su vocación política, o sea el estilo de convivencia que más acomoda a cada una de ellas, según sea el caudillo, o la minoría asesora, o el pueblo quien mejor cumple la función que le corresponde. La diferencia es de grados, no de esencia, cuando se trata de hechos políticos. Pues repito que considero indispensable la concurrencia de todos ellos a un éxito cabal. Mas aquélla permite apreciar disposiciones colectivas diversas: de la masa popular a confiar en una dinastía o a controlar celosamente las decisiones del jefe ejecutivo, de la aristocracia a mandar o asesorar, del jefe unipersonal a consultar lo preciso o demasiado. Y según sea el matiz de esa disposición nacional se tendrá una monarquía, una aristocracia o una república. Del hecho político, frecuentemente renovado, de la experiencia feliz, se deducirá la forma de gobierno. La verdadera utilidad de tal esquematización consiste, no en ofrecer un modelo de valor universal y eterno, cuya imitación asegure un acierto infalible en cualquier parte, sino en aquilatar los valores de una tradición propia, y analizar los métodos empleados por los fundadores de una comunidad original, para inspirarse en ellos y seguirlos hasta donde es posible, según la máxima de que las cosas se conservan por el modo como se hacen. Pero la repetición del éxito inicial dependerá menos de ese bien entendido tradicionalismo, que de la capacidad exhibida por los hijos para continuar la tarea de los padres con la misma voluntad de grandeza”.
Un prolongado estudio de la historia nacional me permite concluir que entre nosotros, el elemento social que siempre cumplió mejor su misión específica fue el pueblo. Cierto, la monarquía española nos dio la base de un gran Estado, al fundar el virreinato. Pero ¿cuántos errores no neutralizaron esa preciosa herencia? El inconcebible tratado de Permuta, el tratado de San Ildefonso, y todas las decisiones metropolitanas que devolvían a Portugal los territorios que nos pertenecían de derecho, y que los colonos rioplatenses habían reconquistado por iniciativa propia, afianzaron una tradición de abandono de la frontera oriental y de la marcha al Atlántico, que debió ser nuestro equivalente de la apertura del Oeste norteamericano. Así, mientras la fundación del gran Estado del hispanismo austral quedaba teórica, los renunciamientos de la metrópoli hicieron escuela en las élites que asumieron la tarea de darnos el gobierno propio y la independencia. Y a esa pésima tradición se debieron, y se deben aún los errores de las clases gobernantes, que salvo raras excepciones no comprendieron las exigencias de la diplomacia nacional. El pueblo rioplatense o argentino, jamás dejó de comprender los intereses de nuestra región del mundo; y cuando tuvo jefes que supieron procurar objetivos de bien común, los acompañó a realizarlos; así como eligió a los demagogos que propusieron programas de interés colectivo, para luego defraudar a sus electores.
El trabajo de 1932 sobre la crisis muestra una de las insuficiencias del autor sobre el conocimiento de la economía argentina en aquel momento: la ingenua creencia en que el país se había desarrollado con capital ajeno. En Balance de Siglo y Medio he referido la evolución de mis compañeros de generación acerca del problema. Aquella creencia era la que habíamos aprendido en la historia oficial subvencionada. Hasta 1937 Scalabrini no había descubierto en qué medida las inversiones de capital británico en la Argentina eran una mentira. No es que se niegue la conveniencia eventual del capital extranjero para acelerar el desarrollo de un país atrasado y la verdad de tales inversiones. La misma Norte América aprovechó ese método. Pero lo hizo en proporción de uno a cuatrocientos, en relación con el capital norteamericano, como lo dijo el economista Stephen Clougli, en conferencia que le escuché en la Unión Industrial Argentina. Y eso que los capitales ingleses, alemanes, noruegos, suecos, dimarqueses, reunidos por Morgan, intervinieron efectivamente en la construcción de sus ferrocarriles transcontinentales. La Rusia Zarista creó una industria fabril, con capitales franceses, en la época de la alianza francorusa anterior a la guerra del 14. Pero en ambos casos esos capitales se volatilizaron: en el primero por la competencia ruinosa que les hicieron los capitales nacionales y la falta de garantía estatal para las empresas privadas extranjeras.
Y en el segundo, con el repudio de las deudas rusas, por la revolución bolchevique, jamás recordadas en los pactos franco-rusos de las diversas Repúblicas francesas posteriores con el Soviet.
Pero nuestro país se singularizó por el mal aprovechamiento del aporte extranjero. Este existió de verdad, pero en el de los inmigrantes pudientes, que trajeron sus capitales y sus capacidades profesionales, para desarrollar su patria de adopción. En forma de aportes masivos de capital privado o estatal, para las empresas del desarrollo argentino, no hubo aquí nada semejante a los casos citados. El primer ferrocarril, el del Oeste, fue obra de los hijos del país. El segundo, el Central Argentino, debió serlo del todo, si se le hubiese consentido a Aarón Castellanos lo que se le admitió a Wheelwrihgt, esto es, no depositar la garantía que exigía la ley de concesión, más la legua de tierra a lo largo de la vía, tal como se concedió al inglés. Pero si no del todo, el Central Argentino fue obra del país a medias desde el principio, al exigir el concesionario extranjero que la Argentina pusiera la mitad del capital, y al otorgar nuestro Estado una permanente ayuda financiera y económica a la empresa extranjera. Léase la Historia de los ferrocarriles de Scalabrini Ortiz, y se verá a lo que queda reducida la mentira de que este país fue hecho por el capital extranjero.
Aparte de ese error de información, que ningún maestro ayudaba entonces a corregir, parece que el trabajo sobre la Crisis de 1932 presenta cierto interés por otros dos de sus aspectos: la tentativa de enjuiciar la realidad económica argentina con datos exclusivamente locales, y observándola en todos los sectores, con ánimo enteramente desprejuiciado.
Por otro lado se puede anotar que entonces se formularon dos pronósticos acertados, a saber: que la defensa de la moneda adoptada por el régimen septembrino, por sobre el absurdo que significaba esa política en un país exportador de productos agropecuarios (cuando precios y cantidades estaban en baja en el mundo) resultaba tan mal organizada que debía necesariamente fracasar; y que después de arruinar a los terratenientes, debía arruinar también a los tenedores de valores mobiliarios. Por fin el autor anunció que un emisionismo controlado, con fines económicos y no meramente fiscales, no tendría la repercusión social catastrófica que se había experimentado en Alemania y en otros países europeos, después de la primera contienda mundial del siglo XX. En naciones sobrepobladas e incapaces de producir alimentos suficientes para sus habitantes, la inflación y la mala administración que la sigue como su sombra, no duró nunca más de un lustro: los Asignados de la Revolución Francesa, el marco de posguerra, etc. La verdad de la afirmación formulada entonces quedó probada en los 30 años largos de inflación que vive el país desde 1940 a 1971.
Los demás trabajos del volumen pertenecen a épocas en que aprovechando la experiencia contemporánea, nacional y mundial, el autor ya había concebido un sistema histórico-político a la luz del cual examinaba la realidad sin cesar renovada por los hechos del día. Las pocas explicaciones que su presentación requiere, se darán en breves notas al pie de la primera página de cada trabajo.
Julio Irazusta
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