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Meditaciones de las cumbres

Alpinismo, símbolo y rito de un ascenso interior

Julius Evola

Meditaciones en las cumbres – Alpinismo, símbolo y rito de un ascenso interior – Julius Evola

180 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2023
, Argentina
tapa: blanda
 Precio para Argentina: 5600 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Meditaciones de las cumbres es un libro excepcional. No sólo se ha convertido en un clásico de todos los tiempos de montañismo, al ser el mismo Evola un alpinista de alto nivel y poder relatar con pericia del experto la experiencia de montaña, sino que tiene el poder de tocar las almas que buscan la trascendencia espiritual con la fuerza del símbolo, de una búsqueda de purificación que se hace carne en el rito de la escalada, más allá de las elucubraciones librescas y el mero conocimiento intelectual. Quienes conocen a Julius Evola saben de su erudición y maestría en la búsqueda del conocimiento espiritual de la Tradición primordial, pero con Meditaciones de las cumbres muchos han sentido el llamado de una práctica que busca ser transformadora, la posibilidad de una realización interior que raramente puede ser ofrecida hoy al hombre moderno, perdido no sólo en un mundo desprovisto de luz, sino también en miles de teorías insustanciales dispuestas para el buscador de una salida.
Demasiado a menudo se olvidó que espiritualidad es esencialmente un modo de vida; que su medida no es lo que se ha almacenado en la cabezas de nociones, teorías y cosas similares, sino lo que se logró hacer vibrar en las corrientes de la propia sangre como para traducirse en una superioridad, íntimamente vivida por el alma y un porte noble, que se expresa en el cuerpo..
Esa victoria interior contra las fuerzas más profundas que emergen en la conciencia en los momentos de tensión y de peligro mortal, es la condición del triunfo en sentido exterior, pero es el signo de una victoria del espíritu sobre el espíritu, de una íntima transfiguración. Sólo ante las fuerzas puras, abandonado a sí mismo, sin ayuda, vestido sólo con la propia fuerza, el hombre se ve arrojado a la lucha contra los fantasmas interiores, a buscar la victoria sobre la soledad, sobre el silencio, sobre el vacío, a encontrar la capacidad de despertar lo divino que hay en lo humano, la fuerza trascendente que nos permite ascender victoriosos a la cima del ego.
No en vano todas las tradiciones antiguas poseían, de modo casi unánime, un sentido sagrado y simbólico de la montaña, a la que consideraban residencia de los dioses, deidad en sí misma o espacio preferencial para héroes e iniciados, y, en general, de seres transfigurados y llevados más allá de la condición humana. Desde los tiempos más remotos, la montaña aparece como «lugar» de naturalezas divinas (el Olimpo helénico, el Walhalla como monte, el budista «monte de los héroes»), de substancias inmortalizantes (el haoma y el soma de la tradición indo-iránica) de fuerzas de realezas solares y sobrenaturales (el monte solar de las tradiciones de la romanidad imperial helenizada, el monte como sede de la «gloria» mazdea, etc.), de «centralidad espiritual» (el monte Meru y los otros montes simbólicos concebidos como «poli»), etc.
Al nivel del carácter, también la montaña deja marcas indelebles que lo forjan. Es común que el montañista aprenda la castidad de la palabra y de la expresión. La montaña enseña el silencio. La disciplina interna y la acción lúcida y precisa; una audacia alejada de la temeridad y la irreflexión, consciente del límite de las propias fuerzas y de los términos exactos del problema que debe ser resuelto. (Evola insiste especialmente en esa capacidad de concentración lúcida que el montañismo despierta y que es parte esencial también de toda vía ascética). La purificación de la acción y la superación de la vanidad. El montañismo estimula un heroísmo que huye de la retórica y del gesto exhibicionista y habitúa a una clase de acción que no se ocupa de tener espectadores, sino del gozo de estar solo, abandonado a sí mismo entre la inexorabilidad de las cosas. Pero no por ello deja de desarrollar una solidaridad activa que mantiene la distancia. Una especial camaradería de la montaña, pues si bien el carácter moldeado por la montaña se despreocupa del contacto con los otros, está disponible con lealtad y verdad cuando realmente se le necesita.
La inmersión en la primordialidad, el silencio, la desnudez y la dureza de esos grandes espacios provoca una experiencia catártica que destruye, precisamente, todo lirismo artificial, todo sentimentalismo, y que mata la subjetividad del ego distanciando de «las pequeñas vicisitudes de los hombres». Es en esa superación del pensamiento, y de la conciencia puramente egótica e individual que propicia, donde Evola reconocía el elemento ascético y contemplativo que puede llegar a manifestarse en el ejercicio del montañismo. En una unidad pocas veces comprendida en su fundamental importancia, se lleva a cabo una acción especial que extrae su sentido de una contemplación y una contemplación que extrae su sentido de una acción.
La montaña se presenta como la guardiana del umbral iniciático que todo hombre que quiera definirse como tal debe afrontar, al menos una vez en la vida; de lo contrario, hubiera sido preferible no haber nacido nunca, ya que el sentido de la existencia consiste únicamente en realizarse: y uno se realiza probándose a sí mismo.

 

ÍNDICE

Julius Evola y el sentido sacro de la montaña7
Prólogo de Renato del Ponte12
Nota de la edición italiana ampliada18
Prólogo de la edición italiana ampliada29
Primera Parte: Doctrina
I.- Donde reina el demonio de las cumbres38
II.- Hacia el desierto blanco44
III.- Un místico de las alturas tibetanas49
IV.- Turismo, Deportes, Montaña59
V.- Alpes y espiritualidad62
VI.- Notas sobre la «divinidad» de la montaña68
VII.- Espiritualidad de la montaña78
VIII.- Ascender y descender87
IX.- Sobre la montaña, el deporte y la contemplación92
X.- La raza y la montaña98
Segunda parte: Experiencias
I.- La pared norte del Lyskamm oriental106
II.- Notas para un entrenamiento «psíquico» en la montaña112
III.- Ascenso del Langkopfel123
IV.- Hielos y espíritu129
V.- El valle del viento134
VI.- El Gross-Glockner por la «Vía Pallavicini»139
VII.- Meditaciones de las cumbres147
VIII.- Tempestad en el Monte Rosa152
Tercera parte: Arte y Folklore
I.- Un arte de las alturas: Nicolás Roerich158
II.- Arte y Símbolo en la sede de las nieves162
III.- Religiosidad del Tirol168
IV.- El pintor de las nieves tibetana173
V.- Alturas177

Julius Evola y el sentido sacro de la montaña

 

No podríamos pretender acercarnos, ni tan siquiera superficialmente, al alto contenido que tuvo la montaña para Julius Evola, si desconociéramos el fuero interno de este hombre, su profunda concepción de las cosas y su sentido eminente de la vida.
Evola, muy pronto llegó a estar convencido de que en verdad había descendido a un mundo demasiado humano, presidido por tendencias caóticas y desordenadas, donde la rebeldía frente a la realidad superior se había erigido en norma, y donde nada existía que invitara a la trascendencia. Evola, por tanto, sabía que este mundo había nacido de una desvinculación con lo alto, y que, por ello mismo, tal mundo negaba al ser-persona la posibilidad honda y eterna de sí misma, ofreciéndole un imperio efímero, sin trascendencia, sin realidad cualitativa, que irremisiblemente habría de desvanecerse en la nada.
Tal y como indica la frase evangélica: “del árbol malo no pueden nacer frutos buenos”, del mundo de la caída no puede surgir el paraíso; ello es metafísicamente imposible. Por esto, quien se afana aún con buena intención en luchar contra el mundo de la caída, permaneciendo en su seno, para intentar convertirlo en algo de lo que esencialmente carece, está, en el verdadero sentido de las palabras, perdiendo el tiempo. Para Evola, como para otros maestros tradicionales, la solución está en salir, en dar la espalda al mundo de lo irreal; es decir, en distanciarse interiormente de este mundo y de sus valores, para poder así reconectar con otro orden superior: el mundo de la totalidad, donde la presencia creadora y ordenadora del Ser es real y viva.
Por todo lo cual, a Evola la vida en esta mundo no le interesa como pasatiempo, sino como forcejeo, como lucha consagrada de manera constante para alcanzar aquel orden superior y trascender espiritualmente. La vía de la Tradición, pues, en este hombre, no es un libro, ni la especulación filosófica, sino la vida, el estilo, la carrera esforzada y ascendente hacia la eternidad: ésta verdaderamente, y no otra, es su “especialidad” como hombre dentro de la cultura. Pese a que quizás no pueda entenderse, Evola es un hombre que escribe libros para restarle importancia al libro en sí; pues sabido es, que en los libros – desde el punto de vista tradicional – no son más que ilustraciones de conocimientos y experiencias más o menos profundas. El que lee libros solamente se ilustra e instruye, pero en absoluto se transforma; cosa que tan sólo se consigue dentro de una vida vivida, intensa y profundamente, en continua exigencia, en permanente lucha, para desembarazarse de las adversidades, afirmarse en la realidad suprema del Ser y traspasarlo en espíritu.
Todas las cosas pues, para este eminente hombre de la Tradición, retoman su auténtico sentido real. Cada objeto de la creación, cada gesto, cada actitud, recuperan su sentido simbólico, cuando no ritual, de lo cualitativamente sobrenatural. De ahí que la vida misma pueda llegar a ser escala de acceso viril, mediante la cual la persona puede verificarse o reafirmarse por sí misma como integridad libre y primordial. La vida así entendida es semejante a un arco bien tensado (ascética) de donde la flecha certera (espíritu) parte veloz hacia en punto central de la diana (Ser-Espíritu), para después, desaparecido en ella poder alcanzar el estado (sin estado) de la Divinidad.
Tanto para el hombre liberado que se reafirma en el Ser, como para el hombre que aspira a desligarse del mundo de la caída, Evola reconoce que son tan sólo dos las vías propias de realización personal: la contemplación y la acción. Mientras que la primera – la vía contemplativa - hace referencia a una ascensión de orden intelectual puro; la acción, consiste en un ejercicio sobre objeto. La montaña pues, como realidad simbólica e incluso ritual, puede llegar a ser para una persona que haya logrado despertar internamente, tanto un objeto de meditación contemplativa, como un objeto ritual sobre el que ejercitarse. En la contemplación o intuición intelectual, la ascensión comienza por un acto reflexivo del pensamiento, que constituye la corteza exterior del acto intelectual puro. Mediante tal inicio y a medida que la reflexión vaya cediendo y desvaneciendo lo puramente racional, la persona llegará a captar la presencia del Ser en toda su plenitud, es entonces cuando ya no habrá ni rastro de racionalidad, ni de pensamiento, alcanzándose un nivel intelectual supraracional. A partir de tal nivel, la persona podrá trascender a la Divinidad que está más allá del Ser: si el Ser es el centro de la circunferencia, el punto inmóvil ordenador y creador, el principio; la Divinidad está por encima del punto central, más allá del principio, más allá del acto del Ser y del Ser mismo, que es su expresión.
En la vía de la acción, la presencia del Ser se capta mediante el ejercicio físico y psíquico sacrificado y duro. A medida que lo puramente exterior del acto va dejando paso a otros niveles de acción supracontingentes, el Ser va acentuando su presencia cualitativa. En esos momentos, el montañero se halla en el punto, en el eje central; a partir de ahí su transformación interior conquista las altas cimas de las montañas inexistentes de la eternidad, las cumbres de la Divinidad innominada, más allá de toda belleza, de toda bondad, de toda sabiduría.
La montaña, por tanto, desde ambos puntos de vista no es mera entidad natural que se agota en sí misma, que constituye una finalidad; tal y como, por el contrario, se presenta para todos aquellos, montañeros o no, de mentalidad profana, para quienes la montaña carece como instrumento de eficacia interior real.
Para Evola, dada su naturaleza heroica, su vocación de kshatriya (noble guerrero), la montaña no fue objeto de meditación contemplativa, sino objeto de acción, de ahí su cultivo del montañismo y de la escalada en el sentido estricto.
El mundo de hoy, tecnificado, ofrece muy pocas posibilidades de ejercitarse ritualmente una persona. En otros tiempos, en los que una determinada mentalidad no propiciaba el desarrollo de la técnica, existían más: ahí están los ejemplos de la vía heroica de los guerreros, e incluso el integral sentido del trabajo en los campos, en las edificaciones, en la artesanía...; mas hoy, el tecnicismo cada vez más imperante ha ido nublando una posibilidad tras otra. La guerra tecnificada no puede ofrecer ya el soporte ascendente a quien, sabiéndose cualitativamente un héroe, aspira a traspasar su efímera existencia mundana haciendo de su propia vida un rito de orden espiritual. Tampoco el trabajo en el sentido moderno basado exclusivamente en la producción y en los servicios, ofrece posibilidades. Sin embargo, en el deporte por lo general, y particularmente en el montañismo y alpinismo, la persona de este siglo XX tiene todavía un marco que puede aprovechar. La montaña, entendida como vehículo ritual, se ofrece al hombre de acción que sepa verlo – montañero o alpinista – como camino de ascenso de una cierta eficacia interior; pues, desde tal punto de vista, es sabido que quien sube o escala externamente no manifiesta otra que una subida o escalada interna. Pero para que tal eficacia interior pueda verificarse, es preciso que, entre otras cosas y además de un perfecto control de sí mismo, de una actitud incondicionada, y de una profunda concentración en sentido eminente sobre aquello en lo que la persona se proyecta, no sean sustraídos o anulados por la técnica elementos como el sacrificio, el esfuerzo, la lucha...,si tal cosa sucediera, el mismo sentido ritual de la acción desaparecería.
Evola entendió así la montaña, por ello quiso que, cuando el momento definitivo de su partida de este mundo llegara, aquella fuera la puerta simbólica por donde franquear los umbrales celestes. Así, en 1974, fecha festiva de su muerte, la urna con sus cenizas fueron depositadas a 4.200 metros de altura, en el seno blando y helado de un glaciar del Monte Rosa, en el área occidental del mundo.

Isidro Palacios

Prólogo de Renato del Ponte

 

Anteponer palabras, o alguna forma de comentario, a una obra de Evola, parece y es una empresa de tal modo fuera de lugar, que hacerlo podría parecer un síntoma de grave presunción. Sin embargo, no tratándose aquí de una obra orgánica del Autor, sino de una colección “particularísima” de sus escritos aparecidos en épocas diversas, podrá tal vez concederse una cierta inmunidad. Bajo el título de Meditaciones de las Cumbres hemos querido recoger -con el consentimiento del autor- un conjunto de escritos de significado y valor muy diversos, sobre una experiencia que en la vida y -de reflejo, por luz indirecta- en la producción de las obras de Evola ha revestido y reviste siempre una importancia que no dudamos en definir como excepcional. No parece imprudente o demasiado azarosa esta afirmación: todavía hoy, el que tiene el honor de conocer y escuchar al Barón Julius Evola sabe el lugar que ocupa en su pensamiento y en su juicio la Montaña.
La experiencia de la Montaña, de hecho, al mismo tiempo y más allá de la experiencia física por sí misma, representa la posibilidad de una realización interior que raramente puede ser ofrecida hoy al hombre moderno “occidentalizado”, es decir – aunque fuera involuntariamente- que está condicionado por un tipo de sociedad opresiva y violenta contra la realidad profunda de las cosas naturales, realidad que aparecía muy evidente a los occidentales antiguos -ya fueran, por ejemplo, los Camunes, los Ligures o los primitivos romanos- o hasta ayer- a los Orientales, desconocida a los modernos, a pesar de que pueden conocerlo al encontrarse, por así decirlo, en el umbral remoto y casi inaccesible que permite el acceso a reductos interiores y reales de un ultramundo de tal manera arcano que aparece más allá de los límites del universo conocido, bajo los siete símbolos sagrados de la Osa -que refulge siempre con una luz vivísima- pero tan próxima a nosotros de estar en nuestro interior.
La Montaña, por consiguiente, representa y puede ser el guardián del umbral -temible e intenso titán- que todo Hombre que ose definirse como tal, deberá, una vez en la propia existencia, intentar rebasar; de otro modo no habrá valido la pena haber nacido; de aquí la vieja disciplina que enseña que venir a este mundo quiere decir realizarse a sí mismo: fuera de ahí, está el país de las sombras y de las nieblas, el vacío de un mundo convulsionado y el vacío interior, caos y desorden.
La Montaña es, al mismo tiempo, posibilidad de visión y de iluminación: quien nunca ha asistido, desde una altura de cuatro mil metros, a la repetición del rito de la Aurora, no podrá comprender cómo en aquel instante, que dura una eternidad, se realiza en nosotros un nuevo milagro de amor cósmico que aquí forma parte del Todo y en el cual nosotros somos el Todo. Quien no ha velado en la soledad entre los hielos de los tres mil metros, en compañía de la Osa Mayor y de Sirio, no comprenderá tal vez cómo en esta modesta experiencia pueda encerrarse el significado auténtico del drama del hombre moderno que lucha, combate -inútilmente- contra los fantasmas interiores, en la ilusoria búsqueda de un paraíso artificial, no más real que la nieve que el sol matinal derrite: vencerse a sí mismo, al miedo de la soledad, del silencio, del vacío, que todo ello forma parte de la experiencia de la Montaña. Y cuando entre los hielos de la cumbre desaparece la última estrella y, rodeado de valles, precipicios y cascadas, aparece en lo alto el disco del Sol, tenemos la neta sensación de que algo trascendente no solo ya haya penetrado en nuestro interior, sino que ha sido iluminado en nosotros. La roja estría de fuego que avanza sobre la línea curva del mundo testimonia la grandeza y la divinidad de lo humano o, mejor dicho, de lo divino que hay en el hombre, que de tal modo se manifiesta.
La Montaña habla por signos y enigmas. La Montaña -y cuando hablamos de Montaña nos referimos a la de altas cumbres, accesible a unos pocos- con sus formas nítidas y recortadas, excavadas en el hielo, dibuja con mayor determinación y precisión los contornos de un mundo hiper-uránico al cual anhelamos retornar.
Quien haya “conquistado la montaña -como observa Evola- es decir, que haya sabido adecuarse a sus significados fundamentales, posee ya una clave para comprender el espíritu ario original, y después, aquello que es proprio de la ario-romanidad en todo lo que ésta tiene de severo, de puro, de monumental, una clave que vanamente se buscaría por los caminos de la simple cultura y de la erudición”.
La Montaña es, en fin -y en último análisis- palestra física del rudimento interior, con sus víctimas obvias y con sus vencedores; su máximo valor reside en esto: que no es posible acercarse a ella sin preparación, necesitándose un largo aprendizaje: la Montaña, de hecho, no ama las componendas y no perdona a los viles y a los ineptos.
Y es de este modo que la subida se convierte en elevación mística...
Que quede bien claro que nos estamos refiriendo, no a un vulgar alpinismo de exhibición, sino a aquella forma singular de metafísica práctica cual es el alpinismo que Evola y nosotros amamos y que René Daumal ha llamado “arte”, en la acepción tradicional del término, es decir “realización de un saber en una acción”, o aún volviendo a Evola, se trata de “alcanzar un renacimiento interior como premisa para dar a un deporte una dimensión y un contenido superior”.
“Pero no puede uno quedarse siempre en las cumbres, es necesario descender... Entonces, ¿de qué ha servido? He aquí: lo alto conoce a lo bajo, lo bajo no conoce a lo alto”. En estas simples palabras de René Daumal se encierra todo el significado de la práctica y la espiritualidad de la Montaña. Y es todo esto que la presente antología de escritos de Evola sobre la Montaña y sus implicaciones metafísicas quiere dar a conocer, para los que tengan la capacidad y sobre todo la voluntad de entenderlo.
En un cuadro del pintor ruso Nicolás Roerich, que trabajó durante muchos años en el Tibet, una figura de caballero, a punto de alejarse de un pueblo en el que algunas mujeres se hallan cerca de un pozo, mira por un instante tras de sí: sobre toda la escena predominan, inmensas y resplandecientes de luminosa claridad, las cimas excelsas del Himalaya. Es un momento de incertidumbre y de tensión: el camino iniciático está indicado, ¿sabrá el Hombre -renunciando a las bajezas y a las comodidades de un mundo de afectos cotidianos- volver a su camino más veraz?. Es la meta ambicionada y atrevida que estos ensayos, aquí reunidos por primera vez, quieren indicar: será algo grande que tan sólo uno de nuestros lectores sepa, además de entenderlo, realizar al menos las premisas.
Los escritos evolianos de esta antología están subdivididos y de acuerdo con criterios asaz discutibles, demasiado apriorísticos- en las tres categorías de “Doctrina”, “Experiencias” y “Apéndice” (esta última se ocupa, en particular, de las relaciones entre el arte, simbolismo y la Montaña). La antología deberá, por lo que al tema respecta, comprender todos los artículos de Evola dedicados a este sujeto. Tres son las fuentes de las que se ha recabado este material.

La revista del “CAI (Club alpino italiano)”:
Un arte de las alturas: Nicolás Roerich (1930).
La pared Norte del Lynskamm Oriental (1930).
Notas para un entrenamiento psíquico en la Montaña (1931).
Notas sobre la “divinidad” de la Montaña (1933).
El Gross-Glockner por la vía Pallavicini (1935).
Espiritualidad de la Montaña (1936).
Un místico de las alturas tibetanas (1938).

El periódico “El Regime Fascista”:
Ascensión del Langkopfel (6 de agosto 1933).
Arte y símbolo en la sede de las nieves (8 de octubre 1933).
El valle del viento (21 de diciembre 1933).
Meditaciones de las cumbres (28 de julio 1936).
Religiosidad del Tirol (7 de noviembre 1936).
Sobre la Montaña, el deporte y la contemplación (26 de julio 1942).

La revista “Difesa della Razza”:
La raza y la Montaña (20 de febrero 1942).

Nota de la edición italiana ampliada

 

“Me harté, me rendí y me fui a la alta montaña”, escribió Julios Evola en El camino del Cinabrio (1963) al final de la experiencia de La Torre, clausurada por la autoridad tras su décimo y último número, fechado el 15 de junio de 1930. El resultado de aquel “ir a la alta montaña” fue primero la ascensión al Lyskamm Orientale (4532 m) en el macizo del Monte Rosa realizada el 29 de agosto de ese año junto con Eugenio David, y luego el artículo en el que el filósofo hablaba de aquella hazaña, La parete nord del Lyskamm Orientale, que se publicó en la revista mensual del Club Alpino Italiano en noviembre de 1930, que es si no el primero en sentido absoluto sobre el tema, sí el primero en el que se describe una experiencia directa de escalada para un público de especialistas como los del CAI.
Evola siempre había sentido pasión por la montaña, por el alpinismo, por las ascensiones, por alcanzar las cimas, y lo convirtió en tema de experiencia personal y legalista, como demuestran los dos primeros escritos incluidos en este libro (Dove regna il demone delle vette, de 16 de septiembre de 1927, y Verso il deserto bianco, de 18 de agosto de 1928, ambos publicados en la tercera página del diario II lavoro d’ltalia), es decir, en la época del Grupo Ur.
Evola, como queda documentado no sólo en sus artículos, sino también en las notas de la Policía Política y de la División de Asuntos Generales y Reservados del Ministerio del Interior, que registraron sus movimientos, oscilaba entre el mar de Capri y las nieves de los Alpes: Así, a quien se pregunte por qué el fundamental artículo Medirazioni delle vette (Mediaciones de las cumbres), que da título a este volumen y que apareció el 26 de julio de 1936 en el diario Il Regime fascista, lleva la indicación muy genérica “zona del Mont Blanc, julio”, y no una más precisa como suele indicar Evola, se puede responder que el interesado no podía ser más exacto porque se encontraba en una “zona fronteriza militarmente importante”, como comunicó el prefecto de Aosta al Ministerio del Interior y éste a su vez al Ministerio de la Guerra (precisamente al SIM, Servicio de Información Militar). En efecto, Evola había solicitado el 20 de julio una “tarjeta de turismo alpino” para el “súbdito austriaco” residente en Courmayeur que le acompañaba, “deseando ambos realizar excursiones a esta estación fronteriza”. Tras el dictamen negativo de ambos ministerios, el prefecto de Aosta, D’Eufemia, denegó la concesión el 10 de agosto. Así pues, el filósofo había hecho bien en mantenerse vago a la espera de una autorización que nunca llegaría.
Los viajes del pensador tradicionalista por Italia y el extranjero fueron, como vemos, constantemente seguidos e informados: los documentos oficiales con su estilo burocrático y los informes (a menudo poco gramaticales e incultos hasta el ridículo) de los confidentes de la policía, son también un material importante para confirmar o negar la actividad cultural y la vida privada de Julius Evola: hombre de pensamiento y de acción, en su particular concepción expuesta en las páginas que siguen, Evola puede compararse a muy pocos en el mundo de la cultura, porque muy pocos fueron los intelectuales y escritores que fueron también montañeros y los montañeros que fueron o son grandes escritores: entre los primeros en Italia podemos recordar a Dino Buzzati y Massimo Mila y en el extranjero a Aleister Crowley; entre los segundos, en nuestro país a Reinhold Messner y Walter Bonatti. Y sin embargo, a pesar de esta posición privilegiada y de su importancia objetiva, tanto especializada como cultural en general, que desde 1974, año de la primera edición de este libro, ya no se puede ignorar, entre otras cosas porque le han seguido conferencias (por ejemplo, la de Piedicavallo, en la provincia de Biella, en 1995), libros (por ejemplo, Il Regno perduro, Edizioni il Cavallo Alato, Padua, 1989; Il fuoco e le vette, Il Ventaglio, Roma, 1996, el primero editado y el segundo por Edoardo Longo) y artículos de juristas (entre ellos el de diciembre de 1994 en el mensual especializado Alp), sigue ocurriendo que la experiencia de Evola, todo menos puramente “deportiva”, es ignorada en este ámbito concreto. No sabemos hasta qué punto de buena o mala fe, como demuestran tanto los ensayos sobre el alpinismo de los años treinta como las evocaciones de la relación entre alpinismo, cultura y literatura aparecidas en 2002, que fue de hecho “el año de la montaña”, o poco después. Véase, por ejemplo, la docta antología Le parole della montagna (Baldini & Castoldi, Milán, 2003), en la que también figuran los autores mencionados; mientras que se ha llegado a recordar la polémica sobre la interpretación “espiritual” del alpinismo y la montaña deteniéndose en la figura de Domenico Rudatis, pero ignorando por completo a Julius Evola, como si no hubiera dejado una huella, un testimonio fundamental también en este sector concreto (véase Searpone e moschetto, Centro Documentazione Alpina , Torino, 2002).
Al menos tres factores subyacen a la gran importancia de esta obra. El primero es el hecho de que fue la única antología de sus escritos (que originalmente debieron llamarse Hielo y Espíritu) aprobada por Evola hacia el final de su vida, en abril de 1973, él que no veía nada bien la colección de textos dispersos y ocasionales que curiosamente llamaba “despojos”: sin embargo, a petición de Renato del Ponte, dio una respuesta afirmativa, considerándolos evidentemente distintos de los demás y de cierta importancia.
El segundo elemento es que, en el espacio de treinta años, la antología va ya por su quinta edición y ha tenido tres traducciones al extranjero: ediciones italianas que se han ido ampliando y mejorando progresivamente. Tras la primera, aparecida a principios de 1974 y que Evola pudo ver a tiempo, salió una segunda edición ampliada en 1979 (hubo incluso una “edición pirata”), una tercera, aún ampliada en 1986, y finalmente una cuarta idéntica a la anterior en 1997. Así pues, el descubrimiento, a lo largo de todo este tiempo, del “alpinista” Evola y de su visión metafísica de la ascensión a las cumbres ha afectado positiva y profundamente a muchos de los jóvenes que se han acercado a estas páginas, como se desprende, entre otras cosas, de los escritos y de la experiencia hasta el fatal y trágico final de Ornar Vecchio, que fue arrastrado por un serac en julio de 2000 durante la ascensión al Rakaposhi Range Diran (7266 m) en Pakistán, como se relata en el volumen con el doble título evoliano de Cavalcare le vette (Barbarossa, Milán, 2001).
El tercer elemento es que estos escritos sirven, por una parte, para refutar eficazmente un lugar común bastante extendido entre quienes se han ocupado de la obra de Julius Evola y, por otra, una falsedad reciente de la más baja estofa.
El lugar común es, entre varios críticos, que “Julius Evola no sabía escribir”: habría tenido una fraseología enrevesada, oscura, involucionada, complicada, obsoleta, arcaica, más allá de esas rarezas estilísticas con las que se caracteriza todo gran autor. Estos artículos de montaña, tanto los aparecidos en revistas especializadas como en periódicos, demuestran exactamente lo contrario. El Valle del Viento y Ascenso al Langkopfel sobre todo, pero también la parte dedicada al Oberwalder-Hütte en Hielo y tanto el primer artículo (Hacia el desierto blanco) como el último (Tempestad en el Monte Rosa) que publicó son pequeñas obras maestras de estilo, evocación y cultura que merecerían un lugar autorizado en cualquier antología. El entrelazamiento de mito, folclore, espiritualidad, historia, literatura e incluso visión “política” hacen de estos artículos verdaderos “one-offs”, por ejemplo Meditaciones de las cumbres y Religiosidad en el Tirol Una demostración más de cómo el pensamiento evoliano es un todo unificado a pesar de los múltiples ámbitos en los que se expresa.
Otra vertiente a destacar en estos discursos es la crítica al “turismo de masas” y al envilecimiento de la experiencia montañera reducida a una banal “moda” (Alpes y espiritualidad, Sobre la montañ, deporte y contemplación, Ascender y descender), que anticipa en varias décadas ciertas batallas “ecologistas” actuales y la defensa de lugares naturales desfigurados por ciudadanos que sólo desean “escapar” banalmente de sus prisiones de hormigón. El ensayo del profesor Bonesio se detiene en ello, analizándolo ampliamente. Así que ignorarlo o negarle esta prioridad, que tiene raíces culturales y filosóficas mucho más profundas que ciertos odiosos “ecologistas”, sería el colmo de la facciosidad, sobre todo cuando se utilizan argumentos ridículos y engañosos que nunca se esgrimirían contra otros, como si ciertas críticas “tradicionales” no tuvieran dignidad frente a los puntos de vista actuales, aunque sean similares... Además, la degradación ha alcanzado hoy cotas inimaginables: Quién sabe qué habría dicho Evola al leer las crónicas de Tercer Milenio en las que Nepal cierra ciertas zonas del Himalaya porque están sumergidas por la basura de los turistas occidentales e India (agosto de 2002) demanda a Coca Cola y Pepsi Cola porque sus distribuidores locales han embadurnado con eslóganes publicitarios una zona de cincuenta kilómetros de rocas del paso Manali-Rohtan, a cuatro mil metros de altitud en el Himalaya, lugar de tránsito de innumerables grupos de curiosos.
Para una mentalidad ideologizada deformadora, la crítica de hoy se considera justa y válida y la de ayer injusta e inaceptable. Quizá choca a la sensibilidad “laica” y “democrática” de los ecologistas y ambientalistas radicales chic que el montañismo de los años 30 fuera considerado por algunos, Julius Evola sobre todo, formativo no sólo y no tanto del cuerpo, sino también y sobre todo de la personalidad y del espíritu. Que ésta era precisamente la opinión del filósofo lo demuestra el presente libro en su conjunto y, en concreto, la parte inicial de La montaña como símbolo (en Il Regime fascista del 19 de agosto de 1933), que es un resumen del ensayo Notas sobre la “divinidad” de la montaña publicado ocho meses antes en la revista mensual de la CAI. Conviene, pues, citar la parte inédita del artículo como ejemplo de las ideas de Evola sobre el tema:
“Según las perspectivas de la nueva espiritualidad fascista, un punto debe ser hoy particularmente subrayado: la necesidad de superar la doble antítesis limitadora que consiste, por una parte, en el estudioso, incruento y separado, en su “cultura” hecha de palabras y libros, de las fuerzas más profundas de su cuerpo y de su vida, y por otra parte, en el hombre que es simplemente un deportista, desarrollado en una disciplina puramente física y atlética, sano, pero desprovisto de todo punto de referencia superior. Al margen de la unilateralidad de estos dos tipos, hoy se trata de llegar a algo más completo: a un tipo en el que el espíritu se convierte en fuerza y vida, y la disciplina física, a su vez, en iniciación, símbolo y casi “rito” de una disciplina espiritual. Ahora bien, de los distintos deportes, el alpinismo es sin duda el que ofrece mayores posibilidades para esa integración. En efecto, la grandeza, el silencio y la fuerza de la alta montaña inclinan el alma hacia lo humano, hasta el punto de que los mejores se acercan al punto en que la ascensión material y la elevación interior se convierten en partes integrantes e inseparables de una misma cosa”.
Evidentemente, hay una diferencia entre el estilo de los textos aquí presentados y los libros más desafiantes y teóricos, pero se olvida que, en lo que se refiere a los filosóficos, el propio Evola dice que eligió deliberadamente un lenguaje “académico” para poder penetrar en los círculos de la filosofía oficial, mientras que para otros, como La Tradición Hermética o los libros sobre doctrinas orientales, sólo se podía utilizar un lenguaje “técnico” y simbólico, que no era accesible a todo el mundo. Por el contrario, a menudo es el “estilo” particular de Evolo el que atrapa al lector, como en El misterio del Grial y Revuelta contra el mundo moderno, o Cabalgando el tigre.
Por lo tanto, ante este conjunto de artículos, se puede hablar de un verdadero ‘descubrimiento’, -que se ha visto en otras ocasiones, pero que en este caso es mucho más evidente- de un Evola ‘periodista cultural’, de un Evola ‘viajero’ que pone por escrito sus impresiones con un enfoque apto para el llamado ‘gran público’. Así pues, sería necesario reunir una colección orgánica de estos artículos (que Julius Evola publicaba regularmente al regresar de sus viajes o de sus estancias fuera de Roma) para demostrar de una vez por todas su personalidad y su actividad polifacéticas: filósofo y hombre de mundo, erudito y viajero, “ratón de biblioteca” y alpinista audaz.
La falsificación real se debe a D.L. Thomas que, habiendo descubierto en 1997 en los Archivos de Estado de Roma los documentos relativos a la “destitución” de Evola del grado de teniente de artillería (1934) por no haber aceptado el desafío a duelo de Guglielmo Danzi, dedujo que el filósofo era uno de esos que “predicaban bien y alborotaban mal”, que era un “guerrero” para los demás y luego rehuía el peligro y la guerra, que se llamaba a sí mismo khsatryia pero luego decía no a la confrontación, que abogaba por el heroísmo y las acciones heroicas para los demás y no para sí mismo. La negativa de Evola a batirse en duelo ya había sido explicada en La Torre, y lo haría tras el cierre inmediato de su revista cuando, en una “carta circular” dirigida a amigos y suscriptores, rechazó todas las acusaciones vertidas contra él por las autoridades, escribiendo entre otras cosas: “A la mistificación y a la calumnia han añadido nuestros enemigos otro expediente nobilísimo. Sabiendo muy bien que nosotros -aunque combatientes y heridos en la Gran Guerra, dispuestos a correr todos los riesgos de la alta montaña y, en principio, no ajenos a las disputas caballerescas, que hemos llevado a cabo con escrupulosa regularidad en más de un caso (el último con el Dr. Piccoli)- IGUALMENTE TENEMOS PROHIBIDO POR NUESTRA PROPIA CLASE BATALLAR CON CIERTAS PERSONAS. Una explicación lógica y directa que no debería dejar lugar a dudas sobre la claridad moral del filósofo. Además, están esos testimonios de hazañas montañeras: cómo fue posible hipotetizar a un Evola tembloroso ante un enfrentamiento con un arma de fogueo, conociendo -como se conocen desde 1974- sus experiencias en la montaña, es difícil de entender si no es pensando en la mala fe y en la intención bastante explícita de reducir, cuando no denigrar, su figura humana. Evola, como se puede leer, tendía a desafiar al Destino (l’ amor fati, como él decía) y lo hacía en escaladas difíciles, en descensos peligrosos, incluso en solitario, atravesando hielo y rocas, de día y de noche, en su petición de ir como “corresponsal de guerra” voluntario en 1939 cuando Italia aún estaba fuera del conflicto, caminando hacia el norte en junio de 1944 cuando los americanos entraron en Roma, buscando una respuesta a su futuro en el bombardeo de Viena en abril de 1945. No lo aceptó aquél duelo porque no pensaba rebajarse al nivel de un “plebeyo”, y no por miedo. Et de hoc satis.
La quinta edición de Meditaciones sobre las cumbres se basa en la cuarta, de 1997, con la corrección de algunas erratas y la adición de varias notas bibliográficas y explicativas más. En comparación con los textos originales de Evola, se han normalizado los acentos, las mayúsculas, las abreviaturas y las cursivas, se ha retocado la puntuación en algunos casos, mientras que la única corrección real ha sido -como en otras obras anteriores escritas en las décadas de 1930 y 1940 y albergadas en esta serie- la transformación de la Ç en sh para las palabras sánscritas. Además, a partir del descubrimiento o la recuperación de otro material, se reordenó el contenido y se insertaron tres nuevos escritos. Precisamente
1) a la luz de una relectura global de los textos, también sobre la base del trabajo editorial realizado desde 1997, en primer lugar se eliminó el escrito La “altura”, que formaba parte de la primera edición de 1934 de Revuelta contra el mundo moderno, tal como se reinsertó en la cuarta edición de 1998 de la obra; luego se introdujeron algunos cambios para precisar el contenido: en la sección dedicada a la “Doctrina” se incluyó “Donde reina el demonio de las cumbres” (del “Apéndice”); esta última -la tercera parte- lleva ahora el título de “Arte y folclore”. Además, por razones de “prioridad” en su publicación, el texto dedicado a Milarepa de la Revista CAI de 1938 fue sustituido por el aparecido en Ur diez años antes, en 1928, conservando su título posterior: el texto de 1938 tiene una presentación más breve, muchas menos notas y algunos cortes y cambios en la traducción para no hacerlo parecer demasiado “esotérico”; mientras que Hielos y espíritu, que había sido tomado de Il Regime fascista de 29 de septiembre de 1933, fue sustituido por una versión anterior de veinte días aparecida en el Corriere Padano (hay que señalar que Evola volvió a publicar este artículo cuatro años más tarde, ampliándolo con la inclusión del pasaje inicial de Religiosidad del Tirol de 1936, tanto en la Rivista del CAI como de nuevo en el Corriere Padano: véase al respecto la bibliografía al final del volumen). Por último, todos los textos están ahora en orden estrictamente cronológico;
2) las tres nuevas intervenciones de Evolo nos ocupan: un artículo publicado en el periódico Il lavoro d’Italia de 1928 (Hacia el desierto blanco, 16 de septiembre) en la sección «Doctrina», aunque en algunos aspectos podría haber sido insertado en «Experiencias», como en efecto fue hecho con Donde reina el demonio de las cumbres; las dos notas de 1930 seguramente atribuibles a él y sobre deportes y montaña (de ahí el título con el que se unen en la sección «Dottrine») que aparecieron en la sección «L’Arco e la Club» de La Torre N. 4 (15 de marzo) y N. 5 (1 de abril); El pintor de las nieves tibetanas, un nuevo texto sobre Nicholas Roerich escrito tras la guerra de Roma con motivo de una exposición de 1959 en Nueva York y muy diferente al anterior de 1931, con consideraciones más amplias tanto a nivel artístico como social, en la Tercera Parte.
En conclusión: los textos son ahora 22, casi todos de la década de 1930 y sólo dos de la posguerra. Para uno de ellos (Tempestad en el Monte Rosa) cabe preguntarse si tuvo una primera versión anterior, aún no rastreada, o si se trata de un artículo escrito en la época y no publicado, dado que el estilo y la viveza de las sensaciones hacen que uno piense en recuerdos inmediatos.
La quinta edición también tiene una disposición iconográfica diferente a la cuarta: de hecho, se decidió recurrir a imágenes de época, es decir, la elección de una treintena de las muchas postales presentes en el Archivo de la Fundación J. Evola, enviadas por amigos y amigos del filósofo-montañero o traídos por él de sus lugares de estancia, entre las décadas de 1920 y 1950, todos ellos obviamente referidos a las montañas escaladas o a los lugares visitados y mencionados en sus artículos, y que tratamos de adaptar a lo publicado textos, indicando también (cuando sea significativo) la dirección del destinatario. Lo que, pensamos, puede ofrecer un sabor especial a la lectura de sus escritos. Entre ellos, destacamos dos: el que abre la Primera Parte que le envió en 1928 el pintor Filippo de Pisis, su amigo, con el dibujo a pluma y que se empareja en importancia con el que le envió en 1921 Tristán Tzara de quien hablamos El camino del Cinabrio vendido posteriormente junto con otro material de la época dadaísta al coleccionista y crítico Arthur Schwarz; y la que abre la Segunda Parte, inédita hasta ahora: la única que retrata a un Evola treintañero en la montaña junto a unos amigos.
Además, la ilustración de la portada y la de un cuadro del pintor ruso Nicholas Roerich (1874-1947), a quien Evola dedicó diversas intervenciones, y cuya reproducción de un cuadro conservaba en la pared de entrada de su habitación. Una imagen simbólica y sugerente que recuerda esa espiritualidad de las alturas a la que se refería constantemente el filósofo. Se lo debemos a la gentileza del Roerich Museum de Nueva York, que ha puesto en línea las casi doscientas pinturas de su extraordinaria colección, permitiéndonos hacer una elección ciertamente no fácil dada la gran belleza de las pinturas, pero que al final recayó en Milarepa, una témpera sobre lienzo de 1925 a 1926. Una segunda foto en blanco y negro de una pintura de Roerich ilustra la Parte Tres y está tomada de una copia de la revista Archer guardada entre los papeles del filósofo.
Finalmente, mientras que las palabras o frases entre corchetes son del editor, las notas al pie sin ninguna indicación son de Julius Evola.

Gianfranco de Turris
Roma, octubre de 2002

 

Prólogo de la edición italiana ampliada

 

A lo largo de su vida, Evola tuvo como máxima el intento de superar los límites de la vida ordinaria: forzar situaciones límite, incluso corriendo serios riesgos.
Así fue de joven, cuando la experiencia del arte de vanguardia lo llevó al borde del suicidio, vencido gracias a la lectura meditada de un pasaje de los discursos de Buda.
Esto sucedió durante la Primera Guerra Mundial, cuando, como oficial de artillería de montaña, combatió en la meseta de Asiago, desafiando la lluvia de balas con cierta temeridad. Y fue precisamente en estas circunstancias que Evola ciertamente entró en contacto con la montaña por primera vez. Una práctica que parece estar muy consolidada en la década de 1920, como lo demuestra su primer artículo sobre un tema montañero hasta ahora conocido, fechado el 16 de septiembre de 1927: Donde reina el demonio de las cumbres, fechado en San Martino di Castrozza, y sobre todo el protagonismo que se daba a un cierto tipo de experiencia montañista a partir de las revistas dirigidas por el propio Evola, Ur (1927-28) y Krur (1929), habitualmente dedicadas a estudios y prácticas de esoterismo.
De hecho, la primera edición comentada de las canciones de Milarepa apareció en el número de Ur de julio-agosto de 1928 (luego destinado a ser reeditado diez años más tarde en la Rivista del CAi), mientras que al año siguiente se publicó una interesante aportación de «Rud» en Krur (nacido el alpinista y escritor Domenico Rudatis) titulado Primera ascensión, sin contar las numerosas referencias sobre el tema aparecidas en el posterior periódico dirigido por Evola, La Torre (1930), en notas y anotaciones que pueden atribuirse precisamente a él y que con motivo de esta quinta edición se vuelven a proponer al público.
Por tanto, no parece exagerado afirmar que en la producción global de Julius Evola los escritos sobre la montaña tuvieron una importancia cualitativa muy particular.
Para él, en efecto, la experiencia de la montaña representa, más allá de la prueba física misma, la posibilidad de una realización interior que muy pocas veces puede ofrecerse hoy al hombre moderno de Occidente, de ese Occidente opresor y violento que controla la realidad de la naturaleza, que está escenificando su propio suicidio con cuidado meticuloso en busca de “fuentes alternativas” - pero alternativas, tal vez, a su yo más profundo.
Otro Occidente, en distintas épocas, conoció y vivió la naturaleza de manera diferente, integrándose en ella y encontrando la entrada a “otros” mundos, interiores y auténticos, sólo aparentemente remotos e inaccesibles, pero tan cercanos como para dormir en nuestro interior.
Para el Evola de estos ensayos la montaña se presentaba como la guardiana del umbral iniciático que todo hombre que quiera definirse como tal debe afrontar, al menos una vez en la vida; de lo contrario, hubiera sido preferible no haber nacido nunca, ya que el sentido de la existencia consiste únicamente en realizarse: y uno se realiza probándose a sí mismo.
La montaña es también poder de visión e iluminación: lucha contra los fantasmas interiores, victoria sobre la soledad, sobre el silencio, sobre el vacío, capacidad de despertar lo divino que hay en lo humano, fuerza trascendente que nos permite ascender victoriosos a la cima del ego.
La montaña se nos revela a través de símbolos y enigmas. La montaña de altas cumbres brillantes y heladas, con sus formas claras y decisivas, excavadas en el hielo, determina para nosotros los contornos de ese mundo al que sólo deseamos volver.
Quien haya “conquistado la montaña”, observa el propio Evola, “es decir, quien haya sabido adaptarse a sus significados fundamentales, ya tiene una clave para comprender el espíritu ario originario, y luego el del espíritu ario romano en toda su extensión”. Lo que tiene de severo, de puro, de monumental, clave que en vano se buscaría por los caminos de la simple cultura y la erudición».
La montaña es finalmente un gimnasio físico de rudimentos internos, con sus víctimas obvias y sus ganadores menos obvios; su mayor valor consiste en no poder acercarse a él sin preparación, lo que requiere un largo aprendizaje: como un buen maestro de escuela, la montaña, de hecho, no ama los compromisos y no perdona a los cobardes e ineptos.
Y de este modo, el ascenso se convierte en ascesis...
Ahora está claro que nos referimos a un tipo de alpinismo elitista muy distinto del exhibicionismo o el tecnicismo que hoy están de moda, a pesar de muchas reminiscencias y del reciente consuelo de algunas notables excepciones: esa singular forma de metafísica práctica que René Daumal llama “arte”, en el sentido tradicional del término, es decir, “realización del conocimiento en la acción”.
Pero para ello, además de la preparación física, se requiere una disposición interior particular: hay que “alcanzar un despertar interior como condición previa para dar al deporte una dimensión y un contenido superiores”; ya que “la montaña es sagrada, y se puede hablar de ascesis si el individuo procede a una liberación progresiva, con el desapego y la concentración necesarios”.
Acercarse a la montaña, escalarla, era para Evola la traducción perfecta al medio natural extremo de esa autotrascendencia heroica y activa de la que habló a lo largo de toda su obra. Por supuesto, esto no excluía otros aspectos de orden inferior; sin embargo, los subordino. Puede decirse que Evola, en sus escritos sobre la montaña, tradujo en clave teórica y doctrinal lo que René Daumal en su Monte Analogo supo expresar en clave artística y alegórica.
“Pero no se puede permanecer siempre en las cumbres, hay que descender..... ¿Cuál es entonces el sentido? Aquí está: lo alto conoce lo bajo, lo bajo no conoce lo alto”. Estas sencillas palabras de René Daumal encierran el significado de la experiencia y la espiritualidad de la montaña. Y es a todo ello a lo que pretende introducir esta antología de los escritos de Evola sobre la montaña y sus implicaciones metafísicas, para quienes tengan la capacidad y, sobre todo, la voluntad de comprenderlos.
El pintor ruso Nicholas Roerich (recordado por Evola en dos ensayos de esta antología), que permaneció muchos años en el Tíbet en contacto, según se dice, con misteriosas y cualificadas personalidades lamaístas, pinta en uno de sus cuadros la figura de un jinete a punto de abandonar una aldea de montaña, donde unas mujeres están de pie junto a un pozo. El jinete se vuelve un momento para mirar la aldea que tiene a sus espaldas: en la escena se perfilan inmensos y brillantes, con luminoso esplendor, los elevados picos del Himalaya. Es un momento de tensión e incertidumbre: ¿podrá el hombre, renunciando a sus cómodas tierras, un mundo de afectos cotidianos, volverse hacia su verdadero y único camino?
Y éste es el objetivo que pretenden indicar los escritos de Evola en esta colección, un objetivo difícil, del que sería una gran cosa haber realizado al menos las premisas.
En un ensayo de la primera parte de esta colección, Evola escribió que en la concepción aristocrática del post mortem, “la inmortalización de los ‘héroes’ se da a menudo precisamente en el símbolo de su ascensión a las montañas y su ‘desaparición’ en ellas (...) Desaparecer, o ‘hacerse invisible’, o ‘ser raptado a las alturas’ (...) significa esencialmente ser introducido virtualmente desde el mundo visible de los cuerpos propio de la experiencia humana común al mundo suprasensible, donde ‘no hay muerte’”.
Y es un detalle digno de sucitar la reflexión el que el propio Evola (sus cenizas) “desaparecieran” en el seno helado de la Madre Montaña, de aquel Monte Rosa que tanto amaba y en el que era su deseo se sepultase. Los encargados de velar por el cumplimiento de las últimas voluntades del difunto desconocían, por aquel entonces, una singular leyenda vinculada al Monte Rosa donde el destino quiso que los restos mortales de Julius Evola quedaran para siempre sepultados.
Cuenta la leyenda que en una época remota, donde hoy brilla el glaciar Lyskamm, al pie de la cumbre del Monte Rosa, había un simple pastor de vacas llamado Felik. El paso de Felik, que se eleva a 4.061 metros justo por encima del pueblo, era entonces una importante vía de comunicación, casi toda asfaltada, que ponía en fácil contacto a los habitantes de las dos vertientes de la montaña. Una noche de otoño, los habitantes de Felik rechazaron a un viajero andrajoso y friolero que había pedido hospitalidad allí. Éste, que no era otro que un demonio de las rocas, lanzó una maldición sobre la opulenta pero egoísta ciudad, de modo que a partir de ese momento empezó a nevar durante días y días, hasta que la ciudad y sus habitantes desaparecieron para siempre, formando lo que aún hoy se llama el glaciar de Felik. La tradición añade que algunos pastores, tal vez dotados de una vista maravillosa, pudieron ver, durante un verano de terrible sequía, emerger de una grieta en el hielo un campanario de la mítica ciudad... Se dice, en efecto, que hace algunos siglos un pastor gressonés, tras caer en una profunda grieta, consiguió visitar la ciudad y salir milagrosamente ileso.
La desaparición de la ciudad de Felik está vinculada a la leyenda del Valle Perduta (das verlorene Thal), transmitida por los pueblos walser italianos de los valles cercanos al Monte Rosa, según la cual en la región situada al norte del Monte Rosa existía antaño un valle fértil, rico en pastos y cubierto de espesos bosques. Este valle fue supuestamente abandonado debido a la invasión de los hielos, que se tragaron prados y bosques: de ahí el nombre de “Valle Perdido”. ¿Recuerdo de antiguas migraciones o de trastornos climáticos ancestrales?
Lo cierto es que el mito de un paraíso perdido o de un valle feliz, aislado del mundo, tuvo una larga vida en el valle del Lys, si es cierto que el impulso de buscarlo fue lo que impulsó en 1778 (en el “Siglo de las Luces ) siete cazadores de gamuzas de Gressoney superaron las laderas meridionales del Monte Rosa en busca del “Valle Perdido”, con la convicción de que más allá de las crestas más altas existía una especie de paraíso terrenal poblado de animales y salpicado de frondosos huertos, el antiguo hogar de sus antepasados.
Cabe imaginar la decepción de los siete cazadores cuando, desde el punto más alto que habían alcanzado en la cresta, no muy lejos del collado del Lys, descubrieron la inmensa extensión helada que conducía a la lejana e invisible Zermatt. Aquello se llamó la “Roca del Descubrimiento” (Entdeckungsfelsen), a 4179 metros sobre el nivel del mar: fue el comienzo, aunque involuntario, de la historia montañera del Monte Rosa.
En una zona cercana, bajo la “Roca del Descubrimiento”, reposan, en las profundidades heladas de una grieta, las cenizas de Julius Evola.

R.o.P.

Agradezco sinceramente a mis amigos Francesco Battistini, Mario Enzo Migliori, Rita y Giovanni Virgilio Sannazzari la colaboración que me han prestado en la redacción de este silogio.