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El Estado Mayor Alemán visto por Halder

Conversación con Halder, el mayor estratega del Ejercito Alemán

Peter Bor

El Estado Mayor Alemán visto por Halder – Peter Bor

280 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2021
, Argentina
tapa: blanda
 Precio para Argentina: 1020 pesos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

"El Estado Mayor General Alemán es una de las instituciones de referencia obligada cuando se estudia la historia militar de los últimos siglos. Él ha dado a muchos de los mayores estrategas en el arte de la guerra y ha tenido un papel preponderante en las grandes conflagraciones. Pero se necesitaba un hombre como Halder, que no sólo está formado en sus principios y lo ha estudiado a fondo siendo parte de un antiguo linaje militar de 300 años que se ha formado a su sombra, sino que ha sido él mismo actor preponderante siendo Jefe del Estado Mayor General alemán desde 1938 a 1942.
Sorprende lo poco que se sabe de Halder. William L. Shirer le califica del mayor estratega alemán de la guerra, pero pareciera que encarnó las máximas del Estado Mayor prusiano: “El oficial del Estado Mayor carece de nombre” y “Ser más de lo que se aparenta”. Lo que sí sabemos es que tanto sus conocimientos militares como la integridad de su persona jamás fueron discutidos por ninguno de los que tuvieron que ver algo con él. Por ello su voz resulta tan importante si se quiere historiar una institución tan importante como la que se trata en este libro.
El Estado Mayor General Alemán fue creado en 1809 por Scharnhorst como la más alta institución militar del soberano en todos los asuntos militares, el EMG alcanzó su mayor independencia en el mando de los ejércitos en 1866, cuando su jefe, Moltke el Viejo, obtuvo una posición de igualdad con la del ministro de Guerra. A partir de 1871, ese equilibrio se fue rompiendo a favor del Jefe del EMG. El Jefe del EMG tenía acceso directo al soberano sin necesidad de pasar previamente por el ministro de Guerra, y, por la otra, era responsable, entre otras tareas, de la planificación y conducción de todas las operaciones militares. Quiere esto decir que el Jefe del EMG era el único responsable de la preparación táctica y estratégica de la guerra, así como del entrenamiento y educación de los oficiales superiores del EMG y un asesor inmediato del Kaiser en todas las cuestiones de operaciones militares.
Tras el final de la IGM, el EMG fue abolido y prohibido por los aliados, aunque los líderes de las nuevas fuerzas armadas de la Alemania de Weimar (Reichswehr) establecieron la Oficina de Tropas como el nuevo EMG encubierto. Hitler restauró el EMG (Generalstab des Heeres) pero mantuvo, y con el tiempo disminuyó, la importancia efectiva del Jefe del EMG en los asuntos militares.
Cuando Peter Bor decidió estudiar la historia y desarrollo del EMG llegó a la conclusión de que nadie mejor que Halder para ayudarlo en esta tarea, y es de sus conversaciones con Franz Halder que este libro se nutre y termina acaparando toda la obra por ser ellas mismas la mejor historia que sobre él se podría realizar. Nos encontraremos en él con un excelente repaso a toda la Historia y tradiciones del estado Mayor, desde Carnot hasta el propio Halder, incluyendo magistrales comentarios sobre la Guerra de Sucesión Austríaca, las campañas napoleónicas y las operaciones en la IGM, en la que él mismo sirvió como oficial de Estado Mayor.
Siendo para Halder el oficio en el Estado Mayor un verdadero arte que expresaba una muy larga y minuciosa preparación, no pudo menos que oponerse diametralmente a las ideas de Hitler, a quien veía como un recién llegado al arte militar. Por ello, llegado el momento de historiar la Segunda Guerra Mundial, su visión termina siendo extremadamente crítica de la del Führer. Obsesionado por mantener la independencia del Alto Mando, no pudo menos que caer en desgracia, siendo relevado de su cargo a fines de septiembre de 1942.
Ello no impide, por supuesto, que el presente trabajo sea uno de los mejores que se puedan conseguir sobre el Estado Mayor Alemán.

 

ÍNDICE

I.- El siglo de la destrucción7
II.- De los abuelos a los nietos15
III.- La rotura con la tradición31
IV.- Para la historia del estado mayor I. El General Carnot45
V.- Para la historia del estado mayor II. De Scharnhorst A Ludendorff61
VI.- Para la historia del estado mayor III. De Ludendorff a la destitución de Halder79
VII.- Espíritu militar y rebelión. La evolución desde 1919 a 193999
VIII.- La segunda guerra mundial I. La campaña polaca145
IX.- La segunda guerra mundial II. Francia161
X .- La segunda guerra mundial III. Los acontecimientos ocurridos entre la campaña en el oeste y en el este189
XI.- La segunda guerra mundial IV. La campaña rusa hasta la separación de halder como jefe del estado mayor del ejército203
XII.- La tercera guerra mundial241
Tabla cronológica265



I

 

Comienza la historia de este libro, allí adonde los hombres modernos, como las polillas alrededor de una luz, se reúnen en número creciente —no precisamente en una prisión o en una casa de locos— sino en un campamento. En uno de los numerosos campamentos de algunos de los numerosos sectores fronterizos. Habíamos regresado tarde y procuramos formarnos una idea de la nueva situación en que estábamos envueltos, que en tan poco estaba de acuerdo con la antigua idea de Alemania que conservábamos. No era la cosa fácil y sólo lo conseguimos deficientemente. En todo caso, percibimos con relativa rapidez, que lo mismo que después de la primera guerra mundial, no cabía hablar de paz sino de posguerra, si no se quería equivocar la situación. Y algo más pudimos ver con claridad, aunque poca información encontrábamos de ello en los periódicos, a saber, que Alemania sólo podía compararse con una caldera de vapor. Estaba en marcha la gran separación y distinción entre nazis y antinazis. Nosotros opinábamos que lo que está enmarañado, no puede separarse pulcramente. A un lado los malvados, del otro los virtuosos: la vida no es tan sencilla. Se presenta embarullada: ningún santo está exento de todo defecto, lo cual no es óbice para llegar a ser una personalidad excelsa, para alcanzar su santidad, y ningún hombre malo carece en absoluto de alguna buena cualidad oculta y vergonzante. Por eso prestábamos menos atención a este episodio de la liquidación de cuentas, exageradamente considerado, y, en cambio, nos veíamos atraídos por lo que al mismo tiempo se efectuaba peligrosamente: nos referimos a la nueva migración de gentes, al cambio social amenazador de los pueblos.
—¿Una revolución? —pregunté a mi amigo.
—Una revolución... sí, quizá pueda llamarse así este proceso. Miles han abandonado sus lugares de residencia. Pobres diablos, carentes de escrúpulos, han prosperado rápidamente; burgueses en buena situación se han visto de pronto empobrecidos por un exceso detrás de ella queda expresado en hechos, es lo que sobrevive al tiempo. La gloria auténtica se exterioriza como una magnitud intermedia, y es independiente del éxito, y no pocas veces, como en Hölderlin, Kleist, Nietzsche, aparece ligada con fracasos.
Mi amigo era un realista. Fríamente interrumpió esta sucesión de pensamientos, los calificó de místicos, desviándose del camino; éste consiste en ir a parar a conocer la situación real de las cosas. Los tiempos son demasiado serios para vivir despreocupados, esto es, sin saber lo que hay en el fondo de aquellas. “Primum vivere, deinde philosophari”. ¡Cuánto tiempo hace que esta máxima quedó anticuada! Hoy sucede al revés. No se puede renunciar al saber y cuanto más se penetra en la esencia del presente, cuanto más se enlazan entre sí los hechos, se está más capacitado para enfrentarse con el mañana, para hacer frente a lo problemático, que se cierne sobre el actual horizonte.
—Eso se dice fácilmente —comenté por mi parte—, ¿pero cómo se llega a ese saber? Los libros que hoy día aparecen, muchos de ellos escritos con perspectivas de poco alcance, ¿qué pueden ofrecernos?
—Debíamos, y con ello retrocederíamos al punto inicial de nuestra conversación, buscar a alguien que pudiese ayudarnos en esta cuestión.
A ello no había que objetar nada. Sólo se planteaba la cuestión de a quién. Esta persona debía, indudablemente, no sólo conocer todos los hechos, sino haber vivido también un punto decisivo...
—Debemos descubrir por dónde anda Halder —dijo mi amigo.
Ninguno de los presentes ligaba con el nombre Franz Halder más que el recuerdo de que fue jefe del Estado Mayor del Ejército durante los primeros años victoriosos de la guerra, y que tanto sus conocimientos militares como la integridad de su persona jamás fueron discutidos por ninguno de los que tuvieron que ver algo con él.
* * *
Sorprende lo poco que se sabe de Halder. William L. Shirer le califica del mayor estratega alemán de la guerra (“General Halder, in my opinión, the greatest German strategist of the war”), en su libro “End of a Berlin Diary”, aparecido en Nueva York, en 1947. Alguien dió a entender que él practicaba la máxima del Estado Mayor prusiano: “El oficial del Estado Mayor carece de nombre” y “Ser más de lo que se aparenta”, y por ese motivo nunca había aparecido en primer plano persona alguna de dicho Estado Mayor. Los informes se daban como resultado de conversaciones habidas en el Cuartel General.
En una conversación exteriorizó Hitler: “Yo decido quién es héroe nacional. Los héroes nacionales decididos por mí son Dietl y Rommel”. Se volvió entonces hacia el sitio donde estaba de pie Halder, y añadió ásperamente: “Sé que esta afirmación no es del agrado de UV., señor General en jefe, pero créame que también conozco las limitaciones de Dietl y Rommel”. Estos eran, sin embargo, ejemplares típicos para la representación de héroes nacionales, en consonancia con las exigencias especiales de la máquina propagandística. A esto se agrega el hecho de que ambos —legítimos soldados, sin duda alguna, valientes, arrojados, caudillos de tropas por excelencia— poseían limitaciones conocidas. Las limitaciones conocidas son frenos para el dictador, que en caso de urgencia aprieta, con los que puede reprimirlos. Al dictador no le conviene dejar la menor posibilidad de que se pueda poner en duda su propia importancia capital. Como ejemplo de ello podemos citar la desaparición del Mariscal Zhukov, cuando después de su invasión de Alemania y la conquista de Berlín, amenazó con eclipsar el fulgor de la imagen de Stalin.
En su libro “The last Days of Hitler” califica H. R. Trevor-Roper a Halder de “snobista militar”, que cree que ningún amateur puede dominar sin más las reglas de la guerra, de la extremadamente complicada guerra moderna. Esto, aclaró mi amigo, es en su opinión una de las fórmulas que puede arrojar mucha luz en lo que nos intranquiliza. El fatal encuentro entre Hitler y Halder, ¿no fue la coincidencia del dictador con el experto, en el que —ante la historia— debía triunfar el experto, mientras el dictador demostraba como diletante que todo lo quería abarcar? ¿No se planteaba la cuestión de escoger entre la arena movediza o terreno bien firme, capaz de resistir los embates de los temporales? Él, Franz Halder, debía ser consultado. Hay muchas consideraciones que podían conducir a un intercambio de cartas y una primera visita, y de hecho condujeron.
Un inconveniente, sin embargo, podía alegarse para esto. ¿Se puede llegar a conocer a un hombre en una visita? Antiguamente se tendría por necia esta pregunta, ¿mas no está hoy día completamente justificada aunque sea un poco desconsoladora? El inconveniente se aclaró rápidamente con la visita.
* * *
Vivía Halder en una discreta casa particular, de empinada escalera con escalones desgastados por el uso, en un piso, a través de cuya ventanilla de cristal se distinguía un corredor y un mapa colgado del Estado Mayor. De apariencia esbelta, y denotando ya sus años, abre él mismo la puerta. Su pelo blanco está cortado al rape, usa lentes, y sus movimientos son rápidos y flexibles. En su rostro se dibuja una sonrisa franca, no forzada. Y enseguida se tiene la impresión de que este hombre no es nada afectado. Un apretón de manos y pasamos al gabinete de trabajo. En las paredes más mapas —el adorno profesional del oficial de Estado Mayor—.
Los literatos se rodean de libros, los pacifistas coleccionan armas antiguas y decoran las paredes; aquí aparecía colgada la geografía de las naciones.
El gabinete de trabajo es pequeño. A través de la ventana se percibe el paisaje hesiense en gran profundidad, desde esta altura sobre el Taunus.
Estamos sentados uno enfrente del otro, junto a la mesa del despacho, de tonos claros. Los rayos de sol penetran en la habitación e iluminan los mapas. Teatro de guerra del Oriente, Yugoslavia, Grecia, Polonia, Francia. Detrás de este frente están ligados los hilos, detrás de él se originaban los planes de operaciones, con arreglo a ideas exactas, bien meditadas, de un cerebro que todo lo abarcaba. El propio Hitler, proclamado incesantemente por su tinglado propagandístico como “el mayor caudillo de todos los tiempos”, no había llegado jamás a ver un plan elaborado de operaciones —como dijo en cierta ocasión Halder—, tampoco se lo había jamás exigido, aunque por lo demás no hubiera podido comprenderlo en forma debida. Halder definía así el plan de operaciones:
“El conjunto de ideas que encontraban su expresión en los cometidos encomendados a la agrupación de fuerzas, y, por consiguiente, a los grupos de Ejércitos”. Era, por consiguiente, “una obra de arte que, como toda obra de arte suponía una expresión de la manera de ser de su creador y que si bien expresada por escrito contenía infinidad de cosas inexpresables”.
Mi amigo llevó primeramente la conversación y después presenté yo, a modo de justificación, una carta, que nos había escrito en el campamento Frank Thiess. En ella se decía, entre otras cosas:
“Si no se sustituyen pronto en Alemania las fiorituras no precisas, los comentarios sin valor, y el aclamar sin ton ni son cosas que no nos interesan, por un conocimiento rígido, claro y responsable de lo preciso, nos deslizaremos en una decadencia espiritual y sólo nos repondremos económicamente con lentitud, aunque temo, por lo demás, que ese ascenso económico pueda compararse al de un escarabajo por las paredes lisas de una botella. La larga permanencia en Austria, cuya aristocracia en conjunto presenta un aspecto más satisfactorio, aunque se siente aislada, al parecer, en la lucha de los partidos como los correspondientes círculos en Alemania, me hizo aprender que ha llegado la hora de decidirse. En Austria se ha terminado con el eterno mirar hacia atrás y se interpreta el proceso histórico que nos deparó Hitler, en conexión con el desarrollo espiritual y religioso de los últimos siglos. En consonancia no se habla tanto de una dictadura de las fuerzas actuantes como de una elevación del nivel general por hombres aislados que recurren a un estudio sin prejuicios de sus fracasos, como consecuencia de ilusiones permanentes. ¡Aquí, en cambio, está en boga la ilusión!”
No sabíamos, naturalmente, qué concepto tendría Halder de Frank Thiess, si es que tenía alguno. Halder tomó la carta, la leyó lentamente y con atención, la devolvió y dijo, con una leve sonrisa: “Quizá no sepan ustedes que el «Reich der Dämonen» de Frank Thiess fue el único libro que me acompañó, tanto durante mi prisión por orden de Hitler como durante mi permanencia en un campamento americano de internados ...”
Y a renglón seguido continuó: ‘¿Y qué me dicen ustedes de una evolución de la que habla Frank Thiess, en la que participó Hitler, causa de todo lo desagradable del momento actual? En un punto hay, sin embargo, unidad de criterios, a saber, que Hitler fue en el fondo una “manifestación” que pudo revelarse por un conjunto de circunstancias favorables... En los últimos años he tenido bastantes ratos de ocio para volver a pensar sobre ello”.
Pero con ello puede darse por terminado el primer Capítulo y entrar en el segundo.