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Ensayos económicos

El liberalismo y el socialismo, y otros ensayos

Julio Irazusta

 

Ensayos económicos - El liberalismo y el socialismo, y otros ensayos - Julio Irazusta

172 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2020
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
 Precio para Argentina: 540 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los diversos trabajos de Julio Irazusta aquí reproducidos constituyen la reunión de sus escritos sobre temas económicos que nos permite conocer cuál fue el pensamiento de “actualidad” de uno de los escritores que más ha gravitado en la cultura nacionalista argentina.
Aunque Julio Irazusta está indiscutiblemente asociado a los estudios históricos que han ganado la batalla contra la falsificación sistemática de nuestro pasado, los temas que aquí se ofrecen son de otro carácter, más bien político y económico, enriqueciendo en consecuencia los horizontes de su pensamiento, pero sin dejar de servir para los lectores como testimonio histórico de acontecimientos de gran significación política, económica y social. Sólo percibiéndose las estrechas relaciones existentes entre la historia y la política, puede comprenderse cómo un historiador puede cultivar otros géneros con singular acierto. Y la certeza en los diagnósticos de Irazusta como el acierto en muchos pronósticos no es sino el resultado de una posición política a partir de la cual la perspectiva de las cosas empieza a tener rumbo.
De hecho, si un historiador como Irazusta ha podido analizar con tanta justeza hechos económicos es porque para él la política es el eje del criterio interpretativo”
Quienquiera desee comprender el porqué de la rigurosa continuidad de fondo de la política argentina desde hace más de ciento cincuenta años, no puede menos que recurrir a la historia para encontrar allí los fundamentos de una persistencia práctica indefendible. Y quienquiera se interese por explicar las razones de una desintegración nacional siempre amenazante, no puede menos que interpretar el espíritu de la oligarquía argentina, pues las reglas de juego establecidas por Rivadavia y Alberdi, definen el rumbo invariable de la claudicación económica y diplomática y, a partir de ambas, la suerte de todo el consorcio político. Por fin, quienquiera enterarse porqué la política, las instituciones, la economía, la cultura, los supremos intereses del pueblo argentino no existen sino en un marco de conflicto permanente, no encontrará respuesta si no penetra libre de prejuicios en los bastardos intereses que defendió el unitarismo y que, salvo el interregno rosista, terminan legalizados por todos los gobiernos, incluyendo a los que acceden al poder repudiando explícitamente el estatuto colonial.
Algunas interpretaciones y pronósticos formulados por Irazusta con años de anticipación, nos permiten no sólo confirmar su solvencia intelectual, sino también el acierto de su posición política, pues sin ésta, a manera de eje para ajustar la interpretación de los hechos sin falsearlos, las opiniones serían inconciliables con la realidad.
Es muy de destacar también la enorme capacidad de Irazusta para poder ver los resultados prácticos de la política sin caer en la reducción del análisis de la vida política a sistemas rigurosamente preconcebidos. Es con esta ausencia de sectarismo que combate al liberalismo y al socialismo animado más por resultados prácticos desalentadores, antes que por prejuicios puramente ideológicos. Y lo demuestra en ensayos políticos de envergadura donde el autor explica que no son las formas puras de gobierno por sí mismas las que aseguran el acierto político, sino más bien una amalgama de fenómenos que pueden concertarse armónicamente tanto en la monarquía como en la república. Así como la Constitución de la República Romana fue un resultado de la experiencia, no “concebida de antemano, sino deducida de los hechos”.
Por ello pudo siempre destacar su permanente denuncia de las prerrogativas de la oligarquía argentina y el patriciado ligado a los espúreos intereses que durante ciento cincuenta años han explotado al pueblo argentino. Esta lucha no es sino la afirmación del desafío intelectual de Irazusta contra el régimen de privilegios vigente, y como protesta política constituye una sólida confirmación de vocación revolucionaria, de perfiles mucho más ambiciosos que aquélla que derrama perfectos esquemas teóricos, entraña pocos compromisos y a menudo no tiene vinculación alguna con nuestra particular realidad.
Con esta claridad es que nuestro autor formula una serie de recomendaciones que, si nos atenemos al estado de la ciencia económica de entonces, aquí y en ultramar, son verdaderamente revolucionarias en su concepción intelectual, como que en teoría son contemporáneas o se adelantan a las sugeridas por los mejores economistas del mundo. Con el agregado de que su penetración en la historia lo habilita para contemplar fenómenos económicos y financieros que sólo son advertibles y explicable dentro del marco totalizador de sus investigaciones.

 

ÍNDICE

 

Estudio preliminar7
Introducción35
El Liberalismo y el Socialismo.43
Dos efecto de la misma causa; dos causas del mismo efecto 43
La crisis económico-financiera de 1932. Las dos políticas financieras 55
I. Defensa de la moneda55
II. Defensa de la producción60
III. Conclusión66
¿Abstención o Intervención del Estado en la Economía?72
La educación económica del argentino76
Vanidad de las discusiones sobre economía y política81
La corporación y los colectivos85
Palabras iniciales 92
La socialización universal, itinerario de ida y vuelta95
La moneda98
I. Valor interno98
II. Aumento y disminución del dinero105
III. Inflación y deflación111
IV. Efectos de la inflación115
V. Deflación e inflación en el pais119
VI. Valor externo del dinero125
VII. Papel oro. Papel moneda129
VIII. Teoría del balance de pagos138
Reseña biográfica145
Obras originales publicadas161
Obras en colaboración168
Traducciones168
Prólogos a libros de terceros169
Participaciones en revistas169


Estudio preliminar

 

I
Los diversos trabajos de Julio Irazusta aquí reprodu­cidos, constituyen un singular acierto editorial. Por una parte, la reunión de los temas escogidos favorece la di­vulgación de escritos elaborados durante los últimos cua­renta años, permitiendo conocer cuál fue el pensamien­to de “actualidad” de uno de los escritores que más ha gravitado en la cultura argentina contemporánea. Por la otra, la lectura de ensayos breves y de circunstancia, permite familiarizar al lector con temas de resonancia nacional e internacional, que siempre contaron con la presencia del autor, exhibiendo una línea de opiniones que guarda armonía con un estilo de pensamiento que ha conquistado definitivamente la conciencia nacional.
Aunque Julio Irazusta está indiscutiblemente asocia­do a los estudios históricos que han ganado la batalla contra la falsificación sistemática de nuestro pasado, los temas que aquí se ofrecen son de otro carácter, más bien político y económico, enriqueciendo en consecuencia los horizontes de su pensamiento, pero sin dejar de servir para los lectores como testimonio histórico de aconte­cimientos de gran significación política, económica y so­cial. Sólo percibiéndose las estrechas relaciones existen­tes entre la historia y la política, puede comprenderse cómo un historiador puede cultivar otros géneros con singular acierto. Y la certeza en los diagnósticos de Irazusta como el acierto en muchos pronósticos no es sino el resultado de una posición política a partir de la cual la perspectiva de las cosas empieza a tener rumbo.
Los fundamentos críticos contra la política económica del Dr. Hueyo en plena crisis mundial, y las solucio­nes políticas propiciadas que constituyen un anteceden­te inmediato de la revolución económica que inspira aquella catástrofe, no se explican sino es recordando palabras del autor, expresadas en 1935: “La historia propiamente dicha —dice— no se concibe sin un cri­terio político, y la buena política no se concibe sin el conocimiento de la historia. Para el político, la his­toria es el sucedáneo de la experiencia imposible; para el historiador, la política es el eje del criterio inter­pretativo”. Los desatinos que resultan de la experien­cia política argentina no se explican, entonces, sino es por la incultura histórica o la falta de criterio político en unos, o por interpretaciones deliberadamente equívo­cas de otros. “Quien no se ha formado un criterio de­finido sobre la política de un país, —remata Irazusta— difícilmente podrá comprender los fenómenos históricos del mismo”.
Quienquiera desee comprender el porqué de la rigu­rosa continuidad de fondo de la política argentina desde hace más de ciento cincuenta años, no puede menos que recurrir a la historia para encontrar allí los fun­damentos de una persistencia práctica indefendible. Y quienquiera se interese por explicar las razones de una desintegración nacional siempre amenazante, no puede menos que interpretar el espíritu de la oligarquía argentina, pues las reglas de juego establecidas por Rivadavia y Alberdi, definen el rumbo invariable de la claudicación económica y diplomática y, a partir de ambas, la suerte de todo el consorcio político. Por fin, quienquiera enterarse porqué la política, las instituciones, la economía, la cultura, los supremos intereses del pueblo argentino no existen sino en un marco de conflicto permanente, no encontrará respuesta si no penetra libre de prejuicios en los bastardos intereses que defendió el unitarismo y que, salvo el interregno, rosista, terminan legalizados por todos los gobiernos, influyendo a los que acceden al poder repudiando explí­citamente el estatuto colonial.
Algunas interpretaciones y pronósticos formulados por Irazusta con años de anticipación, nos permiten no sólo confirmar su solvencia intelectual, sino también el acierto de su posición política, pues sin ésta, a ma­nera de eje para ajustar la interpretación de los hechos sin falsearlos, las opiniones serían inconciliables con la realidad. Una correcta interpretación del pasado favo­rece la comprensión del presente y habilita al político para pergeñar con más posibilidades de acierto su ges­tión para el porvenir. Aunque para el Senador José Antonio Allende “aquél que se afana por lo que aconte­ció, siempre tiene una tremenda incapacidad para ser­vir debidamente a lo que tiene que acontecer”, el ejemplo de nuestro autor desmiente categóricamente tan temeraria afirmación, confirmando además que la alianza entre la afición a la historia y la praxis política a menudo se confunden en una simbiosis innegable, aun­que existan testimonios del abandono de la primera en obsequio de una práctica política que culmina con su negación al transformarse en una gestión con obsti­nados caracteres de vacancia gubernamental.
Cicerón y César en la antigüedad romana; Burke y Churchill en la experiencia británica desde la fundación del imperio hasta nuestros días; y Mitre, Saldías, Vi­cente Fidel López, Ravignani y tantos otros no son sino exponentes calificados de aquella alianza desafortuna­damente inadvertida para hombres públicos argentinos, cuyo silencio a veces constituye una necesidad aséptica, por la repercusión que acompaña a sus expresiones y por el atractivo que éstas pueden ejercer en espíritus poco reflexivos y propensos a la repetición. Solamente la armonía entre una sólida formación política y un riguroso criterio histórico, acompañados de una incon­dicional vocación por la verdad y por una inveterada militancia política, explican el acierto y en alguna me­dida el triunfo de las ideas con que Julio Irazusta y otros desafiaron la telaraña cultural y económica que describe la existencia del régimen.
El realismo político, esto es la aptitud para no in­currir en la propensión a afiliarse a ataduras dogmá­ticas irreconciliables con el carácter contingente del quehacer político, también se advierte a través de los ensayos, pero particularmente en aquéllos dirigidos a examinar el liberalismo y el socialismo, de donde se deduce claramente la obstinación del autor contra la validez de todo cuerpo de ideas que pretenda ofrecer soluciones virtualmente definitivas como las que tien­den a propiciar el liberalismo y el socialismo. De la experiencia histórica —dice— se deduce que la huma­nidad tiene especial afición a saltar desde el abuso de la propiedad privada hasta su negación, dejando entre las experiencias extremas un sin fin de posibilidades acep­tables. Para Irazusta, si bien los sistemas políticos rígi­dos son un contrasentido frente a las mutaciones que experimenta la vida social, ello no implica, sin embar­go, que muchas expresiones propias del liberalismo y del socialismo no puedan constituir expedientes útiles para forjar lo que en definitiva es el fin de la política: el bien común. Este no se concreta con un derecho de propiedad incondicional, como han reconocido las más recientes encíclicas, pero tampoco con un autoritarismo que violenta la libertad natural del hombre, segura­mente en provecho de oligarquías o de burocracias que siempre terminan incurriendo en una u otra suerte de perversión. A partir de aquí, cierta propiedad, reglada en función de los intereses generales del consorcio polí­tico, puede ser perfectamente compatible con grados de contralor estatal también dirigidos a preservar el difícil equilibrio en la sociedad. La ruptura de éste es la antesala de conflictos internamente desgastadores y de amenazas externas que, en el mejor de los casos, siempre sacan provecho de las desinteligencias, sobre todo de las ideológicas, que suelen ser las que más estimulan y agudizan los enconos entre los hombres y las rivalidades entre los grupos.
II
Sería redundante anticipar y aun comentar, según su orden, cada uno de los ensayos que reúne esta colección, aunque puede resultar de interés formular algunas con­sideraciones previas, en particular cuando la naturaleza del tema aconseje su inserción en el pensamiento del autor, o inclusive, dentro del marco ulterior que ha caracterizado a la política, la economía, en fin, a la cultura argentina. Por lo demás, también se imponen otras reflexiones con el objeto de destacar el acierto de muchos juicios con respecto a la gestión económica y financiera, como también la concreción de resultados anunciados tempranamente, aunque sin respuesta co­mo era de esperar en un país sin voluntad propia, se­gún la ajustada definición del autor y seguramente su punto de partida para la certeza de muchos de sus pro­nósticos.
Los trabajos donde Irazusta desarrolla sus ideas so­bre el liberalismo y el socialismo, no pueden entenderse plenamente si las cuestiones tratadas no se indepen­dizan del natural cargamento ideológico que conllevan, y que permanentemente hacen peligrar la inteligencia de las expresiones, como si éstas no pudieran existir fuera de una rígida estructura ideológica, y sólo en función de las circunstancias objetivas que iluminaron la filosofía política clásica. Y si la crítica contra estos dos sistemas que todavía se disputan el predominio mundial, lo mismo que la exaltación de alguna de sus virtudes, se excluye en los ensayos de un tratamiento académico puro para introducirle en el terreno de las realidades contingentes, ello no responde sino a la ne­cesidad de tratar sistemas políticos a partir de la expe­riencia sensible, y no según abstracciones que pueden ser irreconciliables con los patrones de comportamiento social.
El hecho de no retacearle méritos a la demoledora crítica de Marx contra el capitalismo liberal, negándole en cambio porvenir a sus ideas sobre el destino del hom­bre y el futuro de la sociedad política, no se explica en Irazusta si no es por la ausencia de ese sectarismo que a falta de argumentos muchas veces recurre a adjetivos incompatibles con el quehacer intelectual. Del mismo modo, la denuncia contra la incapacidad del liberalis­mo para controlar la fuerza de las actividades superio­res de la sociedad agudizando egoístas desigualdades, sin por ello abdicar de la necesidad de difundir las libertades fundamentales del hombre, afilia a nuestro autor en la mejor línea de la filosofía política clásica identificada con Aristóteles y Santo Tomás de Aquino como exponentes más representativos. Antes que la re­ducción de la vida política a sistemas rigurosamente preconcebidos, Irazusta se pronuncia por la máxima de Burke: “reformar conservando y conservar reformando”, como un excelente expediente para evitar sobresaltos a veces trágicos, cuando no inútiles, para garantizar una evolución social que no desconozca la naturaleza del hombre favoreciendo todas aquellas actividades que tiendan a su perfección espiritual y bienestar material.
Es claro que ideas sobre la sociedad que se alejan de la revuelta sistemática o de la proposición de utopías no siempre terminan convenciendo, acreditándose sus propiciadores adjetivos las más de las veces superficia­les. Pero esto no acontece en el caso de Irazusta, por lo menos en cuanto a negar su militancia revolucionaria, no precisamente para restaurar o establecer una forma de gobierno conservadora según su connotación corrien­te entre nosotros, sino para edificar aquel país acosado y usurpado por la oligarquía argentina y el capitalismo internacional. Al sostener el autor de los ensayos que “ninguna gran revolución es posible sin un prolongado y osado desafío intelectual a la organización existente”, no define sino la necesidad del cambio transformador que el país reclama, aunque sin vestirlo con el ropaje ideológico cuya rebeldía muchas veces termina en los umbrales de las funciones más espectables y mejor rentadas.
Que el combate al liberalismo y al socialismo no está animado más que por resultados prácticos desalentadores, antes que por prejuicios puramente ideológicos, lo demuestran ensayos políticos de envergadura donde el autor explica que no son las formas puras de gobierno por sí mismas las que aseguran el acierto po­lítico, sino más bien una amalgama de fenómenos que pueden concertarse armónicamente tanto en la monar­quía como en la república. Refiriéndose a la república romana lo confirma sosteniendo la eficacia de su consti­tución como resultado de la experiencia. No fue “conce­bida de antemano, sino deducida de los hechos”, y aunque las decisiones que contempla sólo queden fir­mes una vez sancionadas por la práctica, contrariando así la economía propia de los sistemas constitucionales teóricos, no por ello deja de resultar “admirable como experiencia histórica creadora de una constitución vi­vida”.
Tampoco puede asociarse a Irazusta, por ejemplo, como adversario de la socialización, por meros escrúpu­los clasistas a veces identificados con su rosismo y aun con la frecuentación de cierta literatura maliciosamente relacionada con la reacción y otras especies que pocos definen con alguna exactitud. Su afiliación al princi­pio que definió Burke: “las rebeliones y las revueltas generales de todo un pueblo no fueron fomentadas ja­más... Siempre fueron provocadas” no revelan sino una sensibilidad social verdaderamente incompatible con la proposición de formas clasistas de gobierno que terminan siempre por estimular conflictos como expresión de protesta contra la administración de los privilegios. La permanente denuncia contra las prerrogativas de la oligar­quía argentina y el patriciado ligado a los espúreos in­tereses que durante ciento cincuenta años han explota­do al pueblo argentino, no son sino una afirmación del desafío intelectual de Irazusta contra el régimen de privilegios vigente, y como protesta política constituye una sólida confirmación de vocación revolucionaria, de perfiles mucho más ambiciosos que aquélla que derra­ma perfectos esquemas teóricos, entraña pocos compromisos y a menudo no tiene vinculación alguna con nues­tra particular realidad.
El examen atento de las formaciones políticas y cons­titucionales romana y británica, conforma la mejor ex­posición de una postura política dirigida a reconocer el poder a aquellas cabezas mejor dispuestas, cualesquie­ra fuera su origen social, para servir al pueblo como expresión general de la sociedad organizada. El mérito de la experiencia romana de haber abierto sus cuadros directivos para favorecer una renovación constante sin otra exigencia que la idoneidad, lo mismo que la bri­tánica que hasta hoy sólo recluta valores en función del mérito de los candidatos, es perfectamente com­patible con el realismo político de nuestro autor, he­redado seguramente de la formación clásica señalada. Por fin su definición de que “las empresas colectivas no son posibles sin la armónica concurrencia de toda una comunidad” constituye también una expresión que desmiente categóricamente cualquier tentativa de afiliar al autor con programas políticos reaccionarios, o de explicar su resistencia al socialismo o al libera­lismo por razones de conveniencia ideológica o de ven­tajas personales.
Una tendencia al estatismo muy próxima a formas de socialización larvadas y bastante generalizadas, sin que en nuestro medio haya siquiera irritado a los intereses de la oligarquía que sirve las peores causas, evidente­mente jerarquizan el pensamiento de Julio Irazusta y hasta explican su posición irreconciliable con esta doc­trina, demostrando también que son razones prácticas las que fundamentan su disidencia. Desde hace unos cuarenta años se experimenta entre nosotros un indiscutible avance en las actividades del estado que tradicionalmente han desempeñado los particulares. Sin em­bargo este fenómeno —no impugnable por sí mismo— no ha variado los mecanismos de expoliación del país. Antes bien, los ha ido reforzando con la presencia de la fuerza que supone su asunción por parte del gobier­no. Vale decir que, en esencia, la sustitución de los par­ticulares por el Estado en actividades claves para evitar la explotación del país terminó siendo inoperante, pues nada ha variado en nuestro provecho con la excepción de algún membrete y la creación de nuevas partidas pre­supuestarias.
Y esto no se explica y menos se aclara si no se retorna a las ideas del autor con respecto a las formas espon­táneas de organización política. No son los esquemas teóricos en cuanto tales los que garantizan el desarrollo armónico de las sociedades políticas y los que perfec­cionan el bien común. En nuestro medio los intereses frigoríficos resultaron sobreprotegidos y cumplieron su función de liquidar la ganadería argentina aún cuando la actividad estaba reglada por una organización ofi­cial, evadiendo también impuestos y divisas, aunque desde los años treinta existen organismos especializa­dos para bloquear tales prácticas. Estos y otros innu­merables ejemplos partiendo desde la intervención del estado hasta llegar a la gestión comercial e industrial directa, demuestran que ni el estatismo ni el socialismo por sí mismos reivindican los derechos lesionados de un pueblo. Si el estado no define una posición revolu­cionaria y como consecuencia sigue afiliado a los mis­mos intereses que afligen la situación de un pueblo, las mutaciones no son sino cambios formales que a lo sumo pueden disimular la explotación, con el agravante de que las exacciones de ahí en más están respaldadas por todo el peso del poder público como garantía de su continuidad, y como elemento de presión para aplas­tar cualquier intento de reclamación.
La extranjerización creciente que ha experimentado la economía argentina hasta llegar a tener un parque industrial fundamentalmente extranjero, aún cuando por lo menos teóricamente toda la actividad económica está controlada por la multiplicación de organismos ofi­ciales, desmiente inclusive que el intervencionismo y aun el sindicalismo sirvan por sí mismos como amorti­guadores para evitar semejante proceso. Sólo un radical cambio en la posición política y una clara definición acerca de lo que el interés público significa, pueden reconquistar los derechos materiales perdidos y resta­blecer los valores culturales y espirituales abandonados en obsequio de la consolidación de la colonia. A partir de estos presupuestos reales no cabe duda que cual­quier expediente político, por empírico que parezca, será más provechoso que la más sofisticada formula­ción teórica cuando olvida contemplar la realidad que representa el régimen, como superestructura que se ha instalado por encima del liberalismo, del intervencionis­mo y del socialismo, abusando siempre de todas las ex­presiones políticas formales en desmedro del pueblo argentino.
III
Los trabajos publicados en “La Nación” entre el 29 y el 31 de diciembre de 1932 tienen fundamental impor­tancia, no sólo para conocer la opinión del autor y sus deducciones sobre la crisis, sino también porque a con­tinuación de la crítica contra la política llevada a cabo por el doctor Hueyo, nuestro autor formula una serie de recomendaciones que, si nos atenemos al estado de la ciencia económica de entonces, aquí y en ultramar, son verdaderamente revolucionarias en su concepción intelectual, como que en teoría son contemporáneas o se adelantan a las sugeridas por los mejores economis­tas del mundo, por lo menos contemplando en la afir­mación a todos aquellos cuyo pensamiento siempre se divulgó con prontitud y sin retáceos.
Irazusta plantea entonces una política que hoy se llamaría de “cebado de la bomba”, dirigida a paliar los efectos internos de la depresión mundial y la ver­tical caída de la producción nacional y del nivel de empleo. Frente a la política inspirada por Hueyo que hoy designaríamos antiinflacionaria, asociándola con el Fondo Monetario Internacional, nuestro autor se pro­nuncia en contra de toda tentativa de proteger el valor de la moneda a expensas de la economía. Para sostener esta posición no recurre a fundamentos meramente eco­nómicos, en particular sobre los efectos de la deflación comparándolos con los de la inflación, sino que inte­ligentemente penetra en los aspectos más íntimos de la estructura productiva, en la situación del mercado de trabajo y en las condiciones en que se encontraba una burguesía nacional bastante inconsciente. Los me­canismos de reactivación no habrían de ser la combi­nación armónica de las políticas fiscales, monetarias, crediticias y cambiarías, según su concepción actual, si­no los resortes menos ambiciosos como el crédito, a la sazón resueltamente comprimido, en apoyo de una ac­tividad productiva en paulatino descenso y que arras­traba consigo desocupación, contracción en las recau­daciones, el deterioro del tipo de cambio y la trans­ferencia de la propiedad fundiaria e industrial a los acreedores, sin contar la multiplicación de las quiebras. Es claro que plantear una política de reactivación económica en términos parecidos hoy no tiene ningún mérito. Pero en 1932 constituía un desafío intelectual cuyos alcances no pueden medirse sino se evocan bre­vemente la teoría y la práctica económica vigentes en esos momentos en el mundo. Como principio general puede afirmarse que el Estado a la sazón no tenía nin­gún rol activo, y que de las dos políticas clásicas a su disposición, la monetaria y la presupuestaria, la pri­mera gozaba de gran linaje y era considerada, en fun­ción de la caída de las tasas de interés, el mecanismo que reactivaría espontáneamente el sistema económico a través de la inversión. Una obsesión equilibradora en el presupuesto, en alguna medida herencia cultural del antimercantilismo de los fundadores de la ciencia económica, agudizaba la depresión, pues la re­ducción de la actividad económica y de las recaudacio­nes se acompañaba con ajustes impositivos hasta cu­brir genuinamente los gastos públicos cuyo nivel no siempre resistía la tijera oficial. Mayores impuestos y menores gastos públicos en organizaciones económicas avanzadas y en caótica depresión, empezaban ya a re­clamar otra terapéutica, desde que la situación tocaba fondo sin esperanza alguna de que la prometida in­versión automática de la tendencia llegara a manifes­tarse. A partir de aquí adquiere importancia la polí­tica fiscal en todo el hemisferio norte, y ello se explica porque el estado deliberadamente decide compensar con el presupuesto de gastos públicos la insuficiencia de la demanda privada con su secuela de desempleo de hombres y de equipo productivo. La política monetaria había fracasado como probable agente dinámico de la expansión, pero sin embargo era una variable no des­deñable. La magnitud de los medios de pago y la dis­ponibilidad de crédito quedaban siempre a la espera de los efectos de los primeros estímulos inducidos por el gasto público para movilizarse en una acción com­binada.
Irazusta plantea la reactivación económica con la misma claridad que muchos autores consagrados des­pués, aunque a partir de una política monetaria y cre­diticia más flexible entre nosotros, pronunciándose en contra de la tentación de seguir incrementando los im­puestos para atender las exigencias de un presupuesto con pocas virtudes dinámicas, porque el gasto oficial no se traducía en inversiones reproductivas, y sí en tre­mendos servicios de la deuda externa que vaciaban nuestras reservas internacionales, deterioraban el tipo de cambio y reducían el crédito y la circulación mone­taria, extenuando la producción, el ingreso nacional y la misma capacidad contributiva de la sociedad. El reconocimiento que formula Irazusta en cuanto que el estado había contribuido al crecimiento de la econo­mía, lo exime de quedar afiliado a las ideas que sos­tenían que con el equilibrio del presupuesto se sanearía la crisis. Su oposición a la política presupuestaria en vigor encontraba su razón de ser en los despropósitos de su contenido local y no en ortodoxias de tipo ideológico.
En efecto, mientras él sostenía la reactivación a toda costa a través del crédito, por razones que ya veremos, en el mundo aquélla se empieza a confiar en el gasto público financiado con cargo de déficit. La diferencia para conseguir idéntico propósito no descansa sino en las condiciones propias de las economías y en el juego de la política local. Y aquí la originalidad del histo­riador. A diferencia que en el mundo desarrollado, entre nosotros el crédito flaqueaba. Proponer acentuar el déficit como después se plantea en EE. UU. (New Deal —1933—) y en Europa para favorecer la reacti­vación, aquí no tenía sentido, pero no por considera­ciones teóricas puras, sino porque al mismo tiempo que en la Argentina se restringía el crédito y se in­crementaban los impuestos, se terminaba golpeando du­ramente a los productores, y esto es lo que diferencia nuestra experiencia de las restantes, sin que los déficits de 1931 y 1932 (13 a 4%) lo desmienta, porque éstos no fueron incluidos por gastos internos multiplicadores como sugiriera Keynes en diciembre de 1933 en carta a Roosevelt, y en 1936 en la Teoría General, sino por­que respondieron a erogaciones con un significativo efecto depresivo, el pago de la deuda pública externa, que no sólo comprime la base monetaria y contrae las reservas en oro y divisas, sino que para peor tampoco se traduce en una transferencia de poder adquisitivo entre los nacionales, engrosando ese equivalente de fon­dos los ingresos de los acreedores del exterior, favore­ciendo su desenvolvimiento futuro.
Vale decir que el hecho de proponer en 1932 la re­activación económica sin confiar en el automatismo clásico, constituye un mérito de Irazusta que lo ubica sin ser economista entre los precursores del cambio que en la misma década se opera en la teoría económica. Si se recuerda que en los EE. UU. el Comité May to­davía en 1930 propone concretamente vencer la crisis equilibrando el presupuesto, que entonces significaba abstinencia total del Estado, la afirmación no parece exagerada. La desconfianza de Irazusta en la política fiscal, que a partir de esta década cobra bríos en los círculos académicos internacionales, no se explica sino en función de la propia coyuntura argentina. Detraer más impuestos en momentos en que se ofrece menos crédito y el gasto público no se traduce en desembolsos internos, evidentemente sugería otras proposiciones. La expansión crediticia pasa a ser el instrumento. Un lec­tor prevenido dirá ahora que esto no había tenido éxito en las naciones industriales, restándole valor a la pro­posición. Sin embargo, aquí la expansión monetaria, en sentido amplio, era una necesidad más justificada de lo que sugiere la cosa examinada en el terreno de los manuales extranjeros, donde los fenómenos que se des­criben suelen ser totalmente diferentes.
En primer lugar, porque el circulante, por ejemplo, de los 1.400 millones en que se sitúa en 1928 —año normal—, desciende en 1.338 y 1.213 millones respec­tivamente en 1932 y 1933, bloqueando posibilidades a la producción que se mueve más fluidamente sin res­tricciones insensatas como las que padece la economía argentina desde el Banco de Descuentos (1822). En segundo lugar, porque la colocación de títulos públicos entre los particulares por poco menos de 400 millones en 1932, sin que todos los recursos se gasten interna­mente, refuerza la contracción del crédito dificultando también todo intento de recuperación. Por fin, invo­cando razones siempre inspiradas en nuestra particular realidad, el énfasis se justifica porque entonces, como consecuencia de la asfixia crediticia, muchos produc­tores rurales e industriales estaban irremediablemente expuestos a quedar prisioneros de los usureros que siem­pre encuentran campo fértil al compás de nuestros de­satinos monetarios. Como estos fenómenos no existían en las economías modelo, porque el crédito disponible no lo recogía nadie, aunque existiese en condiciones atractivas, y asimismo porque la estructura deudora de la sociedad era diferente, la recomendación de Irazusta tenía significado, sobre todo pensando en que el im­pacto de la crisis no era igual en un país agrícola y en una nación industrial. Según el autor de los artícu­los, favorecer la expansión del crédito y el pago de las deudas de los productores podía estimular toda la economía. Sobretodo el proceso de industrialización, que a diferencia de las naciones centro no era todavía un he­cho consumado, permitiendo entonces que el dinero se transformara entre nosotros en bienes de capital hasta ese momento inexistentes, experiencia que no podía concretarse en Europa y en los EE. UU. porque esta etapa capitalista ya estaba concluida.
Con la misma claridad con que Irazusta confía en que la política monetaria podía favorecer el desenvol­vimiento económico de la sociedad, pensando, repeti­mos, en nuestra propia experiencia coyuntural, anuncia también en el último artículo de la serie que nos ocu­pa, que la respuesta a largo plazo de la política deflacionista de Hueyo no puede sino anticipar una in­flación que desafortunadamente empieza a insinuarse en 1935. Con este remate el autor no sólo demuestra para que sirve la cultura y la historia que algunos hom­bres públicos parecen desdeñar, sino que demuestra también su sinceridad frente a la verdad, pues creyen­do todavía en el capital extranjero como él mismo lo reconoce explícitamente, estaba contemporáneamente empezando a desenredar un ovillo cuyo contenido cul­minaría explicado en la obra que escribiera con su hermano Rodolfo al año subsiguiente, y que constituye el punto de partida para afrontar la revisión económica y financiera e interpretar cabalmente la realidad ar­gentina.
IV
En los artículos escritos durante la segunda guerra mundial, nuestro autor consagra su atención sobre al­gunos problemas, llamémosles metaeconómicos, pues es­tán allí las consideraciones políticas y económicas muy ligadas, y por vía de consecuencia, tornándose bastante inseparables. No se trata de discurrir sobre la subalternación de la economía a la política, lo cual es falso según lo demostró Meinvelle hace años, sino de des­tacar la primacía de lo político y como consecuencia de servirse de la economía con arreglo a las circunstancias, y no según definiciones dogmáticas donde se corre el riesgo de que la sociedad termine subordinada a la economía y no ésta al servicio del cuerpo social.
En el artículo, Abstención o Intervención del Estado en la Economía?, opinando sobre economía, Irazusta con­firma su categórica oposición a todo dogmatismo y se pro­nuncia sosteniendo: “En términos generales no estamos teóricamente ni en favor ni en contra de la intervención del Estado en la economía”. Siempre leal a un realismo político que es incompatible con las discusiones abs­tractas y menos cuando se trata de economía, el autor no formula tal juicio sino después de haber penetrado en lo profundo de las relaciones de propiedad, produc­ción y poder económico. Descubriendo la realidad del capital extranjero y denunciando el confinamiento del nativo a desempeñarse en actividades subalternas, cuan­do no que la estatización también sirve de pretexto para consolidar intereses privilegiados, Julio Irazusta no puede menos que emitir sus juicios a partir de esta peculiar realidad nuestra, que no tiene nada que ver con otras realidades de ultramar.
Tomando como punto de partida el comportamiento del capital extranjero y la necesidad de contrarrestar interferencias ligadas al mismo que impiden definir nuestra propia personalidad política como nación in­dependiente, nuestro comentado afirma categóricamen­te que en ciertos casos la ventaja de la administración estatal es evidente para impedir o contrarrestar el dre­naje de las energías nacionales al exterior, que consti­tuye al fin de cuentas un medio de vasallaje económico mucho más oneroso que la burocratización de algunas actividades. Por cierto, como el estatismo aquí también sirve a los intereses del régimen, según una experiencia que lleva más de cuarenta años, va implícito en el pen­samiento de Irazusta que la condición básica y previa para confiar en cualquier participación estatal con pro­pósitos de bien común es la nacionalización del Estado, es decir, propiciando un cambio que lo transforme en la expresión política y jurídica de los intereses del pue­blo argentino.
Esta clara definición de realismo y de desconfianza en el capital extranjero fundada en la propia expe­riencia, cualquier lector prevenido contra los argumen­tos invocados puede comprenderla mejor si se remite al artículo denominado La Corporación y los Colectivos aparecido en “La Voz del Plata” en setiembre de 1942. Allí constatará la actualidad del estatuto del coloniaje, el porqué de la Argentina económica y cultural con­temporánea, y sobretodo la gravitación de los intereses predominantes afiliados a aquél mecanismo siniestro, que hasta que pudo ha ocultado sistemáticamente la obra de todos los intelectuales sinceros y de enverga­dura que lo han desafiado con algún rigor y con ame­nazas de triunfo para las ideas nacionales. El hecho de que Julio y Rodolfo Irazusta, Ramón Doll, Ernesto Pa­lacio, Raúl Scalabrini Ortiz no hayan variado la inter­pretación de la historia, de la economía ni de la política desde la Universidad, porque ésta ha estado al servicio de la otra cultura, es un testimonio incontrovertible del poder y la perseverancia de los gestores de la co­lonia próspera en la nación que pareció negarse a pro­tagonizar la otra historia.
Para todos aquellos que siempre están dispuestos a convalidar los abusos del capitalismo internacional y a proferir denuestos contra la burocracia y las empre­sas fiscales mal administradas, muchas veces a designio para favorecer su transferencia, el artículo referido constituye una síntesis magistral, confirmada periódi­camente, de cómo todas las reglas de eficiencia, renta­bilidad y administración que se suponen vigentes en las empresas extranjeras y se reclaman insistentemente para los organismos públicos, pasan a ser una categoría exótica cuando se trata de preservar las conveniencias de corporaciones internacionales que no han resistido, por ejemplo, la competencia de pequeños artesanos y capitalistas criollos cuya imaginación, originalidad y osadía evoca a aquel empresario que Schumpeter in­mortalizó al situarlo en el centro del desenvolvimiento económico capitalista. Con ese espíritu la Coordinación de los Transportes se caracterizó por estar en favor de los intereses británicos a expensas de los usuarios, en contra de la innovación argentina que fue el colectivo y en abierta oposición a una mejor asignación de los recursos económicos nacionales, desvirtuando toda no­ción de eficiencia técnica y financiera, como por lo demás, lo demuestra el hecho de sabotearse entonces legalmente el transporte automotor en obsequio del parque tranviario con un costo veinte veces mayor, sin computar en la afirmación los efectos fiscales del abultamiento deliberado de los capitales británicos, del di­simulo consiguiente de los beneficios reales de explota­ción y de las transferencias de dividendos al exterior que siempre limitan nuestra capacidad de decisión y expansión económica, reforzando una sistemática esca­sez de divisas que tiene importantes connotaciones po­líticas.
Para que tales despropósitos se repitan sin levantar un solo estallido de indignación, lo mismo que para explicar un ablandamiento del pueblo argentino que lo ha llevado virtualmente a darle las espaldas a sus propios intereses, es indispensable introducirse en un te­ma —la Educación Económica del Argentino—, que Ju­lio Irazusta trató el diciembre de 1940 y cuya actualidad es desafortunadamente rigurosa treinta y tantos años después, aunque sin desconocer bienvenidos pro­gresos en la opinión pública. La tesis central del ar­tículo sostiene la existencia de una fomentada y di­fundida incapacidad congénita de nuestros compatrio­tas para acometer empresas económicas de envergadura. A partir de este principio se deduce entonces que un pueblo menor debe reclamar tutores que lo administren y regenteen. Luego, erigido el sofisma en “supremo principio de la sociología nacional”, todas las clau­dicaciones encuentran justificación, como lo testimonia un rápido rastreo de los acontecimientos económicos y financieros relatados por la historia oficial, con las ilustres disidencias ya referidas en otras páginas.
Para comprender esa especial formación económica argentina de la cual, según Irazusta, están exentos los pequeños capitalistas que no la han padecido en los institutos oficiales de enseñanza, habría que remontarse a la conformación mental y moral de la oligarquía fun­dada por los unitarios y a la consagración legal de muchos de esos principios en las instituciones inspira­das por Alberdi y sus epígonos. Los negocios de Rivadavia ligados invariablemente a intereses imperia­listas de ultramar, no se podían concretar si paralela­mente no se fomentaba la incapacidad de la región y de sus habitantes para acometerlos, aunque la experien­cia emancipadora de España, sin otro auxilio que el propio esfuerzo, había demostrado tempranamente que el país aceptaba y superaba los más difíciles desafíos. Luego, la pertinaz actitud contra el federalismo que constituía la otra expresión política; el advenimiento del rosismo más favorecido por la torpeza unitaria que por los designios del Restaurador; y más tarde desde la emigración, el refuerzo de antiguos vínculos con Euro­pa con la incorporación de sangre nueva de singular valor literario y refinada inescrupulosidad, culminaría preparando el clima intelectual conque los cómplices en la conjura contra el país, y so pretexto de las per­secuciones de la dictadura, debían justificar su alianza con el extranjero ofreciéndole el porvenir para resca­tarnos de la barbarie que inmortalizara Sarmiento
Los rivadavianos primero porque no teníamos capi­tales ni experiencia técnica, los emigrados después por­que éramos bárbaros, aunque habíamos resistido blo­queos y conquistado triunfos diplomáticos de resonancia mundial, tenían que legalizar a la postre la servidum­bre y justificarse ideológicamente. Nada mejor enton­ces que declamar nuestra inferioridad étnica y religio­sa y abrir las fronteras para que el mundo anglosajón nos redima generosamente. La obra de Alberdi ofreció los argumentos, la Constitución Nacional les dió perfil jurídico y con semejante tinglado el régimen al servi­cio del capital extranjero lo favorece a expensas del productor nacional, confinándolo a éste a actividades subalternas por la congénita incapacidad que pretexta­ron los unitarios para justificar alianzas incalificables, no tanto por la existencia de concesiones que siempre son de rigor, sino por su contenido y las consecuencias que sólo mentes abyectas pudieron admitir y aún de­fender, con un desenfado que ha llegado a prostituir la política y muchas veces el espíritu público argentino, dejando huellas que sólo se explican a través de un verdadero vejamen cultural.
Las exhortaciones de Alberdi dirigidas a convencer a sus lectores de entonces de que con “tres millones de indígenas cristianos y católicos no realizarán la repú­blica... como tampoco con cuatro millones de españo­les peninsulares, porque el español puro es incapaz de realizarla” ciertamente favorecen el clima para el ad­venimiento del constitucionalismo liberal. Más adelan­te, formulando su política demográfica frente a la ne­cesidad de “fomentar en nuestro suelo la población an­glosajona” se crean las condiciones en favor del capita­lismo de ultramar y de la desigualdad de trato frente al nativo: “Se deben hacer tratados que rodeen de inmunidad todo banco, todo ferrocarril, canal, muelle, fábrica, en que flote una bandera de la nación amiga a la que pertenezca el que explote esas industrias, ejerciendo un derecho civil que ha consagrado la Constitución, y que deben garantizar los tratados en favor de capitales extranjeros”. “Cuanto más garantías déis al extranjero, mayores derecho asegurados tendréis en vuestro país”. “Rodead de inmunidad y de privilegios al tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros”. La Constitución federal argentina es la primera de Sud América que... ha consagrado principios dirigidos a proteger directamente el ingreso y estable­cimiento de capitales extranjeros”.
A partir de este catecismo parece lógico que un eco­nomista distinguido en el ambiente técnico pueda re­lacionar “la hostilidad hacia el comercio que se ad­vierte en el gobierno y en la opinión pública” con “La visión hispano-católica de la vida, de tan honda gra­vitación en el espíritu nacional.” Desde otro punto de vista no étnico o religioso, también es explicable que un periodista tratando el tema de los yacimientos de Farallón Negro se pronuncie por la entrega de la ex­plotación a una empresa extranjera contra la resisten­cia fundada de la Universidad de Tucumán porque “si la compañía no explota la mina nadie podrá”, aña­diendo que “La posición adoptada por la Universidad de Tucumán es inexplicable a menos que ella pueda producir la inversión de capital requerida...” La incapacidad congénita aparece implícita al ventilarse los negocios sucios de las empresas que según Alberdi había que proteger y rodear de privilegios. Entonces la doctrina de la abdicación moral queda encerrada en sus propias contradicciones, y no puede menos que cues­tionar valientes decisiones judiciales so pretexto de “apasionados alegatos en favor de tendencias completa­mente divorciadas de la objetividad con que las leyes deben ser cumplidas”, acusando a los pronunciamientos judiciales de expresiones ultra nacionalistas, como si la persecución de la delincuencia económica fuera una incongruencia o el resultado de singulares plataformas partidistas, cuando debe ser un deber moral y una exigencia jurídica compartida por todos los sectores políticos si su actividad está organizada al servicio del bien común.
V
Omitiendo en obsequio de la brevedad referencias a otros artículos contenidos en el texto, haremos hincapié en el trabajo sobre la inflación porque además de ser siempre un tema de actualidad, ofrece una magnífica oportunidad para confirmar la calificada versación del autor. Como algunos espíritus prevenidos contra la posi­ción de Irazusta pueden pensar que éste invade todas las disciplinas sociales, podemos anticiparnos con Aris­tóteles afirmando que “como cada asunto especial de­manda una instrucción adecuada, juzgar en conjunto sólo puede hacerlo quien posea una cultura general”.
Y como la inflación, como expresión general de desa­rreglos en la sociedad política, es un tema también cul­tural, parece válido que lo trate un historiador, aunque no haya dedicado sus estudios específicamente a la eco­nomía, pues su penetración en la historia lo habilita para contemplar fenómenos económicos v financieros que sólo son advertibles y explicable dentro del marco totalizador de sus investigaciones. No hace mucho tiem­po Paul Einzig reconoció que sus hallazgos para histo­riar la moneda y sus avatares desde los primeros tiem­pos no los debe sino a los testimonios directos de es­critores de la antigüedad, fundados en la descripción de las peculiares realidades que tuvieron que vivir. Aquí Irazusta formula consideraciones de singular valor doc­trinario, demostrando que sin sofisticaciones se pueden divulgar los problemas que a todos nos afligen.
Tratando el tema del valor interno del dinero el au­tor se afilia contra aquella corriente que identifica al oro o a los metales preciosos “per se” con la ri­queza, guardando coherencia con los trabajos elaborados durante la crisis mundial, en el sentido de oponer­se categóricamente a todo intento de salvaguardar el valor del dinero a expensas de la economía nacional. Seguramente esta posición está influenciada por la ex­periencia argentina, pues como es sabido, esta suerte de monetarismo ha sido una constante entre nosotros, cuyas raíces pueden fácilmente encontrarse en la ad­ministración del Banco de Descuentos de 1822, y sucesi­vamente hasta la gestión del Banco Central, aunque no con los resultados esperados según lo confirman casi cua­renta años de inflación. A propósito de experiencias lo­cales y extranjeras, Irazusta se afilia en una buena línea cuando sostiene que la sana administración es un elemen­to fundamental para garantizar el orden monetario, con­firmándolo con sus referencias a la estabilización de Poincaré de 1926, cuya hazaña respondió también a mo­tivos psicológicos, a veces desdeñados por los economis­tas, pero que fueron de tal importancia como para que el franco empezara a recuperar su valor antes de la vigencia de las medidas anunciadas por el político francés. .
En oportunidad de ocuparse de los efectos que acom­pañan a los movimientos en los stocks de dinero, Ira­zusta pone el acento en otro término de la ecuación que frecuentemente se olvida, deparando desafortunados resultados. En efecto, si le preocupan los incrementos bruscos de medios de pago por su eventual amenaza inflacionaria, no deja de reconocer que un aumento con­temporáneo en la producción real de bienes aleja el peligro, reforzando inclusive la estabilidad, que, huelga decirlo, no reconoce como un fin en sí mismo. En este orden de cosas compatibiliza las necesidades de la pro­ducción con una disciplina monetaria que es más ne­cesaria cuanto menores resulten las posibilidades de multiplicar los bienes con el caudal de recursos econó­micos disponibles. Esta tendencia a dotar de flexibili­dad a la variable monetaria y a sostener que “cuando una economía está en ascenso el equilibrio del presu­puesto es factor de importancia secundaria en el valor de la moneda”, lo sitúa a Irazusta entre los más distin­guidos autores que no han hecho del dinero un fetiche inextricable, deduciendo nosotros que sus razonamien­tos pueden estar inspirados por la historia del capita­lismo, que ha sido una armoniosa combinación de cré­dito bancario, déficits fiscales e incrementos de la pro­ducción y de la productividad. Su preferencia por el redescuento antes que por el “emisionismo irresponsa­ble” parece confirmarlo, si nos atenemos que el prime­ro, en principio, juega en función de riqueza ya crea­da y no de meras expectativas que no siempre se concretan y suscitan inconvenientes monetarios.
Algunas consideraciones históricas sobre la deprecia­ción monetaria enriquecen por otra parte este libro. La evocación de la inflación española del siglo XVI que tan bien estudiara el americano Hamilton (1936) y Pierre Vilar más recientemente, lo mismo que la expe­riencia francesa de Law y de Los Asignados hasta lle­gar a las inflaciones que acompañaron a las dos gue­rras mundiales, sugieren un mayor interés por el tema, si se recuerda que el autor, como historiador que es, trata los fenómenos que acompañan a la moneda desde la óptica más amplia de la política, de la sociología y de la psicología. Y ello se aprecia mejor cuando más ade­lante explica estos acontecimientos monetarios en el país, y en oportunidad de recordar algunas experiencias estabilizadoras europeas, como la que protagonizara el alemán Schacht en 1924, restableciendo no sólo el va­lor del marco al poco tiempo, sino también levantando la estampa comercial germana hasta convertirla al pro­mediar los años treinta en una de las primeras poten­cias del orbe. En lo concerniente al flagelo en el país, reitera su afirmación dirigida a responsabilizar a Justo y a Hueyo por sus inexplicables preferencias por defender la moneda, dejando a su suerte a la producción, verdadero motor del progreso y de la estabilidad futura.
Es necesario destacar que cuando Irazusta se pronun­cia en favor de una inflación controlada para salvar la caída vertical de la producción y de los valores in­muebles, ello no debe interpretarse sino como un ex­pediente temporal cuyo objetivo fundamental fue evi­tar un perjuicio peor: el despojo de las propiedades hipotecadas por los usureros, estimulando al mismo tiempo un ritmo de actividad económica sin el cual el sistema se desmoronaría. Pero debe añadirse que la proposición no fue temeraria y sí original, y en esto radica el gran mérito de la misma, pues penetrando previamente en la estructura de la economía, advirtió la ventaja de ser entonces un país productor de ali­mentos, este hecho suavizaría cualquier impacto inflacionista que en el viejo mundo haría estragos, habida cuenta la sobrepoblación de esos países y sus escasos recursos alimenticios disponibles. Si al lado de estas pro­posiciones ya planteadas al principiar los años treinta, se contempla la experiencia argentina más reciente, la calidad del trabajo sobresale sobre muchos escritos rea­lizados por técnicos consagrados.
Cuando el autor plantea que la inflación argentina no fue siquiera aprovechada para quedarse con la inver­sión extranjera, sobretodo inglesa entonces, reivindica para la inteligencia nacional un rango siempre amena­zado de desaparición, pues es la única voz, inclusive entre los partidarios de la inflación, que atinó a ser­virse del flagelo aunque sea para recuperar el patrimo­nio nacional en manos del capital extranjero, evocando a los Estados Unidos en cuanto al sentido de oportuni­dad, pues esta nación a través de los desarreglos mo­netarios propios y extraños no sólo se liberó de una pesada deuda externa en la primera posguerra, sino que también a los pocos años aprovechó todas las ventajas que le deparaba la situación de haber convertido al dó­lar en moneda clave, que como se sabe, fue insistente­mente denunciada por Ruelf, aunque el sistema, como lo recuerda Paul Einzig, ya había operado a fines de siglo con parecidas reglas de juego a las del patrón de cambios oro. Que los intelectuales de la economía no tienen disculpas en cuanto a silenciar estos contra­sentidos que Irazusta pone de relieve, lo demuestra el hecho de que ya Keynes en La Reforma Monetaria ha­bía anticipado problemas para sus compatriotas que re­sultarían de la misma imagen para nosotros, ofrecien­do un marco de referencia que, con libertad de espíritu, hubiera favorecido la formulación de proposiciones in­ternas para evitar el descalabro que luego padecieron muchos propietarios y empresarios argentinos.
Con criterio político el autor también evoca cómo to­das las voces que perpetuamente se habían manifestado contra la expansión del crédito y de los medios de pa­go en general, aparecen resueltamente silenciadas cuan­do la Argentina multiplica su base monetaria para asis­tir comercialmente a Gran Bretaña durante la segunda guerra mundial, aún cuando con gesto beligerante aqué­lla bloquea unilateralmente las libras ganadas en el in­tercambio, en una actitud tan hostil como cuando se trata de violentar los intereses del enemigo.
El trabajo culmina con particulares referencias al valor externo del dinero, al patrón oro y a la teoría del balance del pagos, temas todos de incalculable va­lor, pues contribuyen a difundir aspectos que no siem­pre se encuentran a disposición del lector no entendido, pero que revisten fundamental importancia para com­prender la realidad de las fuerzas económicas y finan­cieras, la influencia política en las decisiones económi­cas, y las limitaciones que suelen tener en la práctica algunas teorías invocadas como la expresión más refi­nada del orden social. La permanente referencia a los antecedentes históricos de las instituciones monetarias, brindan la ocasión para que el lector participe plena­mente de la evolución y del contenido de las mismas, re­cordando que la comprensión de la realidad histórica es el expediente necesario para que un país no sólo or­ganice su sistema de vida, sino también su sistema eco­nómico y monetario, desde que con teorías exógenas esto parece bastante inalcanzable, sobretodo desde el punto de vista monetario, que es donde menos se pue­de improvisar, debiéndose entonces recoger todas las experiencias para que de una vez por todas la Argenti­na organice sus instituciones económicas y financieras pensando celosamente en sus propios objetivos nacio­nales y sin concesiones que los comprometan.

Marcelo Ramón Lascano
Buenos Aires, 22 de Octubre de 1973


INTRODUCCIÓN

 

El ensayo sobre el liberalismo y el socialismo, como fraternos enemigos, fue escrito a mediados de 1932, aun­que publicado al año siguiente, en la revista CRITERIO. Recuerdo que en un encuentro con Tomás D. Casares, en los Cursos de Cultura Católica, este amigo dilecto, cuya opinión estimaba mucho, hizo un elogio del mis­mo que me animó a proseguir en tareas de esa especie. La opinión de Casares, en materia económica, se ha va­lorizado de modo notable al publicar recientemente un libro sobre Naturaleza y responsabilidad de la empresa, probando en forma fehaciente que los que saben eco­nomía política en definitiva son los filósofos. Así pudo Jorge Santayana pronosticar en enero de 1929 el colap­so eventual del capitalismo, nueve meses antes de que se produjera el “viernes negro”, 29 de octubre del mis­mo año, cuando decía en la revista Life and Letters, bajo el título de: “Unas cuantas observaciones”: “El rico moderno no es el obvio señor de ninguna cosa. Su misteriosa riqueza es sin patria, nominal, inmaterial; consiste en la fuerza de palabras escritas en un papel. Vivimos en una niebla de finanzas. El capitalista ape­nas sabe qué bienes o derechos o proyectos representan sus acciones; su función es sencillamente la de firmar cheques y recibir otros papeles, y en distribuirlos, para alimentarse y vestirse magníficamente, como por arte de magia. ...Mañana esta convención puede quebrar y toda aquella riqueza nominal desvanecerse como un sueño. Sin duda el fuerte siempre cogerá y conservará las buenas cosas de la vida; pero de nuevo será por medio de una posesión y señorío efectivos, y no por un artificio de contabilidad”. El libro de Casares sobre la responsabilidad de la empresa encierra premoniciones similares. Pero como él no es empresario propagandista de su obra, no creo que la prensa le haya dedicado un solo comentario a uno de los libros más notables apa­recido en el país en años recientes.
En la parte de mi trabajo sobre el liberalismo y el so­cialismo que se refiere a que nadie puede bien desem­peñar actividades ajenas a su propia esencia, y a que el Estado empresario es deficiente en principio por te­ner como misión propia la de ser defensor de la sobe­ranía, gendarme y juez, aunque ahora como entonces sigo creyendo lo mismo, hoy matizaría de otro modo mi pensamiento: a saber, que la jurisdicción eminente que el Estado tiene sobre la actividad privada, como árbitro entre los particulares, le otorga la facultad de promover y acometer tareas fuera de su esfera especí­fica, cuando el pueblo carece de iniciativa para desarro­llar una economía compleja, según las exigencias de la evolución histórica. Así Luis XIV y Colbert transfor­maron a los franceses, de productores de materias pri­mas, en industriales y comerciantes, cuando estas activi­dades estaban casi enteramente en manos de extranje­ros. Así los reyes de Inglaterra y sus consejeros hicie­ron de un pueblo pastor, exportador de lana, elaboradores de su materia prima, luego conquistadores, lue­go comerciantes, luego industriales, y por último impe­rialistas. Por otro lado la evolución económica mun­dial ha cobrado tal incremento y se ha universalizado de tal modo, que los Estados privatistas quedan en te­rrible inferioridad de condiciones frente a las naciones superdesarrolladas, donde el Estado siempre intervie­ne en la vida económica, cuando no en el interior, para apoyarlas a fondo en el exterior. No se negará que cuan­do los Estados Unidos intervinieron en la Argentina, en 1964, para evitar la derogación de los contratos de pe­tróleo, se apartaban del privatismo de sus admiradores criollos. En otros trabajos de este libro se sostiene que el estadista no debe ser profesor de economía política, pura defender determinada doctrina, sino proceder co­mo lo aconsejen las circunstancias de tiempo y lugar que se le presenten al país que dirige. En el que se ti­tula ¿Abstención o Intervención del Estado en la Eco­nomía?, se examina el dilema entre estatismo o capi­tal extranjero, que es el terreno en que se desarrolla entre nosotros el debate entre la actividad económica privada u oficial.
Una observación similar debe hacerse sobre la parte que en el mismo trabajo se refiere al voto del pueblo y a la multiplicación de la soberanía. En aquella épo­ca el autor conservaba de su frecuentación de Maurras un señalado desvío hacia el electoralismo, sin por eso caer en el error de creer que la monarquía (que el maestro preconizaba para su país) era aplicable entre nosotros, donde la tradición republicana era antigua, aún en los tiempos coloniales. Por añadidura entonces ignoraba que el pueblo rioplatense, colonial o indepen­diente, siempre fue más capaz de comprender los pro­gramas de engrandecimiento nacional que sus dirigen­tes de proponérselos, o de realizarlos por iniciativa pro­pia. Lo averigüé en las décadas subsiguientes, a lo largo de prolongado estudio de la historia.
Por otro lado, el voto es una convención, como la de la herencia monárquica. De algún modo hay que esta­blecer la soberanía. Que el soberano salga de una ma­yoría de sufragios o del vientre de la reina legítima, son modos tradicionales de fijar una regla conocida para el origen de la autoridad. En ambos casos importa que el juego sea limpio. Por eso decía en una campaña polí­tica de 1939, algo que algunos de los que me escucha­ron recuerdan: a saber, que así como la reina de Fran­cia daba a luz sus hijos en medio de los más altos dig­natarios de la corte, las urnas que contenían los votos de los electores debían ser custodiadas de modo a evi­tar la mínima sospecha sobre la autenticidad de la elec­ción. El fraude en uno u otro sistema es indigno de países civilizados. Pero en ninguno de los dos bastará que el soberano sea auténtico para que automáticamen­te queden resueltos los problemas que la contingencia presentada cada día al estadista. Como dijo Indalecio Gómez sobre su reforma electoral: “Tomar un rumbo del porvenir es siempre difícil e incierto. Nadie tiene la preciencia. Es siempre una opción entre dificulta­des”. El acierto dependerá del hábito con que cada sis­tema sepa formar la voluntad del que toma las deci­siones.
Desde 1928 escribí en La Nueva República: “Todos los gobiernos son monárquicos, aristocráticos y democrá­ticos al mismo tiempo, porque la persona que en defi­nitiva es la que gestiona los intereses de todos aprove­cha los otros poderes, diferentes del suyo, que son el intelectual de las élites y el práctico del pueblo. Sin la colaboración del pueblo no hay régimen que se man­tenga, por más violencia que emplee; sin las luces de las distintas capacidades no hay consejo para la buena dirección de la voluntad ejecutiva; sin agente personal que decida prontamente no hay voluntad ejecutiva, y por lo tanto no hay gobierno. Mirando bien las cosas, esos tres elementos se encuentran en todos los regíme­nes. Según sea el elemento que predomine, los diferen­tes gobiernos históricos han recibido los nombres de monárquicos, aristocráticos o democráticos. Pero antes de tomar nombres existieron, y al tiempo que funcio­naban como el órgano propuesto a la gestión de los in­tereses de los pueblos eran menos simples que en las designaciones con que han pasado a la historia de la ciencia política”.
Años más tarde, completaba ese pensamiento en esta forma: “La concurrencia de los tres factores que hemos dicho indispensables en las experiencias felices no quie­re decir que en todas se combinan de la misma mane­ra. Fuera de los altibajos que en la sucesión de los tiempos se producen en la vida de una familia, una cla­se, una sociedad, estas últimas definen su vocación po­lítica, o sea el estilo de convivencia que más acomoda a cada una de ellas, según sea el caudillo, o la minoría asesora, o el pueblo quien mejor cumple la función que le corresponde. La diferencia es de grados, no de esen­cia, cuando se trata de hechos políticos. Pues repito que considero indispensable la concurrencia de todos ellos a un éxito cabal. Mas aquélla permite apreciar dispo­siciones colectivas diversas: de la masa popular a con­fiar en una dinastía o a controlar celosamente las de­cisiones del jefe ejecutivo, de la aristocracia a mandar o asesorar, del jefe unipersonal a consultar lo preciso o demasiado. Y según sea el matiz de esa disposición nacional se tendrá una monarquía, una aristocracia o una república. Del hecho político, frecuentemente re­novado, de la experiencia feliz, se deducirá la forma de gobierno. La verdadera utilidad de tal esquematización consiste, no en ofrecer un modelo de valor universal y eterno, cuya imitación asegure un acierto infalible en cualquier parte, sino en aquilatar los valores de una tra­dición propia, y analizar los métodos empleados por los fundadores de una comunidad original, para inspirarse en ellos y seguirlos hasta donde es posible, según la má­xima de que las cosas se conservan por el modo como se hacen. Pero la repetición del éxito inicial dependerá menos de ese bien entendido tradicionalismo, que de la capacidad exhibida por los hijos para continuar la ta­rea de los padres con la misma voluntad de grandeza”.
Un prolongado estudio de la historia nacional me per­mite concluir que entre nosotros, el elemento social que siempre cumplió mejor su misión específica fue el pue­blo. Cierto, la monarquía española nos dio la base de un gran Estado, al fundar el virreinato. Pero ¿cuántos erro­res no neutralizaron esa preciosa herencia? El inconce­bible tratado de Permuta, el tratado de San Ildefonso, y todas las decisiones metropolitanas que devolvían a Portugal los territorios que nos pertenecían de derecho, y que los colonos rioplatenses habían reconquistado por iniciativa propia, afianzaron una tradición de abando­no de la frontera oriental y de la marcha al Atlántico, que debió ser nuestro equivalente de la apertura del Oeste norteamericano. Así, mientras la fundación del gran Estado del hispanismo austral quedaba teórica, los renunciamientos de la metrópoli hicieron escuela en las élites que asumieron la tarea de darnos el gobierno pro­pio y la independencia. Y a esa pésima tradición se de­bieron, y se deben aún los errores de las clases gober­nantes, que salvo raras excepciones no comprendieron las exigencias de la diplomacia nacional. El pueblo rioplatense o argentino, jamás dejó de comprender los intereses de nuestra región del mundo; y cuando tuvo jefes que supieron procurar objetivos de bien común, los acompañó a realizarlos; así como eligió a los dema­gogos que propusieron programas de interés colectivo, para luego defraudar a sus electores.
El trabajo de 1932 sobre la crisis muestra una de las insuficiencias del autor sobre el conocimiento de la eco­nomía argentina en aquel momento: la ingenua creen­cia en que el país se había desarrollado con capital ajeno. En Balance de Siglo y Medio he referido la evolución de mis compañeros de generación acerca del problema. Aquella creencia era la que habíamos apren­dido en la historia oficial subvencionada. Hasta 1937 Scalabrini no había descubierto en qué medida las in­versiones de capital británico en la Argentina eran una mentira. No es que se niegue la conveniencia eventual del capital extranjero para acelerar el desarrollo de un país atrasado y la verdad de tales inversiones. La misma Norte América aprovechó ese método. Pero lo hizo en proporción de uno a cuatrocientos, en relación con el capital norteamericano, como lo dijo el economista Stephen Clougli, en conferencia que le escuché en la Unión Industrial Argentina. Y eso que los capitales in­gleses, alemanes, noruegos, suecos, dimarqueses, reuni­dos por Morgan, intervinieron efectivamente en la cons­trucción de sus ferrocarriles transcontinentales. La Ru­sia Zarista creó una industria fabril, con capitales fran­ceses, en la época de la alianza francorusa anterior a la guerra del 14. Pero en ambos casos esos capitales se volatilizaron: en el primero por la competencia ruinosa que les hicieron los capitales nacionales y la falta de garantía estatal para las empresas privadas extranjeras.
Y en el segundo, con el repudio de las deudas rusas, por la revolución bolchevique, jamás recordadas en los pac­tos franco-rusos de las diversas Repúblicas francesas posteriores con el Soviet.
Pero nuestro país se singularizó por el mal aprove­chamiento del aporte extranjero. Este existió de verdad, pero en el de los inmigrantes pudientes, que trajeron sus capitales y sus capacidades profesionales, para des­arrollar su patria de adopción. En forma de aportes ma­sivos de capital privado o estatal, para las empresas del desarrollo argentino, no hubo aquí nada semejante a los casos citados. El primer ferrocarril, el del Oeste, fue obra de los hijos del país. El segundo, el Central Argentino, debió serlo del todo, si se le hubiese consentido a Aarón Castellanos lo que se le admitió a Wheelwrihgt, esto es, no depositar la garantía que exigía la ley de conce­sión, más la legua de tierra a lo largo de la vía, tal co­mo se concedió al inglés. Pero si no del todo, el Central Argentino fue obra del país a medias desde el princi­pio, al exigir el concesionario extranjero que la Argen­tina pusiera la mitad del capital, y al otorgar nuestro Estado una permanente ayuda financiera y económica a la empresa extranjera. Léase la Historia de los ferro­carriles de Scalabrini Ortiz, y se verá a lo que queda reducida la mentira de que este país fue hecho por el capital extranjero.
Aparte de ese error de información, que ningún maes­tro ayudaba entonces a corregir, parece que el trabajo sobre la Crisis de 1932 presenta cierto interés por otros dos de sus aspectos: la tentativa de enjuiciar la realidad económica argentina con datos exclusivamente locales, y observándola en todos los sectores, con ánimo entera­mente desprejuiciado.
Por otro lado se puede anotar que entonces se formu­laron dos pronósticos acertados, a saber: que la defen­sa de la moneda adoptada por el régimen septembrino, por sobre el absurdo que significaba esa política en un país exportador de productos agropecuarios (cuando precios y cantidades estaban en baja en el mundo) re­sultaba tan mal organizada que debía necesariamente fracasar; y que después de arruinar a los terratenien­tes, debía arruinar también a los tenedores de valores mobiliarios. Por fin el autor anunció que un emisionismo controlado, con fines económicos y no meramente fiscales, no tendría la repercusión social catastrófica que se había experimentado en Alemania y en otros países europeos, después de la primera contienda mundial del siglo XX. En naciones sobrepobladas e incapaces de producir alimentos suficientes para sus habitantes, la infla­ción y la mala administración que la sigue como su sombra, no duró nunca más de un lustro: los Asignados de la Revolución Francesa, el marco de posguerra, etc. La verdad de la afirmación formulada entonces quedó probada en los 30 años largos de inflación que vive el país desde 1940 a 1971.
Los demás trabajos del volumen pertenecen a épocas en que aprovechando la experiencia contemporánea, na­cional y mundial, el autor ya había concebido un siste­ma histórico-político a la luz del cual examinaba la rea­lidad sin cesar renovada por los hechos del día. Las po­cas explicaciones que su presentación requiere, se da­rán en breves notas al pie de la primera página de cada trabajo.

Julio Irazusta